Por Gustavo Abad
A principios de esta década, cuando comenzaba la construcción del oleoducto de crudos pesados (OCP), en el diario donde yo trabajaba casi todos los días se producían discusiones acerca de la manera de informar sobre ese tema. Por un lado, estaban los que no hacían más que llamar a las oficinas de comunicación del Ministerio de Energía o del consorcio ejecutor y pedir algún detalle sobre el avance de las obras. Por otro, los que iban a las comunidades por donde pasaba el gigantesco tubo, recogían los testimonios de los habitantes y constataban los daños ambientales que dejaba la obra. Los primeros reproducían alegremente los boletines oficiales sin necesidad de arrugarse el traje y eran “amigos” de autoridades y ejecutivos. Los segundos madrugaban rumbo a los bosques por donde los tractores abrían trocha, recibían golpes y amenazas de los guardias privados y regresaban a la redacción cargados de barro y pesadumbre a tratar de contar esas historias en el último octavo de página que no había sido tomado por la versión oficial.
Todo este recuento, a propósito de la Ley de Minería, enviada la semana pasada por el presidente de la República a la Comisión Legislativa, y el relato periodístico de ello. Los medios reproducen las declaraciones tanto de los promotores como de los detractores, cubren las marchas de protesta en Quito, transmiten las ruedas de prensa de autoridades y dirigentes sociales, etc. Pero lo que menos ofrecen son informes, reportajes, crónicas, etc., sobre la vida en las comunidades que conviven con la actividad minera de empresas nacionales o extranjeras. ¿Cuántas son? ¿Dónde están ubicadas? ¿Qué piensan sus habitantes? ¿Quién les ha preguntado su criterio? ¿Cuáles son los métodos de explotación más peligrosos? ¿Qué gana o qué pierde el país si explota los yacimientos o deja de hacerlo? ¿Dónde queda Chinapintza? ¿Alguien conoce Gualel?
La realidad es generosa con los medios y los periodistas. Cada día les ofrece nuevas oportunidades. El debate acerca de la Ley de Minería y su enorme trasfondo social y ambiental es una de ellas, porque se trata de un tema que le importa a todo el país, no sólo al Gobierno ni sólo a la oposición. Es un tema cuya complejidad no se puede entender bajo el simple modelo bipolar que predomina en los medios, el cual se reduce a oponer las versiones a favor y las versiones en contra y crear así el espejismo de la objetividad y la neutralidad. El sentir de las comunidades afectadas por las ventajas o desventajas de una ley hay que buscarlo en el día a día de la gente, y eso no se logra con llamadas a las oficinas de comunicación ni con entrevistas a los voceros, sino en la calle, en el campo, en la selva, en donde tengan lugar esas formas de vida.
La dimensión política del periodismo consiste, entre otras cosas, en crear nuevas relaciones con el público, en ofrecer la información que favorezca la movilización y la acción políticas desde el procesamiento de las experiencias cercanas. Hay que tomar en serio la propuesta de la investigadora Ana María Miralles de ampliar el sentido de las preguntas tradicionales del periodismo informativo. A la inicial ¿qué? cambiar por ¿qué significa esto? ¿qué consecuencias tiene?; a la limitada ¿quién? añadir ¿quiénes causaron esto? ¿quiénes no han hablado todavía?; a la de cajón ¿cuándo? cambiar por ¿cuándo comenzó esta historia? ¿cuándo cambiará esta situación?; a la obvia ¿dónde? cambiar por ¿dónde está el interés común? ¿dónde está el inicio del ovillo?; a la más activa ¿por qué? reforzar con ¿por qué ahora? ¿por qué debe importarnos a todos?, y a la evidente ¿cómo? añadir ¿cómo podría esto cambiar la vida de la gente? ¿cómo podría ser diferente?
La Ley de Minería es la oportunidad para responder estas y más preguntas. Solo hay que salir al campo en lugar de entrar a las ruedas de prensa.
El Telégrafo 23-11-2008
sábado, 22 de noviembre de 2008
sábado, 15 de noviembre de 2008
Orden, casos y violencia
Por Gustavo Abad
Hace una semana, el ecuatoriano Marcelo Lucero caminaba por una calle de Long Island (Nueva York) cuando se encontró con seis adolescentes xenófobos, quienes lo atacaron a cuchilladas y le quitaron la vida en obediencia a su sentimiento de odio a los migrantes latinos. Pocos días antes, el estadounidense Travis Ferguson ingresaba a una de las torres de la Universidad Católica de Quito y, al no llevar consigo su credencial de estudiante, los guardias lo atacaron a patadas y le rociaron gas pimienta en la cara − según cuenta Valeria Coronel en las páginas de este diario− en obediencia a su impulso de reprimir a todo aquel que, a su juicio, tenga apariencia sospechosa.
Las autoridades de ambos países se han movilizado por estos hechos. Las ecuatorianas, para que se castigue a los asesinos, y las estadounidenses para que se repare el daño moral al agredido. Esperemos que haya resultados en ambos casos. Sin embargo, también es necesario entender que este tipo de violencia se origina en un pensamiento que procura imponerse en el mundo y cuyo eje es el miedo a todo lo distinto. Un pensamiento que nace tanto en las altas esferas de poder y sus discursos de orden y seguridad, como en grupos racistas ligados más bien a una violencia primitiva de negación y eliminación del otro.
Quizá una de las figuras que mejor representan esta manera de entender el mundo es la del monstruo, ese ente imaginario al que la mitología asocia con el mal, ya sea por deformación corporal o perversión espiritual. Según el mito, los monstruos habitan en la oscuridad y su medio natural es el caos. Pero ocurre que cada tanto les da por asomarse hacia el mundo de la luz y del orden, hasta que alguien los descubre y enciende las alarmas. Entonces los monstruos deben ser detenidos y expulsados hacia el lugar del que salieron. En el mito religioso tradicional, deben volver al infierno. En el mito económico contemporáneo, a las márgenes de la sociedad, desde donde no puedan amenazar a los seres considerados normales.
Los discursos de inseguridad y violencia que han adquirido una presencia abrumadora en la cotidianidad, afianzan cada vez más la visión monstruosa del otro, una manera de negarle su humanidad y reducirlo a la condición de ser peligroso y despreciable, especialmente si ese otro es extranjero, negro, indio o pobre. Lo que los guardias de la Católica vieron no fue a un estudiante con ropa deportiva. Lo que vieron fue a alguien que no debía estar en ese lugar, porque un chico negro sin documentos significaba para ellos un potencial delincuente en un centro de estudios. En otras palabras, vieron un monstruo, porque los ojos miran lo que la mente les ha enseñado a mirar.
El orden rechaza todo lo que no armoniza con su lógica. Por eso, los centros comerciales, las universidades privadas, las mal llamadas zonas regeneradas, las ciudadelas de ricos, los edificios de oficinas empresariales, y otros lugares por el estilo, están hechos bajo el modelo de orden concebido desde el poder y el sistema dominante. Ahí todo parece seguro, y lo último que quieren perder sus ocupantes es esa sensación de seguridad. No importa si para ello tienen que desplegar sus propios actos de violencia, como las cuadrillas de guardias armados, sistemas de alarma y perros entrenados. El orden le teme a todo lo que no encaja en su visión, y aplaca su miedo rebuscando en cada lugar sus amenazas y sus monstruos, que no son otra cosa que la más violenta representación de lo distinto.
El Telégrafo 16-11-2008
Hace una semana, el ecuatoriano Marcelo Lucero caminaba por una calle de Long Island (Nueva York) cuando se encontró con seis adolescentes xenófobos, quienes lo atacaron a cuchilladas y le quitaron la vida en obediencia a su sentimiento de odio a los migrantes latinos. Pocos días antes, el estadounidense Travis Ferguson ingresaba a una de las torres de la Universidad Católica de Quito y, al no llevar consigo su credencial de estudiante, los guardias lo atacaron a patadas y le rociaron gas pimienta en la cara − según cuenta Valeria Coronel en las páginas de este diario− en obediencia a su impulso de reprimir a todo aquel que, a su juicio, tenga apariencia sospechosa.
Las autoridades de ambos países se han movilizado por estos hechos. Las ecuatorianas, para que se castigue a los asesinos, y las estadounidenses para que se repare el daño moral al agredido. Esperemos que haya resultados en ambos casos. Sin embargo, también es necesario entender que este tipo de violencia se origina en un pensamiento que procura imponerse en el mundo y cuyo eje es el miedo a todo lo distinto. Un pensamiento que nace tanto en las altas esferas de poder y sus discursos de orden y seguridad, como en grupos racistas ligados más bien a una violencia primitiva de negación y eliminación del otro.
Quizá una de las figuras que mejor representan esta manera de entender el mundo es la del monstruo, ese ente imaginario al que la mitología asocia con el mal, ya sea por deformación corporal o perversión espiritual. Según el mito, los monstruos habitan en la oscuridad y su medio natural es el caos. Pero ocurre que cada tanto les da por asomarse hacia el mundo de la luz y del orden, hasta que alguien los descubre y enciende las alarmas. Entonces los monstruos deben ser detenidos y expulsados hacia el lugar del que salieron. En el mito religioso tradicional, deben volver al infierno. En el mito económico contemporáneo, a las márgenes de la sociedad, desde donde no puedan amenazar a los seres considerados normales.
Los discursos de inseguridad y violencia que han adquirido una presencia abrumadora en la cotidianidad, afianzan cada vez más la visión monstruosa del otro, una manera de negarle su humanidad y reducirlo a la condición de ser peligroso y despreciable, especialmente si ese otro es extranjero, negro, indio o pobre. Lo que los guardias de la Católica vieron no fue a un estudiante con ropa deportiva. Lo que vieron fue a alguien que no debía estar en ese lugar, porque un chico negro sin documentos significaba para ellos un potencial delincuente en un centro de estudios. En otras palabras, vieron un monstruo, porque los ojos miran lo que la mente les ha enseñado a mirar.
El orden rechaza todo lo que no armoniza con su lógica. Por eso, los centros comerciales, las universidades privadas, las mal llamadas zonas regeneradas, las ciudadelas de ricos, los edificios de oficinas empresariales, y otros lugares por el estilo, están hechos bajo el modelo de orden concebido desde el poder y el sistema dominante. Ahí todo parece seguro, y lo último que quieren perder sus ocupantes es esa sensación de seguridad. No importa si para ello tienen que desplegar sus propios actos de violencia, como las cuadrillas de guardias armados, sistemas de alarma y perros entrenados. El orden le teme a todo lo que no encaja en su visión, y aplaca su miedo rebuscando en cada lugar sus amenazas y sus monstruos, que no son otra cosa que la más violenta representación de lo distinto.
El Telégrafo 16-11-2008
domingo, 9 de noviembre de 2008
Un relato de horror III
Por Gustavo Abad
El Gobierno quiere resultados en la lucha contra la inseguridad, pues considera que 320 millones de dólares destinados a la modernización de la Policía no pueden gastarse así nomás sin que ayuden a disminuir los índices delincuenciales. Al no encontrarlos, esta semana pagaron con sus puestos los subsecretarios de Seguridad y Gobierno. Los medios de comunicación también exigen resultados, pues para bien o para mal no dejan de considerarse los intérpretes del clamor popular. Para presionar, incrementan los espacios de crónica roja y los saturan de imágenes y testimonios desgarradores. El grueso de la gente, por supuesto, también quiere resultados, pues mira en los noticieros y lee en los periódicos que el orden se ha roto y que la paz ya no existe. Entonces tiene miedo, siente que la ruta de su casa al trabajo, al cine, al mercado, al estadio, a donde sea, se ha convertido en una travesía de peligro.
Mientras el gobierno reconstruye su estrategia –que ojalá no sea insistir en la misma fórmula que asocia más seguridad con más armas y más policías–, los medios tienen otra oportunidad para replantear la cobertura de este tema –como indagar en las causas estructurales, institucionales y circunstanciales del delito–, y los ciudadanos podríamos detenernos a pensar en lo que pasa por nuestras cabezas cada vez que escuchamos las palabras inseguridad y violencia, con las que hemos aprendido a designar la ruptura del orden, y nos olvidamos de otras, como crisis e injusticia social.
Así se construye el miedo en las ciudades, en la confluencia de tres discursos principales: oficial, mediático y cotidiano, unas veces separados, otras mezclados, pero casi siempre complementarios entre sí, porque la ciudad es la suma de todas las informaciones posibles, entre las que ahora dominan las de inseguridad y violencia. Entonces los habitantes generan respuestas, actitudes y estrategias de vida desde la noción de ciudad que cada quien se ha formado.
Frente a un relato de terror, la gente toma precauciones, modifica su comportamiento con el fin de prevenirse de aquello que, en principio, le llega como información, pero se cuela en su testa y modifica de largo su conducta. De esta manera, se borran los límites entre los relatos y la realidad. Se invierten los roles: las narraciones ya no se basan en hechos, sino que los hechos se consuman y las decisiones se toman en obediencia a las narraciones. Se confunden el orden objetivo con el subjetivo, y el resultado es el miedo, el principal estado emocional con el que nos relacionamos los habitantes urbanos.
Ese miedo, esa forma de relación social basada en la desconfianza y el temor al otro, es lo que mejor nos define en esta coyuntura. El miedo hace que el conductor cierre la ventana cuando el malabarista le pide recompensa por su arte elemental; que el guardia de seguridad privado dispare al bulto a la menor señal de peligro; que los propietarios se enclaustren dentro de grandes muros y recubran sus casas de sistemas de alarma.
El miedo rompe cualquier vínculo de solidaridad con el otro y se expande mediante los cuentos de boca en boca, esos micro relatos cotidianos, que bien podrían ser un modo de encuentro con el saber original, en el cual el narrador –el vecino del condominio, el compañero de asiento en el bus, el amigo de la oficina, cualquiera– reconstruye una historia personal o ajena, palpable o imaginaria, para explicar y explicarse a sí mismo una realidad cuya complejidad desborda su comprensión.
La violencia es un fenómeno demasiado complejo como para que alguna disciplina social pueda decir que la ha comprendido y explicado. Sin embargo, en los micro relatos cotidianos, toda esa complejidad se resuelve en el pequeño cuento que le hace un vecino a otro. Parece que las personas, cuando se cuentan unas a otras sus episodios de miedo, se revelan también los secretos mismos de la existencia, y desempolvan el arcaísmo de la narración oral en plena era del ipod, el facebook y otros polvos mágicos.
El Telégrafo 09-11-2008
El Gobierno quiere resultados en la lucha contra la inseguridad, pues considera que 320 millones de dólares destinados a la modernización de la Policía no pueden gastarse así nomás sin que ayuden a disminuir los índices delincuenciales. Al no encontrarlos, esta semana pagaron con sus puestos los subsecretarios de Seguridad y Gobierno. Los medios de comunicación también exigen resultados, pues para bien o para mal no dejan de considerarse los intérpretes del clamor popular. Para presionar, incrementan los espacios de crónica roja y los saturan de imágenes y testimonios desgarradores. El grueso de la gente, por supuesto, también quiere resultados, pues mira en los noticieros y lee en los periódicos que el orden se ha roto y que la paz ya no existe. Entonces tiene miedo, siente que la ruta de su casa al trabajo, al cine, al mercado, al estadio, a donde sea, se ha convertido en una travesía de peligro.
Mientras el gobierno reconstruye su estrategia –que ojalá no sea insistir en la misma fórmula que asocia más seguridad con más armas y más policías–, los medios tienen otra oportunidad para replantear la cobertura de este tema –como indagar en las causas estructurales, institucionales y circunstanciales del delito–, y los ciudadanos podríamos detenernos a pensar en lo que pasa por nuestras cabezas cada vez que escuchamos las palabras inseguridad y violencia, con las que hemos aprendido a designar la ruptura del orden, y nos olvidamos de otras, como crisis e injusticia social.
Así se construye el miedo en las ciudades, en la confluencia de tres discursos principales: oficial, mediático y cotidiano, unas veces separados, otras mezclados, pero casi siempre complementarios entre sí, porque la ciudad es la suma de todas las informaciones posibles, entre las que ahora dominan las de inseguridad y violencia. Entonces los habitantes generan respuestas, actitudes y estrategias de vida desde la noción de ciudad que cada quien se ha formado.
Frente a un relato de terror, la gente toma precauciones, modifica su comportamiento con el fin de prevenirse de aquello que, en principio, le llega como información, pero se cuela en su testa y modifica de largo su conducta. De esta manera, se borran los límites entre los relatos y la realidad. Se invierten los roles: las narraciones ya no se basan en hechos, sino que los hechos se consuman y las decisiones se toman en obediencia a las narraciones. Se confunden el orden objetivo con el subjetivo, y el resultado es el miedo, el principal estado emocional con el que nos relacionamos los habitantes urbanos.
Ese miedo, esa forma de relación social basada en la desconfianza y el temor al otro, es lo que mejor nos define en esta coyuntura. El miedo hace que el conductor cierre la ventana cuando el malabarista le pide recompensa por su arte elemental; que el guardia de seguridad privado dispare al bulto a la menor señal de peligro; que los propietarios se enclaustren dentro de grandes muros y recubran sus casas de sistemas de alarma.
El miedo rompe cualquier vínculo de solidaridad con el otro y se expande mediante los cuentos de boca en boca, esos micro relatos cotidianos, que bien podrían ser un modo de encuentro con el saber original, en el cual el narrador –el vecino del condominio, el compañero de asiento en el bus, el amigo de la oficina, cualquiera– reconstruye una historia personal o ajena, palpable o imaginaria, para explicar y explicarse a sí mismo una realidad cuya complejidad desborda su comprensión.
La violencia es un fenómeno demasiado complejo como para que alguna disciplina social pueda decir que la ha comprendido y explicado. Sin embargo, en los micro relatos cotidianos, toda esa complejidad se resuelve en el pequeño cuento que le hace un vecino a otro. Parece que las personas, cuando se cuentan unas a otras sus episodios de miedo, se revelan también los secretos mismos de la existencia, y desempolvan el arcaísmo de la narración oral en plena era del ipod, el facebook y otros polvos mágicos.
El Telégrafo 09-11-2008
sábado, 1 de noviembre de 2008
Un relato de horror II
Por Gustavo Abad
La cámara ingresa por un pasadizo y se detiene frente a una escena impresionante. Un policía ha capturado a un ladrón que, minutos antes, había robado un celular a una mujer en el centro de Guayaquil. El detenido está tirado en el suelo, mientras el uniformado le aplica su bota sobre la nuca. La cámara se agita cuando llegan los demás miembros de la pandilla y, en una maniobra insólita, liberan a su compañero y huyen por entre la gente y los carros. Lo último que se ve es al policía, sorprendido y nervioso, mientras devuelve el celular a su dueña y lamenta no poder hacer más.
Esta deber ser una de las escenas más repetidas por la televisión en los últimos días y, seguramente, una de las más explotadas y manipuladas por quienes interpretan la inseguridad desde una visión fascista, que consiste en reducir el tema a una lucha armada entre fuerzas del bien y del mal. Por ejemplo, quienes hacen el noticiero Contacto Directo, de Ecuavisa, preguntaron esta semana a los televidentes: “¿Le parece que un policía debe disparar si un delincuente lo ataca?”. Así, de manera simplona, como si el efecto de un disparo no involucrara una vida humana, ya sea delincuencial o policial, ni pusiera en riesgo a otras. Poco después, dijeron que el 99% por ciento de los encuestados había respondido que sí. ¿Alguien puede comprobarlo?
Se entiende entonces por qué, cuando el ministro de Gobierno, Fernando Bustamante, planteó que la abrumadora cantidad de noticias sobre violencia aumenta la percepción de inseguridad, la primera reacción de los medios fue ridiculizar esa afirmación y jugar con ella. Incapaces de entender la relación entre los hechos y sus relatos, muchos periodistas solo acertaron a llevar el concepto hasta los límites de la distorsión.Después, cuando la misma autoridad prohibió que se exhibieran los rostros de los delincuentes, los medios se opusieron de nuevo, con el argumento del derecho a la información. El Fiscal de la Nación, Washington Pesántez, afianzó la postura mediática con un criterio similar. El ministro cedió y, ese mismo día, los noticieros de televisión se llenaron con los rostros de los detenidos, mientras uno de los presentadores pontificaba que la comunidad mejor protegida es la que reconoce en la calle a sus enemigos y sabe que el peligro está en todas partes.
El tratamiento del tema de la inseguridad, en la mayoría de los medios, solo crea un ambiente de terror y un clima de opinión favorable a las prácticas del “gatillo fácil”. Por eso, en el mismo noticiero de Ecuavisa, congelaron las partes del video que permitían mirar con claridad los rostros de los delincuentes, mientras el presentador conminaba a todos a reconocerlos. El mensaje subyacente en este tipo de noticias es: ¡Ahí está la prueba de que el mal existe… tiene cuerpo y rostro… disparen en nombre de todos!
Los hechos no hablan por sí solos, sino que cobran sentido en los relatos que hacemos de ellos. El relato de los medios sobre la inseguridad y la violencia se impone y ejerce poder sobre el poder, a tal punto que el propio ministro Bustamante, en un principio cauto en el lenguaje, ha cedido también en ese campo, y habla de grupos de élite de la Policía cuya misión, dice, es “limpiar” las ciudades de la delincuencia.
Esta semana, Colombia dio una muestra más de lo que ocurre cuando el poder impone una cultura que idealiza la represión armada como única manera de combatir el delito. 27 militares fueron separados del ejército y enjuiciados por participar en la matanza de 23 jóvenes de origen humilde, a quienes trataban de hacer pasar como delincuentes y guerrilleros, para crear el espejismo de la eficacia de las fuerzas del orden.
Parece que en el Ecuador hay quienes añoran los tiempos de los famosos “escuadrones de la muerte”, que asolaban los barrios pobres con el pretexto de la lucha antisubversiva y antidelincuencial. Parece también que ciertas autoridades y medios de comunicación se empeñan en construir un relato de horror que sostenga y justifique el pensamiento dominante en materia de seguridad, que se resume en “limpiar” las ciudades de delincuentes y, por extensión, de todo lo que tenga apariencia marginal y violenta.
El Telégrafo 02-11-2008
La cámara ingresa por un pasadizo y se detiene frente a una escena impresionante. Un policía ha capturado a un ladrón que, minutos antes, había robado un celular a una mujer en el centro de Guayaquil. El detenido está tirado en el suelo, mientras el uniformado le aplica su bota sobre la nuca. La cámara se agita cuando llegan los demás miembros de la pandilla y, en una maniobra insólita, liberan a su compañero y huyen por entre la gente y los carros. Lo último que se ve es al policía, sorprendido y nervioso, mientras devuelve el celular a su dueña y lamenta no poder hacer más.
Esta deber ser una de las escenas más repetidas por la televisión en los últimos días y, seguramente, una de las más explotadas y manipuladas por quienes interpretan la inseguridad desde una visión fascista, que consiste en reducir el tema a una lucha armada entre fuerzas del bien y del mal. Por ejemplo, quienes hacen el noticiero Contacto Directo, de Ecuavisa, preguntaron esta semana a los televidentes: “¿Le parece que un policía debe disparar si un delincuente lo ataca?”. Así, de manera simplona, como si el efecto de un disparo no involucrara una vida humana, ya sea delincuencial o policial, ni pusiera en riesgo a otras. Poco después, dijeron que el 99% por ciento de los encuestados había respondido que sí. ¿Alguien puede comprobarlo?
Se entiende entonces por qué, cuando el ministro de Gobierno, Fernando Bustamante, planteó que la abrumadora cantidad de noticias sobre violencia aumenta la percepción de inseguridad, la primera reacción de los medios fue ridiculizar esa afirmación y jugar con ella. Incapaces de entender la relación entre los hechos y sus relatos, muchos periodistas solo acertaron a llevar el concepto hasta los límites de la distorsión.Después, cuando la misma autoridad prohibió que se exhibieran los rostros de los delincuentes, los medios se opusieron de nuevo, con el argumento del derecho a la información. El Fiscal de la Nación, Washington Pesántez, afianzó la postura mediática con un criterio similar. El ministro cedió y, ese mismo día, los noticieros de televisión se llenaron con los rostros de los detenidos, mientras uno de los presentadores pontificaba que la comunidad mejor protegida es la que reconoce en la calle a sus enemigos y sabe que el peligro está en todas partes.
El tratamiento del tema de la inseguridad, en la mayoría de los medios, solo crea un ambiente de terror y un clima de opinión favorable a las prácticas del “gatillo fácil”. Por eso, en el mismo noticiero de Ecuavisa, congelaron las partes del video que permitían mirar con claridad los rostros de los delincuentes, mientras el presentador conminaba a todos a reconocerlos. El mensaje subyacente en este tipo de noticias es: ¡Ahí está la prueba de que el mal existe… tiene cuerpo y rostro… disparen en nombre de todos!
Los hechos no hablan por sí solos, sino que cobran sentido en los relatos que hacemos de ellos. El relato de los medios sobre la inseguridad y la violencia se impone y ejerce poder sobre el poder, a tal punto que el propio ministro Bustamante, en un principio cauto en el lenguaje, ha cedido también en ese campo, y habla de grupos de élite de la Policía cuya misión, dice, es “limpiar” las ciudades de la delincuencia.
Esta semana, Colombia dio una muestra más de lo que ocurre cuando el poder impone una cultura que idealiza la represión armada como única manera de combatir el delito. 27 militares fueron separados del ejército y enjuiciados por participar en la matanza de 23 jóvenes de origen humilde, a quienes trataban de hacer pasar como delincuentes y guerrilleros, para crear el espejismo de la eficacia de las fuerzas del orden.
Parece que en el Ecuador hay quienes añoran los tiempos de los famosos “escuadrones de la muerte”, que asolaban los barrios pobres con el pretexto de la lucha antisubversiva y antidelincuencial. Parece también que ciertas autoridades y medios de comunicación se empeñan en construir un relato de horror que sostenga y justifique el pensamiento dominante en materia de seguridad, que se resume en “limpiar” las ciudades de delincuentes y, por extensión, de todo lo que tenga apariencia marginal y violenta.
El Telégrafo 02-11-2008
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