Por Gustavo Abad
Las enmiendas a la Constitución
aprobadas por la Asamblea Nacional el pasado 3 de diciembre –justo cuando Quito
comenzaba su baño anual de licor y de hispanismo bobo– pueden ser leídas de dos
maneras principales: una, como la artimaña política que le faltaba al correísmo
para acumular más poder y afianzar su dominio; y dos, como la prueba de su
decadencia, la confirmación de su fracaso. A la luz de lo sucedido, prefiero la
segunda, porque muestra la enorme paradoja que hay en todo esto.
El solo hecho de haber convertido
al recinto legislativo en una fortaleza inexpugnable, cercada de vallas
metálicas, custodiada por miles de policías con escudos, toletes y bombas
lacrimógenas, dispuestos a reventarle la madre a cualquier manifestante, disipa
cualquier duda sobre la conciencia vergonzante que arrastran los legisladores
oficialistas en todos sus actos. Y eso ya es un fracaso político.
El mismo régimen que ha demostrado
que le vale un tamarindo la Constitución cuando interfiere en su proyecto de
modernización capitalista y autoritarismo estatal ahora quiere legitimar sus
actos con una Constitución modificada para agregar más ficción a la que ya sobra
en las leyes ecuatorianas. La paradoja afloró ese mismo día cuando la presidenta
de la Asamblea, Gabriela Rivadeneira, dijo que las enmiendas servirán para
“ampliar los derechos” mientras la policía detenía a decenas de personas –al
siguiente día un juez condenó a 21 detenidos a 15 días de prisión– y dejaba un
centenar de apaleados en las calles. Ellos seguramente recordarán el cariño con
que el gobierno amplió sus derechos.
Está claro que la única ética que
ha practicado el correísmo hasta ahora es la que le permite tener la razón a
toda costa. Quiero decir: ¿acaso ha tomado en cuenta lo que manda la
Constitución respecto de los derechos humanos, el medio ambiente, la
administración de justicia, la seguridad social, la fiscalización, la
comunicación…? Para que se entienda: ¿no son pruebas de total irrespeto a la
Constitución los estudiantes encarcelados por expresarse en las calles, los
comuneros perseguidos por oponerse a la minería, los jueces presionados a
fallar a favor del régimen, la negación de las obligaciones estatales con los afiliados
y jubilados de la seguridad social, el mutismo de los asambleístas frente a las
denuncias de corrupción, los enjuiciamientos a medios y periodistas…? Entonces:
¿de dónde sacaron que había que enmendar la Constitución para que este país
ganara en democracia y en libertades?
La Constitución –antes y después
de las enmiendas– consagra, por ejemplo: el derecho a la resistencia, y la
policía aplasta con sus carros antimotines cualquier manifestación de
inconformidad en las calles; los derechos de la naturaleza, y estos se violan
cada día en cada campamento chino que se levanta para profundizar la minería
contaminante; el derecho a un juicio justo, y la culpabilidad o inocencia de
las personas se dictan en las sabatinas; el derecho a una jubilación digna, y se
desangran mediante artificios legales los fondos de pensiones y de cesantías de
miles de trabajadores; el derecho a la fiscalización, y los legisladores ven
pasar por sus narices un carnaval de negocios fraudulentos sin inmutarse; el
derecho a informar y ser informados, y miles de solicitudes de información van
a parar al tacho de basura de funcionarios mediocres mientras que los
organismos oficiales de comunicación se dedican a enjuiciar a cada bloguero que
los desnuda en su incompetencia.
Digo, si con el desmesurado
aparato legal que maneja a su antojo, el correísmo no ha podido ni ha querido
construir durante estos ocho años un medianamente creíble Estado de Derecho,
¿para qué usará las enmiendas justo ahora que prepara su retirada? ¿piensa que le
ayudarán a recuperar la legitimidad que ha dilapidado por tanto tiempo? Todo
esto me recuerda más el gesto del camorrista de karaoke que no se va del baile sin
antes lanzar el último puñetazo para cubrir alevosamente su retirada.
Un momento, no por desesperado el
gesto es menos dañino. Ya lo han dicho varios analistas: la enmienda número 2,
que garantiza la reelección indefinida de las autoridades de elección popular,
hábilmente calculada para entrar en vigencia en mayo de 2017, deja al líder
máximo del correísmo fuera de las elecciones de ese año, pero facilita su
retorno en 2021 como el salvador de la patria, aparentemente indemne de su
responsabilidad en la crisis que le acaba de endosar al próximo gobierno. Al
fin de cuentas, ese era el fin último de las enmiendas. El resto solo era parte
del combo.
Todo lo que el régimen ha querido
lo ha hecho sin necesidad de enmiendas. Recapitulemos: que las Fuerzas Armadas salgan
a reprimir a los ciudadanos bajo el eufemismo de apoyar la “seguridad integral
del Estado” (enmienda 4); que las iniciativas de consulta popular provenientes
de la sociedad civil sean ignoradas cínicamente cuando la autoridad decida que
alguien “abusa de esta acción” (enmienda 1); que la Contraloría pierda cada vez
más su capacidad de fiscalización y no pueda evaluar las “gestiones” de los
funcionarios (enmienda 5); que las políticas de comunicación emulen a las del
franquismo al definir como “servicio público” a lo que es un derecho humano (enmienda
10)... Todo lo que las enmiendas ahora permiten, el régimen ya lo hacía por
manipulación propia. La única diferencia es que ahora lo hará con una barnizada
legal. La simulación es otro síntoma del fracaso.
A todo esto, la enmienda número
10, que define a la comunicación como un servicio público en contra de toda una
trayectoria de pensamiento social y humanista que la define y la practica como
un derecho humano es otra señal de fracaso. En este tema, el régimen actúa con
la misma claridad que un gigante enceguecido.
Lo que intenta el correísmo es
cerrar el círculo del control administrativo de la palabra que hace rato viene
ejerciendo mediante la Ley de Comunicación. La idea es que cada acto del habla que
le resulte incómodo al poder pueda ser sancionado con un acto administrativo.
Lo que no han pensado ni los funcionarios ni los intelectuales orgánicos que
apoyan esta monstruosidad es cómo van a lograr ese control. ¿Cómo pretenden
embotellar el viento?
En materia de comunicación, al
régimen le pasa lo mismo que al emperador que narra Borges en su cuento “Del
rigor en la ciencia”. Éste quería un mapa del imperio tan pero tan detallado,
que los cartógrafos terminaron haciendo un mapa del mismo tamaño que el
territorio. Después, convencidos de la inutilidad de su proyecto, lo
abandonaron a los rigores de las lluvias y el viento.
Del mismo modo, la obsesión del
correísmo de controlar el relato en todas sus manifestaciones, de criminalizar
la opinión contraria, de no dejar una palabra sin contestar ni una noticia sin
desmentir, de acumular medios públicos, incautados y estatales en torno a su
aparato de propaganda, tiene el mismo destino de todas las obsesiones inútiles,
los rigores del tiempo y del olvido.
Recordemos que todo el emporio
mediático que el mafioso italiano Silvio Berlusconi tenía a su servicio cuando
manejaba el poder político no pudo evitar que fueran descubiertos sus delitos y
condenado por ello. Toda la prensa amarillista que el dictador peruano Alberto
Fujimori controlaba no impidió que se descubriera su responsabilidad en las
matanzas ordenadas por su gobierno.
Cuando el diario público El Telégrafo compra –en plena época de
austeridad fiscal– las acciones de El
Tiempo para lo que parece ser una expansión del periodismo oficialista en
el sur del país, se olvida que el que más comunica no es el que más medios
acumula, sino el que tiene algo que decir. Y el correísmo hace tiempo que
perdió esa capacidad.
Que el derecho a la comunicación
se transforme en un servicio público es otra muestra de fracaso y decadencia de
un régimen que –de nuevo la paradoja– lo
que más ha hecho es destruir la filosofía de lo público.