Por Gustavo Abad
“Entonces, me le acerqué. Le oí decir exactamente lo que yo esperaba que dijera. Tantos rostros le vi que me decepcioné. De repente, dejó de ser un mito. Finalmente me dije: él es nadie. Apenas es Perón”
TEM (La novela de Perón)
“En aquella época de los grandes records, la gente estaba llena de deseos, y Evita se hacía cargo de que todos se cumplieran. Evita era una enorme red que salía a cazar deseos como si la realidad fuera un campo de mariposas”
TEM (Santa Evita)
Separadas por diez años en su publicación, “La novela de Perón” (1985) y “Santa Evita” (1995), dos novelas del argentino Tomás Eloy Martínez (1934-2010) representan el camino de ida y vuelta al mito, la construcción y reconstrucción de la memoria, la certeza y la duda respecto a las versiones de la realidad, algo así como el equilibrio entre lo que fue y lo que pudo haber sido.
Hago estas aproximaciones iniciales a las dos obras, para ablandar un poco el camino hacia el objetivo de este ensayo, que es establecer algunas semejanzas y diferencias en el tratamiento del mito y de la verdad histórica en las dos novelas, así como la actitud del autor respecto a las dos principales figuras de su narración: Perón y Evita.
Si admitimos que la historia, al fin de cuentas, es una negociación, un uso estratégico de la memoria para producir un efecto determinado en un lugar y un tiempo determinados, podemos decir que la narración de ficción viene a ser algo parecido, solo que ésta incluye además un pacto de credibilidad inicial entre el narrador y el lector.
Tomás Eloy Martínez recurre en las dos novelas a ese pacto, y lo explota al máximo, incluso lo desafía, al ofrecerle al lector señuelos que lo invitan a la comprobación de lo que dice. Tanto en “La Novela de Perón” como en “Santa Evita”, abundan las alusiones a fuentes periodísticas, archivos oficiales, cintas grabadas, cartas secretas, diarios íntimos, memorias, fotografías, etc., pero el autor se encarga siempre de hacer constar su intervención en esas huellas de la historia. Es como si le dijera al lector. ¡Ven, comprueba lo que te digo, y verás que no miento...!, pero al mismo tiempo le advierte ¡Pero todo lo que está aquí escrito no es más que una novela...! Entonces lo más saludable es creerle todo, y cerrar definitivamente el pacto.
Veamos sino lo que dice en “La novela de Perón” cuando habla mediante su alter ego, el periodista Emiliano Zamora: “La verdad es inalcanzable: está en todas las mentiras, como Dios”. Y lo confirma en “Santa Evita”: “En las novelas, lo que es verdad, es también mentira. Los autores construyen a la noche los mismos mitos que han destruido por la mañana”. En los dos casos habla el autor, aunque en el primero ejerce de ventrílocuo de uno de sus personajes. Y aunque en el fondo los dos enunciados buscan un mismo fin, que es construir un discurso hermenéutico respecto de la verdad tanto en la historia como en la ficción, no por ello debemos creer que la actitud del autor es exactamente la misma en ambas obras. Hay semejanzas, pero también diferencias.
La primera novela es más intertextual que la segunda, dialoga más con la historia, y quizá por ello, el autor se vale de un personaje como su alter ego, para canalizar esa suma de relatos con los que se enfrenta al mito Perón, al que le concede un lugar para sus memorias. Y baja al mito de su pedestal, lo coloca frente a frente y lo interpela. Hay una actitud sumamente desmitificadora, irreverente, del autor frente a Perón, en tanto lo narra con todas sus miserias humanas.
La segunda novela, sin dejar de ser una obra intertextual, ofrece una estructura más sencilla, no hay memorias ni contramemorias, como en la primera, sino un hábil ensamblaje de testimonios, en el que la intervención del autor es más transparente y, más que con la historia, plantea un diálogo con la eternidad. Se puede explicar aquello por el hecho de que el autor-escritor-periodista-personaje-narrador, que es Tomás Eloy Martínez en “La novela de Perón”, tuvo la oportunidad de confrontar al personaje real Juan Domingo Perón, mientras que en “Santa Evita”, el autor-narrador solo pudo llegar a Eva Duarte a través del mito.
En estos fragmentos de ambas novelas se puede apreciar la diferencia. En la primera, el autor relata su encuentro con el personaje y lo que éste le dijo sobre otro mito argentino en el diálogo que sostuvieron en su casa de exilio en Madrid: “El Che, dijo, era un infractor a la ley de enrolamiento, un desertor. Si caía en manos de la Policía, iba a ser incorporado cuatro años a la marina o dos al ejército. Cuando lo estuvieron por agarrar, los muchachos de la resistencia peronista le pasaron el santo. Entonces compró una motocicleta y se fue a Chile. Yo le dije: Qué raro, General. Esa versión no coincide para nada con la historia. ¿Con cuál historia?, me cortó. La que cuenta el Che. ¿Cómo que no coincide?, dijo. Tiene que coincidir”
En la segunda, el encuentro con el personaje está cargado de incienso, de olor a flores, de cirios encendidos; no es un diálogo sino un monólogo interior ante la inconmensurable distancia de la muerte: “Aunque nadie podía ver el cadáver, la gente lo imaginaba yaciendo allí, en el sigilo de una capilla, y acudía los domingos a rezar el rosario y a llevarle flores. Poco a poco, Evita fue convirtiéndose en un relato que, antes de terminar, encendía otro. Dejó de ser lo que dijo y lo que hizo para ser lo que dicen que dijo y lo que dicen que hizo”.
Tomás Eloy Martínez, que se revela como un antiperonista irrefutable, dinamita los altares del ídolo Perón, pero enciende los sahumerios para la liturgia de la Santa Evita. A Perón lo encara y lo desenmascara desde varios frentes, ya sea como narrador omnisciente, como personaje o mediante su alter ego Zamora; a Evita, en cambio, deja que la maldigan sus enemigos, unos militares al borde de la locura, seducidos por la necrofilia, que no saben cuál de sus sentimientos es mayor, el amor o el odio hacia ese “sol líquido” (qué manera más poética de nombrar a una momia) que es el cadáver embalsamado de la jefa espiritual de la nación.
Las dos novelas comienzan con un relato de muerte. En “La novela de Perón”, el ex presidente regresa, temeroso y senil, después de dieciocho años de exilio, acosado por los delirios, sentado en el avión como en una resbaladera hacia la nada: “El horóscopo le vaticinaba una adversidad desconocida. ¿De cuál podría tratarse, si ya la única que le faltaba vivir era la deseada adversidad de la muerte? En “Santa Evita”, la primera descripción de su agonía dice: “Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir (...) Lo peor de la muerte no era que sucediera. Lo peor de la muerte era la blancura, el vacío, la soledad del otro lado: el cuerpo huyendo como un caballo al galope”.
Mientras a Perón, el autor le otorga un sentido resignado, entre ordinario y grosero, de la muerte, a Evita la recubre de un sentido místico, de un deseo de trascendencia superior. Perón es un mito viviente que muere. Evita es una muerta que vuelve a la vida como mito. La mosca de ojos cuadriculados que vigila la vida de Perón dista mucho de la mariposa que aletea en la eternidad de Evita.
Esta serie de semejanzas y diferencias en las dos novelas, a la larga, plantean una diferencia mayor, que se da en el nivel simbólico. A riesgo de ser reduccionista, diría que el mito es lo que mayormente une a las dos novelas. Pero mientras en “La novela de Perón”, el gran enigma gira en torno a la verdad histórica y a su contingencia, en “Santa Evita” gira en torno a la vida después de la muerte, a la eternidad. Esa es una de sus principales diferencias.
La evocación a esos dos grandes relatos es constante en las dos obras. Perón escribe sus memorias eliminando lo que no le conviene y exaltando lo que le conviene, a fin de gobernar a la historia. Y el autor lo coloca en la obra como un correlato de su narración. Evita suplica que no la olviden sus descamisados. Y el autor le otorga una manifestación de velas encendidas en todos los sitios por donde se posa el ataúd con su cuerpo embalsamado y nómada.
Los que se acercan al mito Perón se convierten en una especie de prestidigitadores de la historia, de cuyos desvaríos trata de ponerse a salvo incluso el propio autor-narrador: “Ahora que relee las páginas de los primeros días, Perón percibe con cuánto esmero el secretario ha reparado los deslices. Ha interpretado la historia verdadera: la que debió suceder, la que sin duda prevalecerá...” Los que se acercan al mito Evita, como el coronel que la cuida, el embalsamador que la idolatra, los oficiales que la esconden, sufren una maldición, pierden el juicio, y ese extravío amenaza también al autor-narrador: “La viuda se puso en pie y yo sentí que era hora de irme. Su tono había dejado de ser amistoso.-Que Dios lo ampare, entonces. Si va a contar esa historia, debería tener cuidado. Apenas empiece a contarla, usted tampoco tendrá salvación”.
Perón manipula la historia, y en ese juego de mentiras retuerce también la de su familia, de sus amigos y de la nación entera. Uno de sus compañeros de colegio lo increpa: “Me revienta, Juan, que sigas insistiendo en presentarte como ex alumno del Internacional de Olivos y no del Politécnico de Cangallo, y que el error se multiplique ahora en todas tus biografías. Con lo cual te diste no sólo el lujo de componer tu vida sino también trastornar las ajenas”. Evita, desde la eternidad, juega con la vida de los que se cruzan con sus despojos translúcidos, y también retuerce la memoria de sus devotos: “El Coronel llevaba meses atormentándose por haber dejado marchar a Evita. Nada tenía sentido sin ella (...) Lo mantenían lejos de su cuerpo como si se tratara de una novia virgen. Era una estupidez, pensaba, tomar tantas precaucione con una mujer casada, ya mayor, que desde hacía más de tres años estaba muerta”
Perón y Evita hicieron lo que quisieron con la historia. Al final, y esto emparenta más que nada a los dos personajes, ambos fueron consumados actores.
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