Por Gustavo Abad
No es mi vocación desconfiar de las personas, pero no puedo evitar tomar cautelosa distancia de algunas cuando me sueltan a dios en medio de la arena política o me hablan de las alarmas como únicos antídotos contra la inseguridad ciudadana.
Pero no importa lo que yo sienta, sino lo que domina actualmente el debate político y el interés mediático en el Ecuador: invocar a dios en la Constitución, por un lado, e instalar alarmas en las casas y locales comerciales, por otro. Si les creyéramos a un sector de asambleístas y a la mayoría de los medios de comunicación, pensaríamos que la felicidad de la sociedad depende de dios y las alarmas.
En cada época el poder ha propuesto una manera dominante de entender el mundo. Durante el oscurantismo medieval, se creía que una legión de ángeles salía a derrotar a una turba de demonios cuando éstos se sublevaban. Durante el imperio de la razón moderna, se justificaba el extermino de pueblos enteros bajo la consigna de que la civilización tenía que aplastar a la barbarie. Y durante el actual régimen de propiedad privada y libre mercado se espera que las fuerzas del orden eliminen, no solo a la delincuencia, sino a todo lo que tenga apariencia marginal y violenta.
El concejal Pablo Ponce dijo que el aumento de la delincuencia en la capital se debe a la presencia de desplazados por las inundaciones en la Costa –menos mal, se retractó después–; el alcalde de Quito alegó que no puede salir con una pistola a cuidar la ciudad –nadie se lo ha pedido ni esperaría que lo haga–; la Cámara de Comercio de esta ciudad anunció que instalará alarmas sofisticadas en sus establecimientos afiliados –al resto que se los lleve el diablo o los proteja el dios que algunos quieren meter en la Constitución–. Todo eso copó la atención de los medios durante la semana que termina.
Lo que no informaron fue: ¿cómo invierte el Municipio de Quito los cinco millones de dólares que aportan anualmente los ciudadanos por la tasa de seguridad?; ¿por qué la Policía, pese a contar con 300 millones para los próximos cuatro años no mejora su desempeño?
Alguna explicación logró arrancar El Comercio a varios concejales, e introdujo en el debate el tema de la violencia intrafamiliar. Algo es algo, pero para entonces el ruido de las alarmas ya era ensordecedor.
Algo hizo también Ecuavisa en su espacio de la comunidad, donde Natasha Rojas, dirigente de la Federación de Barrios de Quito, propuso que el Municipio invierta el 50% de la tasa de seguridad en cooperativas mixtas de producción, como manera de combatir una de las causas de la violencia, como es el desempleo.
¡Bien! –pensé yo– que siga, esa es una propuesta con sentido social, nada represiva y menos alarmista. Pero la idea tuvo cinco segundos de pantalla y la entrevistadora la escuchó como quien escucha llover pero no quiere mojarse.
Se dice que la comunicación es la búsqueda y construcción de sentidos y que los medios están llamados a encontrar esos sentidos ahí donde todo parece una gran confusión. Pero no lo hacen, porque su atención está en dios y en las alarmas, o sea en las obsesiones de los creyentes y los propietarios, la expresión contemporánea de los temores medievales que nos anteceden en la tramposa lucha del bien contra el mal.
El coro de la prensa conservadora infunde más miedo que el canto estridente de los medios amarillistas. Y eso es lo peligroso, porque la primera tiene fama de seria.
Mientras tanto, en Quito circula una muletilla que pregona que esta ciudad es “Capital religiosa de América Latina” ¿…?, Cuando se mezclan la devoción y la represión el resultado es falso y ridículo.
En cuanto a dios –en caso de que exista y tenga noticias de lo que pasa acá– me imagino que le importará un comino estar o no en la Constitución ecuatoriana.
El Telégrafo 30-03-08
domingo, 30 de marzo de 2008
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