miércoles, 23 de junio de 2010

La formación profesional de los periodistas

Gustavo Abad
El debate sobre la formación profesional de los periodistas –latente por muchos años, aunque poco desarrollado– se activa en uno de los momentos de mayor tensión entre el poder político y el poder mediático en el Ecuador, que miden fuerzas en torno a la Ley de Comunicación. Esta circunstancia produce una cierta palabrería estridente de parte y parte, en medio de la cual hay que hacer un esfuerzo para encontrar orientación y rescatar lo más sensato.

Por un lado está un poder político que privilegia el corporativismo estatal (ministerios, secretarías, consejos, comisiones…) por sobre la organización social (movimientos, colectivos, grupos…) y, a la par, un sector mediático que privilegia el discurso empresarial (libertad de expresión, independencia de los medios, objetividad de la información..) por sobre el pensamiento crítico (responsabilidad social, capacitación…) Ambas posturas impiden entender la condición de los periodistas como sujetos sociales y del periodismo como una actividad de intervención social que demanda un alto nivel de idoneidad de quienes la ejercen.

En el Ecuador, la formación de los periodistas tiene varias vertientes. Primero, las facultades de comunicación, donde predomina una formación generalista y muy poco cercana a la práctica periodística real. Segundo, los propios medios, donde los graduados o egresados de comunicación aprenden, sobre la marcha, unas destrezas de sobrevivencia y se olvidan de la reflexión y la autocrítica sobre su trabajo. En tercer lugar, están los profesionales formados en otras áreas (Historia, Letras, Sociología…) que descubren los fundamentos periodísticos en la práctica.

La formación de sus empleados no es prioridad en las empresas mediáticas. En el mejor de los casos, son los periodistas con más años quienes ejercen de instructores de los nuevos, lo cual impide romper la autoreferencialidad en este campo. Con alguna excepción, los denominados “referentes” del periodismo ecuatoriano no exhiben aportes significativos y, en su gran mayoría, detentan una autoridad reducida a los propios medios. No han creado una escuela periodística; no han diseñado programas de formación; no han sistematizado una línea de investigación; tampoco son exponentes de alguna narrativa en particular. En otras palabras, no pueden exhibir algún cuerpo organizado de conocimientos –libros, ensayos, cátedras, etc.– que aporte a la formación de los nuevos periodistas.

La profesionalización ha sido entendida como sinónimo de titulación. Pero la posesión de un título universitario en comunicación no garantiza, por sí sola, la idoneidad de su dueño para ejercer el periodismo. La profesionalización significa un proceso de formación continua, de adquisición de conocimientos, de métodos y herramientas –conceptuales e instrumentales– que habiliten a los periodistas como narradores confiables de la complejidad social, independientemente del título académico.

Un proceso de profesionalización debería incluir al menos los siguientes aspectos: 1. Legislación (los periodistas no conocen el marco normativo de su actividad, sus alcances y sus límites); 2. Ética (en ningún medio ecuatoriano se debate acerca del concepto de responsabilidad social, lo cual se expresa en la confusión frecuente entre información, opinión y propaganda); 3. Historia política y económica (reporteros y editores tienen dificultades para situar los hechos en perspectiva histórica por su desconocimiento de los procesos de formación de las sociedades contemporáneas); y 4. Lenguaje (el descuido de la principal herramienta periodística, el lenguaje, ha impedido renovar las narrativas y construir nuevos relatos de lo social)

El efecto directo de esta situación para los periodistas y otros trabajadores de prensa es que se incrementa su vulnerabilidad frente a las arbitrariedades de las empresas. El periodista se vuelve un sujeto prescindible, que puede ser reemplazado en cualquier momento por otro que llene fácilmente las exigencias de los medios. Por ello, el despido, la censura, los abusos cometidos contra los periodistas por sus empleadores no tienen la mínima repercusión social y no hay instancia legal ni organización social que asuma su defensa.

Así, las empresas mediáticas demuestran tener tanta o mayor capacidad que el poder político para anular la diversidad de pensamiento y atentar no sólo contra el ejercicio profesional de los periodistas sino también contra el derecho a la información de la población.

miércoles, 28 de abril de 2010

Botrosa frente al espejo

Por Gustavo Abad
“El Pambilar está amenazado por las invasiones” titula diario El Comercio en la edición del pasado 18 de abril. El informe de tres cuartos de página, con cuatro fotos a color, llama la atención por la importancia del tema, puesto que ese bosque esmeraldeño fue devuelto hace mes y medio al Estado luego de haber permanecido durante casi dos décadas en manos de la empresa maderera Botrosa, una de las mayores explotadoras de bosques en el Ecuador.

Entonces uno comienza a leer en espera de algún dato acerca de qué pasará en adelante con ese bosque, qué programas de manejo están en camino, de qué manera la población de la zona se podrá beneficiar de la conservación del patrimonio forestal, qué nuevas acciones tomará el Estado para salvar a éste y otros bosques de la provincia de Esmeraldas, arrasados casi hasta su desaparición por madereras y camaroneras en los último 30 años.

Pero no, lo que viene es una apología a la empresa Botrosa, un largo recuento de las supuestas buenas acciones destinadas, según dicen, a conservar el bosque. Si nos creemos la versión de El Comercio, deberíamos hacer una romería para agradecer a Botrosa por su gran labor conservacionista y su apoyo desinteresado al desarrollo social de los pueblos más abandonados del Ecuador. Sospechosa imagen creada por ese diario, que hace el papel de espejo distorsionador, para lavar la imagen de una empresa cuyas ganancias son directamente proporcionales a la cantidad de árboles talados.

El Comercio nos vende como informe periodístico un texto que tiene todas las características de un publirreportaje mal disimulado. Para comenzar, la principal fuente es la propia Botrosa a través de un funcionario, cuyas afirmaciones son aceptadas como irrefutables puesto que en ningún momento se las confronta con otras fuentes. Recoge superficialmente el testimonio de cuatro pobladores de la zona. El Comercio afirma que el bosque está amenazado por las invasiones y no por las madereras, pero no dice quiénes son ni presenta la versión de los supuestos invasores.

Periodismo que privilegia una sola fuente no es periodismo y, menos aún, si se trata de una fuente socialmente cuestionada. Eso lo saben bien los jefes de información de ese diario, pero todo indica que, cuando se trata de Botrosa, prefieren hacerse los desentendidos. En el informe aludido, no se consulta a organizaciones ecologistas, a dirigentes comunitarios, tampoco a investigadores, que cuestionan la actividad de esa y otras madereras en el Ecuador.

El pasado 16 de marzo, una organización ecologista y tres de derechos humanos (Acción Ecológica, CEDHU, INREDH y CDES) denunciaron, mediante una carta pública dirigida al presidente, Rafael Correa, el asesinato de los esposos José Aguilar y Yola Garófalo, líderes ecologistas populares. Los denunciantes sostienen que la muerte de los campesinos se produjo en un contexto con más de una década de enfrentamientos entre los habitantes del sitio Hoja Blanca y la empresa Botrosa, en la zona de El Pambilar.

No se ha visto en algún medio una investigación profunda sobre el tema. Ellos miran para otro lado incluso cuando hay muertos de por medio. La doble moral de muchos jefes periodísticos de los medios privados los lleva a celebrar la censura ejercida por un sector oportunista del gobierno en los medios públicos, pero se callan frente a la censura y las injerencias que el poder económico ejerce sobre sus propios medios.

Hace poco, uno de los responsables de la línea informativa de El Comercio escribía, muy en su estilo sacerdotal de los sábados, un comentario respecto de lo que él llama el omnipoder político, que existe pero no es el único. Seguramente no ha leído lo que el omnipoder económico hace en sus propias páginas. Mejor dicho, sí lo ha leído, pero prefiere mirar para otro lado, como hacen muchos. A eso le llaman periodismo independiente.

lunes, 5 de abril de 2010

Carta de los columnistas de El Telegrafo


EDITORIALISTAS DE DIARIO EL TELÉGRAFO A LA CIUDADANÍA

Como es de conocimiento público, el pasado jueves 25 de marzo, el Directorio de El Telégrafo ordenó la separación del director del diario, Rubén Montoya, y el 1 de abril censuró algunas columnas de opinión, lo que provocó la renuncia de Carol Murillo, subdirectora del periódico; directivos ambos que mantuvieron una posición crítica respecto de la creación de un medio supuestamente "de corte popular" bajo la infraestructura de El Telégrafo. Al mismo tiempo se produjo la arbitraria separación de editores de varias secciones, quienes incluso fueron impedidos por la fuerza de acceder a sus lugares de trabajo. A lo anterior se suma una insólita nota, publicada en la edición del 1 de abril, en la que el nuevo directorio de El Telégrafo, en aras de justificar estos atropellos, indica que "se establece la necesidad de que no se emitan comentarios, informaciones estratégicas y otras estrictamente internas en las páginas editoriales de nuestros editorialistas y columnistas". ¿Cuál es la diferencia entre las prácticas coercitivas y mecanismos de censura interna de ciertos medios privados y las acciones tomadas por el actual Directorio de El Telégrafo?
Por ello, rechazamos estos actos de censura y de violación de los derechos a la libertad de expresión y de prensa, incompatibles con la Constitución y el proyecto de creación de medios públicos. Esto refuerza nuestra opinión respecto del giro total en las políticas editoriales actuales, incongruentes con las que estuvieron vigentes desde la refundación del periódico; cuya responsabilidad recae no sólo en el presente Directorio, sino también en el Ministerio de Telecomunicaciones y, en términos más amplios, en un sector del actual gobierno que confunde la comunicación como servicio público con el publi - gobierno.
Queremos reafirmar nuestra profunda convicción en torno a la importancia de construir lo público en el periodismo. Ello supone hacer visibles la pluralidad y el disenso en la producción informativa, algo impensable en el actual sistema monopólico y monológico de medios privados. El Ecuador carga con el peso histórico (y colonial) de la erosión del concepto de lo público en sus diversas formas, por tanto, de una casi total negación, desde la institucionalidad formal, a la construcción de pensamiento crítico.
La construcción de lo público representa una de las mayores garantías para el ejercicio efectivo de la democracia de la que tanto se habla en los ámbitos gubernamentales. Es por ello que sostenemos que un medio público tiene el desafío de promover el debate y de apostar a la visibilización de opiniones diversas, en el marco de las transformaciones sociales y culturales ofrecidas por el gobierno de la "Revolución Ciudadana". Esta posibilidad inédita en la historia de nuestro país no se puede echar a perder por las burdas y autoritarias decisiones del actual Directorio.
Creemos que el conjunto de acontecimientos señalados indican un retroceso del proyecto de construcción de medios públicos en el Ecuador y un precedente nefasto para una discusión amplia y democrática de una Ley de Comunicación.
Hasta aquí, el colectivo de articulistas de El Telégrafo ha resuelto desarrollar dos líneas de acción. Por una parte, un grupo de editorialistas seguirá escribiendo sus artículos en el periódico haciendo pleno uso de su derecho a la libertad de expresión y opinión. Por otro lado, los abajo firmantes han decidido dejar de escribir en el medio.
Desde ambas posiciones demandamos la urgencia de incorporar en dicha Ley, un capítulo relativo a los medios públicos en términos que posibiliten a futuro su independencia editorial y autonomías administrativa y financiera, que garanticen la calidad periodística y la eficiente utilización de los recursos públicos que hacen posible su funcionamiento.
Quito, 5 de abril de 2010
Gustavo Abad C.I 1102754262
Jaime Breilh C.I 1700162066
Silvia Buendía C.I 091267845-5
Guillermo Bustos C.I 1706387261
Santiago Cabrera C.I 1709827768
Ricardo Cevallos C.I 0909017600
Juan Martín Cueva C.I 1708764939
Ángel Emilio Hidalgo C.I 0915240220
Lucrecia Maldonado C.I 1707307276
Mateo Martínez C.I 1712566437
Alejandro Moreano C.I 1701288258
Alicia Ortega C.I 0907907166
Pablo Ospina C.I 171113745-3
Hernán Reyes C.I 1705579801
Amelia Ribadeneira C.I 1712483310 Santiago Rosero C.I 1711180487
Iván Sierra C.I 0904932472
Floresmilo Simbaña C. I 1711662286
Ylonka Tillería C. I 1706615489
José Villamarín C.I 1000872372

jueves, 1 de abril de 2010

Estrategia de aniquilamiento

El presente artículo constituye mi carta de renuncia como columnista de El Telégrafo

Por Gustavo Abad
Tres periodistas despedidos en menos de una semana; dos artículos censurados en los últimos dos meses por una mano inquisidora que se pasea por la redacción de El Telégrafo sin que nadie le ponga freno. Estas son solo las señales más visibles del clima de tensión que se vive en el primer diario público del Ecuador. Comenzó con el despido del director, Rubén Montoya, y siguió con el de los editores de Diversidad, Mariuxi León, y de Economía, Fausto Lara, sin que las razones de su exclusión hayan sido aclaradas suficientemente.

Todo comenzó a finales del año anterior, cuando ciertos funcionarios, que confunden la información con la propaganda, decidieron que El Telégrafo no era lo suficientemente funcional al discurso oficialista y que había que desmantelarlo para crear un nuevo diario, supuestamente de estilo popular, destinado a servir mejor a sus planes. “No te sorprendas de que muy pronto nos metan un diario de propaganda oficialista junto con El Telégrafo” me dijo entonces una periodista de este diario, que sabía lo que se avecinaba.

Lo que no sospechaba era que comenzaba a tomar forma una estrategia de destrucción del proyecto de medio público. La primera arremetida ocurrió a inicios de febrero de este año. El entonces director, Rubén Montoya, denunció la censura de una nota en la que daba cuenta de algunas decisiones de interés público, que a alguien no le convenía que se difundieran. Los medios privados, acostumbrados a buscar el escándalo antes que los asuntos de fondo, lo celebraron como una debilidad del periodismo público. Nunca se supo quién ejecutó la censura ni por orden de quién y eso comienza a tener consecuencias.

Fue una primera pulseada, muy parecida a la clásica estrategia que aplican los de arriba en ciertas empresas públicas y privadas, que consiste en debilitar cualquier equipo violentando la jerarquía de mando. Esa primera censura tenía la finalidad de pasarse por encima del director, para luego evaluar los resultados. La reacción de los periodistas y articulistas de opinión, que rechazamos públicamente esa intervención, hizo que se detuvieran un poco.

Sin embargo, la semana pasada retomaron la ofensiva, con más fuerza y consecuencias más graves que la vez anterior. Ya no está Montoya y el equipo de periodistas, según varios testimonios recogidos para esta columna, ha sido conminado a la obediencia por miedo a perder su trabajo. Todos estos sucesos constituyen señales inconfundibles de una estrategia de aniquilamiento contra uno de los últimos proyectos coherentes del actual gobierno. Hay quienes prefieren pasar la página, echar tierra sobre lo que ha pasado, como si nada de esto tuviera importancia. Prefiero la honestidad individual a la amnesia colectiva.

Ciertos editores y reporteros de la mayoría de medios privados se regodean con especulaciones respecto de esta situación crítica. Se olvidan de que ellos nunca han tenido la voluntad ni la honradez de plantear un debate público respecto de sus propias condiciones de censura, amedrentamiento e inestabilidad laboral, que se reproducen todos los días en sus medios. No recuerdo, por ejemplo, que alguno de los detractores de los medios públicos haya criticado con la misma fuerza los despidos ocurridos en los últimos años en diarios como El Comercio y El Universo, por citar solo dos casos.

La posibilidad de que logren extinguir a El Telégrafo está cercana. Si no se puede evitar la extinción, por lo menos que sirva para dejar un marca, una huella visible de un esfuerzo genuino de construir el periodismo público en el Ecuador y un testimonio claro de que hay muchos dispuestos a ser sus enterradores.

domingo, 21 de marzo de 2010

Un metro cuadrado en el estadio

Gustavo Abad
Un periodista critica a un equipo de fútbol y a sus dirigentes. En represalia, los dirigentes le impiden al periodista ingresar al estadio a cubrir los partidos. El periodista invoca su derecho al trabajo y encuentra solidaridad en sus colegas. Los dirigentes argumentan que el estadio es propiedad privada y ellos se reservan el derecho de admisión. El monstruo de mil cabezas llamado opinión pública dice que los dirigentes no tienen derecho a discriminar al periodista por el solo hecho de ser crítico y exige su inmediata restitución al palco de prensa…

Esta vez coincido con el monstruo, por más recelo que me produzca su carácter voluble y engañoso. En lo que no coincido es en que el incidente entre el periodista Calos Víctor Morales y los dirigentes del Barcelona nos impida ver más allá de un altercado entre un “comentarista frontal y valiente” y unos “empresarios hipersensibles a la crítica”, como lo han reportado con forzado heroísmo la mayoría de los medios, especialmente de televisión. No dejemos pasar la oportunidad para reflexionar por qué se convierte en pública una actividad manejada por empresas privadas y cuál es la función del periodismo en todo esto.

Las sociedades liberales modernas acuñaron tres nociones dominantes de lo público, que mantienen su peso hasta ahora, aunque con demasiadas grietas. Una, lo que está a la vista y al alcance de todos. Dos, los bienes comunes que están en poder del Estado. Tres, lo que está regulado por normas que todos los miembros de una sociedad han acordado respetar. Bien ¿Qué es el fútbol entonces? No está a la vista ni al alcance de todos, porque hay que pagar para entrar al estadio. Tampoco está en poder del Estado, porque los clubes son instituciones privadas. Y no está regulado por normas que rijan a toda la sociedad. Parece simple pero no lo es.

El fútbol es una actividad privada y no tenemos que rendirle cuentas a nadie, dicen ciertos dirigentes cuando les conviene. Un argumento parecido tienen los dueños de los medios privados cuando no quieren someterse a regulación. Pero hace rato está en evidencia que lo público no se define por su visibilidad, ni por su pertenencia al Estado, ni por su sometimiento a reglas generales, sino también por la clase de intereses en juego. El fútbol tiene demasiados intereses en juego como para ser un territorio inviolable de los empresarios privados.

Por ejemplo, está su inmensa capacidad para generar audiencias. Lo único que sostiene al fútbol son sus audiencias cautivas, los millones de espectadores que invertimos nuestros recursos en este deporte, ya sea mediante el valor de una entrada o el de las horas frente al televisor. La inversión de las audiencias, ya sea en el espectáculo deportivo o en cualquiera de sus productos derivados, desde camisetas hasta paquetes turísticos, permite a las empresas invertir capitales para que los clubes tengan sofisticados estadios y los jugadores ganen sueldos millonarios. Pero también para que los dirigentes ganen tarima política, y cualquier tipo metido a la política debe preocuparnos a todos.

A mediados del año pasado, la mayoría de clubes de Argentina estaban en una crisis económica que ponía en peligro incluso el inicio del campeonato. Los clubes no tenían plata para pagar a los jugadores y debían mucho a sus auspiciantes. La empresa Torneos y Competencias, dueña de los derechos de transmisión y propiedad del grupo Clarín, estaba a punto de estrangular a la Asociación de Fútbol Argentino (AFA) por incumplimiento de contratos.

¿Negocio privado? El gobierno de Cristina Fernández decidió que no, que el fútbol era una actividad indispensable en la salud mental de los argentinos y que el Estado debía garantizar a la gente su derecho a la información que, en este caso, equivalía a mirar los partidos por televisión. Compró los derechos de transmisión por señal abierta y, de paso, ajustó cuentas pendientes con Clarín, que juega en la oposición. El gobierno argentino salvó con dineros públicos a unas empresas privadas llamadas clubes, así como otros gobiernos salvan a unas empresas privadas llamadas bancos, con la diferencia de que en este caso nadie protestó. La presidente creó y movilizó las audiencias a su favor. No vengan a decir que es asunto privado.

Entonces el fútbol se convierte, de hecho, en una actividad pública. No importan aquí su visibilidad, ni su acceso, ni sus normas, ni quién es el dueño de los estadios, sino la capacidad para crear y movilizar audiencias, la mayoría de las veces para uso oportunista de los dirigentes. Todo depende de la suma de intereses económicos y políticos que están en juego.

Por eso, el periodismo debe ir más allá de protestar cuando a algún miembro del gremio le niegan la entrada al estadio y celebrar cuando le devuelven su metro cuadrado en el palco de prensa. El problema es que hay periodistas que sólo saben de fútbol y los que sólo saben de fútbol ni de fútbol saben.
El Telégrafo 21-03-2010

domingo, 7 de marzo de 2010

Deseos proyectados como noticias

Por Gustavo Abad
Si hacemos una revisión de algunos hechos y sus respectivas versiones periodísticas durante las últimas dos semanas, resulta inevitable preguntarse ¿cuándo el periodismo dejó de ser una versión confiable de la realidad para convertirse en una expresión de los propios deseos de ciertos medios y periodistas? Entendamos por confiable lo demostrable y lo creíble. El resto debe ser puesto bajo sospecha con sobra de razones. Veamos solo dos casos:

1. “Un proyecto de oposición”

La cobertura del proselitismo político de Carlos Vera es uno de los ejemplos que mejor reflejan esta tendencia de ciertos medios a vender como noticias sus propios actos de fe. “Vera suma adeptos a su plan” tituló El Comercio en portada, el día siguiente a la concentración convocada por el ex periodista en el parque La Carolina. La foto, convenientemente editada hasta la cabeza de los asistentes de la última fila, crea la ilusión de una multitud desbordante, cuando lo único que había más allá del cuadro era el pasto vacío. En interiores, la nota se titula “Vera lanzó su proyecto de oposición” y con eso el diario redondea una versión que se cae por inconsistente.

Primero: ¿por qué debemos creer que Vera “suma” adeptos a su plan? En ningún momento el medio ofrece una comparación de cifras, aunque sean aproximadas, que permita concluir que el ex periodista tenía antes un número de seguidores y ahora tiene más. Segundo: ¿por qué debemos creer que nuestro debutante en las tarimas tiene un “proyecto” de oposición? Si nos fijamos bien, lo único que ha exhibido es un listado de ideas sueltas, una ayuda memoria, como las que llevan los gerentes a los almuerzos de ejecutivos. Los que quieran ver ahí un proyecto de oposición, en realidad están viendo una proyección de sus propios deseos.

Un proyecto honesto de oposición sería saludable, no solo para los detractores del gobierno sino para remozar los valores democráticos del país. Pero eso no justifica que, a falta de un proyecto de esa naturaleza, ciertos medios se lo inventen.

2. “Un triunfo de la prensa libre”

El Tribunal de lo Contencioso Administrativo falló esta semana a favor de Teleamazonas y declaró la nulidad de dos sanciones impuestas a ese canal por el antiguo Consejo Nacional de Radiodifusión y Televisión (Conartel) el año anterior. Recordemos que las sanciones se dieron, en una ocasión, por transmitir imágenes de corridas de toros fuera del horario permitido y, en otra, por la difusión de una noticia sobre un supuesto centro clandestino de cómputo electoral en Guayaquil. Ambos casos sirvieron después como base para una suspensión de tres días, ordenada por la Superintendencia de Telecomunicaciones (Suptel) en diciembre pasado.

El Tribunal consideró que en ambos casos los organismos de control habían incurrido en “silencio administrativo” al no contestar a tiempo los requerimientos de los abogados del canal. En otras palabras, establece que hubo errores en el proceso, lo cual favorece a la estación televisiva en la decisión última.

De acuerdo, pero eso no justifica que un presentador de escaso criterio se crea con derecho a editorializar la noticia y proclamar que esa decisión es un “triunfo de la prensa libre”, como si las aguas se pudieran enturbiar impunemente. Otros medios han repetido la muletilla de “la libertad de expresión gana una batalla”. Una cosa son los posibles errores en el proceso de juzgamiento y otra la mala intención de vender la noticia como un respaldo legal a la mala práctica periodística.

La Comisión que tramita la Ley de Comunicación en la Asamblea debería tomar en cuenta que este caso refleja uno de los riesgos de judicializar el periodismo: trasladar a la cancha de lo legal lo que deber resolverse en el de la ética. El Tribunal se ha pronunciado sobre el derecho que le asiste a todo acusado de tener un proceso limpio, no sobre la causa por la que fue sancionado.

En todos estos meses, Teleamazonas no ha podido defender su posición con argumentos periodísticos convincentes porque no los tiene. El bodrio de información que originó la sanción es indefendible dentro de lo que se conoce como el buen oficio. Por eso su estrategia ha sido tirar la pelota al córner de la libertad de expresión y el debido proceso. Hasta ahora parece que le resulta, aunque deja más claro que nunca que lo suyo es convertir al periodismo en la expresión de sus propios deseos.
El Telégrafo, 07-03-2010

sábado, 20 de febrero de 2010

¿Así viven su libertad?

Por Gustavo Abad
Algunos medios privados ecuatorianos deberían prestarles a sus similares colombianos ese letrerito que pregona “+Respeto”, con el que los de acá venden la ficción de que la “prensa libre” se encuentra amenazada. A juzgar por lo que está ocurriendo, los del vecino país lo necesitan más ante un poder político, representado por el gobierno de Álvaro Uribe, que ejerce sobre ellos su influjo desvergonzado.

Hace una semana se difundió la noticia de que los directivos del Grupo Planeta, propietarios de la Casa Editorial El Tiempo, decidieron enterrar la revista Cambio, uno de sus productos que todavía hacía esfuerzos por mantener viva una línea periodística de investigación. El pretexto es que no era rentable. La realidad es que comenzaba a resultar incomoda para el uribismo. Ojo, que tampoco era de oposición ni mucho menos. Era de la casa, pero mal comportada. Le gustaba destapar escándalos.

En realidad no eliminaron la revista, pero el efecto es igual. Solo cambiaron su periodicidad de semanal a mensual y su orientación de investigación a entretenimiento. O sea, casi nada. Y por si a alguien le quedaran dudas del mensaje, despidieron a los editores que se aferraban a conservar una parcela de investigación en un momento en que ya queda poca gente dispuesta a pensar en este oficio con ambición.

Quizá El Comercio, a tono con su campaña anti Ley de Comunicación, debería preguntarles a los periodistas de El Tiempo y a sus compañeros de patio “¿Cómo viven su libertad?” También sería interesante preguntarles a los “defensores de la libertad de expresión” por qué no protestan ante esa abdicación de los principios periodísticos a favor de un proyecto político, ese sí conservador y fascista, como el uribismo. ¿Qué ha dicho la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) al respecto?

En octubre del año anterior, los directivos de El Tiempo barrieron el piso con la libertad de expresión de la columnista Claudia López, cuando ella criticó la manera nada profesional con la que ese medio montaba foros con la única intención de inducir las respuestas de los participantes y fabricar con ellas análisis favorables al gobierno de Uribe y a sus posibles sucesores en el poder. Una reflexión profunda sobre la ética periodística y la independencia respecto del poder político fue liquidada con el despido de la periodista.

Los dos casos tienen un rasgo en común: exhibir mano dura de manera desfachatada, sin atenuantes ni disimulo, porque aplicar la fuerza a la vista de todos no solo sirve para develar la infamia de quien la ejerce, sino también para eliminar cualquier duda respecto de quién es el que manda. Cuando el poder político está aliado con el poder mediático, la segunda conducta tiene vía libre y nadie protesta por ello.

En un artículo reciente sobre comunicación y política, el pensador argentino Roberto Follari plantea que cuando los poderes político y mediático están divididos es falsa la idea de que el político lo tiene todo. Pero resulta que cuando los dos están de acuerdo, crean la ilusión de que no existe concentración ni abusos. Ese es el caso de Colombia, donde el periodismo ya no le cuestiona a Uribe su autoritarismo y todo parece estar bien.

En el Ecuador, el rechazo más frontal a la injerencia del poder político en el periodismo en los últimos años se produce, curiosamente, en los medios públicos. En cambio, la oposición rabiosa la ejercen los medios privados, autodenominados “prensa libre”, aunque estén vinculados a intereses particulares. No es gratuito que la oposición trate de articularse en torno a la figura y el ego de un ex periodista de medios privados, como Carlos Vera. En Colombia ocurre lo contrario. Medios privados y estatales –esos sí oficialistas– tiran para un solo lado y nadie hace escándalo por ello.

En pocas palabras, cuando los medios privados hacen oposición a gobiernos con propuesta social, los presidentes son abusivos y autoritarios, pero cuando esos medios están subordinados a gobiernos conservadores y neoliberales, ya podemos quedarnos tranquilos, porque seguramente todo está bien.
El Telégrafo 21-02-2010