Por Gustavo Abad
Algunos medios privados ecuatorianos deberían prestarles a sus similares colombianos ese letrerito que pregona “+Respeto”, con el que los de acá venden la ficción de que la “prensa libre” se encuentra amenazada. A juzgar por lo que está ocurriendo, los del vecino país lo necesitan más ante un poder político, representado por el gobierno de Álvaro Uribe, que ejerce sobre ellos su influjo desvergonzado.
Hace una semana se difundió la noticia de que los directivos del Grupo Planeta, propietarios de la Casa Editorial El Tiempo, decidieron enterrar la revista Cambio, uno de sus productos que todavía hacía esfuerzos por mantener viva una línea periodística de investigación. El pretexto es que no era rentable. La realidad es que comenzaba a resultar incomoda para el uribismo. Ojo, que tampoco era de oposición ni mucho menos. Era de la casa, pero mal comportada. Le gustaba destapar escándalos.
En realidad no eliminaron la revista, pero el efecto es igual. Solo cambiaron su periodicidad de semanal a mensual y su orientación de investigación a entretenimiento. O sea, casi nada. Y por si a alguien le quedaran dudas del mensaje, despidieron a los editores que se aferraban a conservar una parcela de investigación en un momento en que ya queda poca gente dispuesta a pensar en este oficio con ambición.
Quizá El Comercio, a tono con su campaña anti Ley de Comunicación, debería preguntarles a los periodistas de El Tiempo y a sus compañeros de patio “¿Cómo viven su libertad?” También sería interesante preguntarles a los “defensores de la libertad de expresión” por qué no protestan ante esa abdicación de los principios periodísticos a favor de un proyecto político, ese sí conservador y fascista, como el uribismo. ¿Qué ha dicho la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) al respecto?
En octubre del año anterior, los directivos de El Tiempo barrieron el piso con la libertad de expresión de la columnista Claudia López, cuando ella criticó la manera nada profesional con la que ese medio montaba foros con la única intención de inducir las respuestas de los participantes y fabricar con ellas análisis favorables al gobierno de Uribe y a sus posibles sucesores en el poder. Una reflexión profunda sobre la ética periodística y la independencia respecto del poder político fue liquidada con el despido de la periodista.
Los dos casos tienen un rasgo en común: exhibir mano dura de manera desfachatada, sin atenuantes ni disimulo, porque aplicar la fuerza a la vista de todos no solo sirve para develar la infamia de quien la ejerce, sino también para eliminar cualquier duda respecto de quién es el que manda. Cuando el poder político está aliado con el poder mediático, la segunda conducta tiene vía libre y nadie protesta por ello.
En un artículo reciente sobre comunicación y política, el pensador argentino Roberto Follari plantea que cuando los poderes político y mediático están divididos es falsa la idea de que el político lo tiene todo. Pero resulta que cuando los dos están de acuerdo, crean la ilusión de que no existe concentración ni abusos. Ese es el caso de Colombia, donde el periodismo ya no le cuestiona a Uribe su autoritarismo y todo parece estar bien.
En el Ecuador, el rechazo más frontal a la injerencia del poder político en el periodismo en los últimos años se produce, curiosamente, en los medios públicos. En cambio, la oposición rabiosa la ejercen los medios privados, autodenominados “prensa libre”, aunque estén vinculados a intereses particulares. No es gratuito que la oposición trate de articularse en torno a la figura y el ego de un ex periodista de medios privados, como Carlos Vera. En Colombia ocurre lo contrario. Medios privados y estatales –esos sí oficialistas– tiran para un solo lado y nadie hace escándalo por ello.
En pocas palabras, cuando los medios privados hacen oposición a gobiernos con propuesta social, los presidentes son abusivos y autoritarios, pero cuando esos medios están subordinados a gobiernos conservadores y neoliberales, ya podemos quedarnos tranquilos, porque seguramente todo está bien.
El Telégrafo 21-02-2010
sábado, 20 de febrero de 2010
sábado, 6 de febrero de 2010
Cuando la censura revela
Por Gustavo Abad
La censura –en este caso parcial, porque después se la enmendó– ocurrida esta semana contra El Telégrafo, cuando un funcionario impidió que se publicara una nota importante relacionada con el destino de este medio, no habría trascendido y no estaríamos debatiendo al respecto, si este no fuera un diario público o, por lo menos, en proceso de serlo. La reacción ante tamaño abuso impidió que se consumara del todo. Dejémosla entonces en el rango de intromisión.
Otra cosa es la censura a secas en los medios privados, que ocurre todos los días, pero nadie se entera de ello, excepto los que la ejercen y el círculo de amigos cercanos de los periodistas despedidos o amenazados de quedarse sin empleo por desobedientes. ¿Acaso algún medio privado ha explicado a sus lectores, oyentes o televidentes las razones por las que muchos periodistas han tenido que callarse? ¿Alguna vez los reporteros y columnistas de un medio privado han hecho pública su posición respecto de las decisiones de su empresa?
El valor de lo público ligado a la información y al periodismo radica precisamente en que permite que se hagan transparentes las peripecias del proceso informativo, la cocina de las noticias, y que las audiencias se enteren del juego de fuerzas interno mediante el cual se construye el relato periodístico.
Hay quienes ven en lo ocurrido en El Telégrafo un síntoma de debilidad del periodismo público. Yo sostengo que es todo lo contrario, una oportunidad para que se fortalezca el concepto de lo público, para que se incremente el debate sobre los asuntos de interés de todos. Mientras más se hable sobre el tema, mejor.
La vulnerabilidad del medio como tal, reflejada en la imposibilidad de evitar una intromisión de esa naturaleza, es otra cosa, que seguramente será explicada por quienes están a cargo de las investigaciones. El tema no puede quedarse en una denuncia, sino llegar al esclarecimiento de quién violentó la información y por orden de quién. El nuevo directorio tiene tarea.
Un directivo de un medio quiteño se preguntaba hace pocos días por qué el director y los articulistas de El Telégrafo proponemos ahora un debate sobre los medios públicos y rechazamos la injerencia del poder político. Yo me pregunto por qué ni él ni sus antecesores han propuesto en más de cien años un debate público sobre las injerencias de los poderes político, económico, incluso religioso, en su diario. ¿Acaso uno de sus mejores analistas no fue despedido hace dos años cuando criticó la doble moral de unos empresarios ligados a la industria textil? No se hagan los desentendidos.
Pero no caigamos en el binarismo de poner en un plato de la balanza los defectos y virtudes de los medios públicos y en otro los de los privados. El tema no se resuelve por oposición entre unos y otros ni por la suma de errores en ambas partes. El tema aquí es uno solo: la defensa de lo público en su relación con la información y el periodismo. Eso es independiente de si el mayor accionista de un medio es el Estado o el heredero de cuarta generación de una familia de empresarios. La función del periodismo es producir un bien público llamado información.
Por eso, que lo ocurrido no nos haga perder de vista que, en las cercanías de todo esto, persiste el afán de crear un nuevo medio “de corte popular” bajo la infraestructura de El Telégrafo. Los argumentos oficiales de que este diario genera pérdidas resultan muy débiles para sostener decisiones en cuanto a políticas de comunicación, puesto que un medio público en proceso de arranque inevitablemente deber ser subsidiado.
Otro argumento débil es que El Telégrafo no llega a “sectores populares”. Esta semana, el secretario general de Comunicación, Fernando Alvarado, sostuvo que el proyecto del nuevo diario sigue en pie. No dijo, sin embargo, qué debemos entender por popular, aunque sí puso como ejemplos los duetos Expreso-Extra y El Universo-Súper, es decir, un diario formal con fama de serio junto con su pariente chapucero. Tanta imaginación sorprende.
Desde el oficialismo se pretende aplicar la misma lógica del mercado, el mismo razonamiento de los empresarios de la industria mediática, para quienes la defensa de lo público en cuanto a información no es un ideal social sino una molestia para su negocio.
El Telégrafo 07-02-2010
La censura –en este caso parcial, porque después se la enmendó– ocurrida esta semana contra El Telégrafo, cuando un funcionario impidió que se publicara una nota importante relacionada con el destino de este medio, no habría trascendido y no estaríamos debatiendo al respecto, si este no fuera un diario público o, por lo menos, en proceso de serlo. La reacción ante tamaño abuso impidió que se consumara del todo. Dejémosla entonces en el rango de intromisión.
Otra cosa es la censura a secas en los medios privados, que ocurre todos los días, pero nadie se entera de ello, excepto los que la ejercen y el círculo de amigos cercanos de los periodistas despedidos o amenazados de quedarse sin empleo por desobedientes. ¿Acaso algún medio privado ha explicado a sus lectores, oyentes o televidentes las razones por las que muchos periodistas han tenido que callarse? ¿Alguna vez los reporteros y columnistas de un medio privado han hecho pública su posición respecto de las decisiones de su empresa?
El valor de lo público ligado a la información y al periodismo radica precisamente en que permite que se hagan transparentes las peripecias del proceso informativo, la cocina de las noticias, y que las audiencias se enteren del juego de fuerzas interno mediante el cual se construye el relato periodístico.
Hay quienes ven en lo ocurrido en El Telégrafo un síntoma de debilidad del periodismo público. Yo sostengo que es todo lo contrario, una oportunidad para que se fortalezca el concepto de lo público, para que se incremente el debate sobre los asuntos de interés de todos. Mientras más se hable sobre el tema, mejor.
La vulnerabilidad del medio como tal, reflejada en la imposibilidad de evitar una intromisión de esa naturaleza, es otra cosa, que seguramente será explicada por quienes están a cargo de las investigaciones. El tema no puede quedarse en una denuncia, sino llegar al esclarecimiento de quién violentó la información y por orden de quién. El nuevo directorio tiene tarea.
Un directivo de un medio quiteño se preguntaba hace pocos días por qué el director y los articulistas de El Telégrafo proponemos ahora un debate sobre los medios públicos y rechazamos la injerencia del poder político. Yo me pregunto por qué ni él ni sus antecesores han propuesto en más de cien años un debate público sobre las injerencias de los poderes político, económico, incluso religioso, en su diario. ¿Acaso uno de sus mejores analistas no fue despedido hace dos años cuando criticó la doble moral de unos empresarios ligados a la industria textil? No se hagan los desentendidos.
Pero no caigamos en el binarismo de poner en un plato de la balanza los defectos y virtudes de los medios públicos y en otro los de los privados. El tema no se resuelve por oposición entre unos y otros ni por la suma de errores en ambas partes. El tema aquí es uno solo: la defensa de lo público en su relación con la información y el periodismo. Eso es independiente de si el mayor accionista de un medio es el Estado o el heredero de cuarta generación de una familia de empresarios. La función del periodismo es producir un bien público llamado información.
Por eso, que lo ocurrido no nos haga perder de vista que, en las cercanías de todo esto, persiste el afán de crear un nuevo medio “de corte popular” bajo la infraestructura de El Telégrafo. Los argumentos oficiales de que este diario genera pérdidas resultan muy débiles para sostener decisiones en cuanto a políticas de comunicación, puesto que un medio público en proceso de arranque inevitablemente deber ser subsidiado.
Otro argumento débil es que El Telégrafo no llega a “sectores populares”. Esta semana, el secretario general de Comunicación, Fernando Alvarado, sostuvo que el proyecto del nuevo diario sigue en pie. No dijo, sin embargo, qué debemos entender por popular, aunque sí puso como ejemplos los duetos Expreso-Extra y El Universo-Súper, es decir, un diario formal con fama de serio junto con su pariente chapucero. Tanta imaginación sorprende.
Desde el oficialismo se pretende aplicar la misma lógica del mercado, el mismo razonamiento de los empresarios de la industria mediática, para quienes la defensa de lo público en cuanto a información no es un ideal social sino una molestia para su negocio.
El Telégrafo 07-02-2010
El mito y la historia en dos novelas de Tomás Eloy Martínez
Por Gustavo Abad
“Entonces, me le acerqué. Le oí decir exactamente lo que yo esperaba que dijera. Tantos rostros le vi que me decepcioné. De repente, dejó de ser un mito. Finalmente me dije: él es nadie. Apenas es Perón”
TEM (La novela de Perón)
“En aquella época de los grandes records, la gente estaba llena de deseos, y Evita se hacía cargo de que todos se cumplieran. Evita era una enorme red que salía a cazar deseos como si la realidad fuera un campo de mariposas”
TEM (Santa Evita)
Separadas por diez años en su publicación, “La novela de Perón” (1985) y “Santa Evita” (1995), dos novelas del argentino Tomás Eloy Martínez (1934-2010) representan el camino de ida y vuelta al mito, la construcción y reconstrucción de la memoria, la certeza y la duda respecto a las versiones de la realidad, algo así como el equilibrio entre lo que fue y lo que pudo haber sido.
Hago estas aproximaciones iniciales a las dos obras, para ablandar un poco el camino hacia el objetivo de este ensayo, que es establecer algunas semejanzas y diferencias en el tratamiento del mito y de la verdad histórica en las dos novelas, así como la actitud del autor respecto a las dos principales figuras de su narración: Perón y Evita.
Si admitimos que la historia, al fin de cuentas, es una negociación, un uso estratégico de la memoria para producir un efecto determinado en un lugar y un tiempo determinados, podemos decir que la narración de ficción viene a ser algo parecido, solo que ésta incluye además un pacto de credibilidad inicial entre el narrador y el lector.
Tomás Eloy Martínez recurre en las dos novelas a ese pacto, y lo explota al máximo, incluso lo desafía, al ofrecerle al lector señuelos que lo invitan a la comprobación de lo que dice. Tanto en “La Novela de Perón” como en “Santa Evita”, abundan las alusiones a fuentes periodísticas, archivos oficiales, cintas grabadas, cartas secretas, diarios íntimos, memorias, fotografías, etc., pero el autor se encarga siempre de hacer constar su intervención en esas huellas de la historia. Es como si le dijera al lector. ¡Ven, comprueba lo que te digo, y verás que no miento...!, pero al mismo tiempo le advierte ¡Pero todo lo que está aquí escrito no es más que una novela...! Entonces lo más saludable es creerle todo, y cerrar definitivamente el pacto.
Veamos sino lo que dice en “La novela de Perón” cuando habla mediante su alter ego, el periodista Emiliano Zamora: “La verdad es inalcanzable: está en todas las mentiras, como Dios”. Y lo confirma en “Santa Evita”: “En las novelas, lo que es verdad, es también mentira. Los autores construyen a la noche los mismos mitos que han destruido por la mañana”. En los dos casos habla el autor, aunque en el primero ejerce de ventrílocuo de uno de sus personajes. Y aunque en el fondo los dos enunciados buscan un mismo fin, que es construir un discurso hermenéutico respecto de la verdad tanto en la historia como en la ficción, no por ello debemos creer que la actitud del autor es exactamente la misma en ambas obras. Hay semejanzas, pero también diferencias.
La primera novela es más intertextual que la segunda, dialoga más con la historia, y quizá por ello, el autor se vale de un personaje como su alter ego, para canalizar esa suma de relatos con los que se enfrenta al mito Perón, al que le concede un lugar para sus memorias. Y baja al mito de su pedestal, lo coloca frente a frente y lo interpela. Hay una actitud sumamente desmitificadora, irreverente, del autor frente a Perón, en tanto lo narra con todas sus miserias humanas.
La segunda novela, sin dejar de ser una obra intertextual, ofrece una estructura más sencilla, no hay memorias ni contramemorias, como en la primera, sino un hábil ensamblaje de testimonios, en el que la intervención del autor es más transparente y, más que con la historia, plantea un diálogo con la eternidad. Se puede explicar aquello por el hecho de que el autor-escritor-periodista-personaje-narrador, que es Tomás Eloy Martínez en “La novela de Perón”, tuvo la oportunidad de confrontar al personaje real Juan Domingo Perón, mientras que en “Santa Evita”, el autor-narrador solo pudo llegar a Eva Duarte a través del mito.
En estos fragmentos de ambas novelas se puede apreciar la diferencia. En la primera, el autor relata su encuentro con el personaje y lo que éste le dijo sobre otro mito argentino en el diálogo que sostuvieron en su casa de exilio en Madrid: “El Che, dijo, era un infractor a la ley de enrolamiento, un desertor. Si caía en manos de la Policía, iba a ser incorporado cuatro años a la marina o dos al ejército. Cuando lo estuvieron por agarrar, los muchachos de la resistencia peronista le pasaron el santo. Entonces compró una motocicleta y se fue a Chile. Yo le dije: Qué raro, General. Esa versión no coincide para nada con la historia. ¿Con cuál historia?, me cortó. La que cuenta el Che. ¿Cómo que no coincide?, dijo. Tiene que coincidir”
En la segunda, el encuentro con el personaje está cargado de incienso, de olor a flores, de cirios encendidos; no es un diálogo sino un monólogo interior ante la inconmensurable distancia de la muerte: “Aunque nadie podía ver el cadáver, la gente lo imaginaba yaciendo allí, en el sigilo de una capilla, y acudía los domingos a rezar el rosario y a llevarle flores. Poco a poco, Evita fue convirtiéndose en un relato que, antes de terminar, encendía otro. Dejó de ser lo que dijo y lo que hizo para ser lo que dicen que dijo y lo que dicen que hizo”.
Tomás Eloy Martínez, que se revela como un antiperonista irrefutable, dinamita los altares del ídolo Perón, pero enciende los sahumerios para la liturgia de la Santa Evita. A Perón lo encara y lo desenmascara desde varios frentes, ya sea como narrador omnisciente, como personaje o mediante su alter ego Zamora; a Evita, en cambio, deja que la maldigan sus enemigos, unos militares al borde de la locura, seducidos por la necrofilia, que no saben cuál de sus sentimientos es mayor, el amor o el odio hacia ese “sol líquido” (qué manera más poética de nombrar a una momia) que es el cadáver embalsamado de la jefa espiritual de la nación.
Las dos novelas comienzan con un relato de muerte. En “La novela de Perón”, el ex presidente regresa, temeroso y senil, después de dieciocho años de exilio, acosado por los delirios, sentado en el avión como en una resbaladera hacia la nada: “El horóscopo le vaticinaba una adversidad desconocida. ¿De cuál podría tratarse, si ya la única que le faltaba vivir era la deseada adversidad de la muerte? En “Santa Evita”, la primera descripción de su agonía dice: “Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir (...) Lo peor de la muerte no era que sucediera. Lo peor de la muerte era la blancura, el vacío, la soledad del otro lado: el cuerpo huyendo como un caballo al galope”.
Mientras a Perón, el autor le otorga un sentido resignado, entre ordinario y grosero, de la muerte, a Evita la recubre de un sentido místico, de un deseo de trascendencia superior. Perón es un mito viviente que muere. Evita es una muerta que vuelve a la vida como mito. La mosca de ojos cuadriculados que vigila la vida de Perón dista mucho de la mariposa que aletea en la eternidad de Evita.
Esta serie de semejanzas y diferencias en las dos novelas, a la larga, plantean una diferencia mayor, que se da en el nivel simbólico. A riesgo de ser reduccionista, diría que el mito es lo que mayormente une a las dos novelas. Pero mientras en “La novela de Perón”, el gran enigma gira en torno a la verdad histórica y a su contingencia, en “Santa Evita” gira en torno a la vida después de la muerte, a la eternidad. Esa es una de sus principales diferencias.
La evocación a esos dos grandes relatos es constante en las dos obras. Perón escribe sus memorias eliminando lo que no le conviene y exaltando lo que le conviene, a fin de gobernar a la historia. Y el autor lo coloca en la obra como un correlato de su narración. Evita suplica que no la olviden sus descamisados. Y el autor le otorga una manifestación de velas encendidas en todos los sitios por donde se posa el ataúd con su cuerpo embalsamado y nómada.
Los que se acercan al mito Perón se convierten en una especie de prestidigitadores de la historia, de cuyos desvaríos trata de ponerse a salvo incluso el propio autor-narrador: “Ahora que relee las páginas de los primeros días, Perón percibe con cuánto esmero el secretario ha reparado los deslices. Ha interpretado la historia verdadera: la que debió suceder, la que sin duda prevalecerá...” Los que se acercan al mito Evita, como el coronel que la cuida, el embalsamador que la idolatra, los oficiales que la esconden, sufren una maldición, pierden el juicio, y ese extravío amenaza también al autor-narrador: “La viuda se puso en pie y yo sentí que era hora de irme. Su tono había dejado de ser amistoso.-Que Dios lo ampare, entonces. Si va a contar esa historia, debería tener cuidado. Apenas empiece a contarla, usted tampoco tendrá salvación”.
Perón manipula la historia, y en ese juego de mentiras retuerce también la de su familia, de sus amigos y de la nación entera. Uno de sus compañeros de colegio lo increpa: “Me revienta, Juan, que sigas insistiendo en presentarte como ex alumno del Internacional de Olivos y no del Politécnico de Cangallo, y que el error se multiplique ahora en todas tus biografías. Con lo cual te diste no sólo el lujo de componer tu vida sino también trastornar las ajenas”. Evita, desde la eternidad, juega con la vida de los que se cruzan con sus despojos translúcidos, y también retuerce la memoria de sus devotos: “El Coronel llevaba meses atormentándose por haber dejado marchar a Evita. Nada tenía sentido sin ella (...) Lo mantenían lejos de su cuerpo como si se tratara de una novia virgen. Era una estupidez, pensaba, tomar tantas precaucione con una mujer casada, ya mayor, que desde hacía más de tres años estaba muerta”
Perón y Evita hicieron lo que quisieron con la historia. Al final, y esto emparenta más que nada a los dos personajes, ambos fueron consumados actores.
“Entonces, me le acerqué. Le oí decir exactamente lo que yo esperaba que dijera. Tantos rostros le vi que me decepcioné. De repente, dejó de ser un mito. Finalmente me dije: él es nadie. Apenas es Perón”
TEM (La novela de Perón)
“En aquella época de los grandes records, la gente estaba llena de deseos, y Evita se hacía cargo de que todos se cumplieran. Evita era una enorme red que salía a cazar deseos como si la realidad fuera un campo de mariposas”
TEM (Santa Evita)
Separadas por diez años en su publicación, “La novela de Perón” (1985) y “Santa Evita” (1995), dos novelas del argentino Tomás Eloy Martínez (1934-2010) representan el camino de ida y vuelta al mito, la construcción y reconstrucción de la memoria, la certeza y la duda respecto a las versiones de la realidad, algo así como el equilibrio entre lo que fue y lo que pudo haber sido.
Hago estas aproximaciones iniciales a las dos obras, para ablandar un poco el camino hacia el objetivo de este ensayo, que es establecer algunas semejanzas y diferencias en el tratamiento del mito y de la verdad histórica en las dos novelas, así como la actitud del autor respecto a las dos principales figuras de su narración: Perón y Evita.
Si admitimos que la historia, al fin de cuentas, es una negociación, un uso estratégico de la memoria para producir un efecto determinado en un lugar y un tiempo determinados, podemos decir que la narración de ficción viene a ser algo parecido, solo que ésta incluye además un pacto de credibilidad inicial entre el narrador y el lector.
Tomás Eloy Martínez recurre en las dos novelas a ese pacto, y lo explota al máximo, incluso lo desafía, al ofrecerle al lector señuelos que lo invitan a la comprobación de lo que dice. Tanto en “La Novela de Perón” como en “Santa Evita”, abundan las alusiones a fuentes periodísticas, archivos oficiales, cintas grabadas, cartas secretas, diarios íntimos, memorias, fotografías, etc., pero el autor se encarga siempre de hacer constar su intervención en esas huellas de la historia. Es como si le dijera al lector. ¡Ven, comprueba lo que te digo, y verás que no miento...!, pero al mismo tiempo le advierte ¡Pero todo lo que está aquí escrito no es más que una novela...! Entonces lo más saludable es creerle todo, y cerrar definitivamente el pacto.
Veamos sino lo que dice en “La novela de Perón” cuando habla mediante su alter ego, el periodista Emiliano Zamora: “La verdad es inalcanzable: está en todas las mentiras, como Dios”. Y lo confirma en “Santa Evita”: “En las novelas, lo que es verdad, es también mentira. Los autores construyen a la noche los mismos mitos que han destruido por la mañana”. En los dos casos habla el autor, aunque en el primero ejerce de ventrílocuo de uno de sus personajes. Y aunque en el fondo los dos enunciados buscan un mismo fin, que es construir un discurso hermenéutico respecto de la verdad tanto en la historia como en la ficción, no por ello debemos creer que la actitud del autor es exactamente la misma en ambas obras. Hay semejanzas, pero también diferencias.
La primera novela es más intertextual que la segunda, dialoga más con la historia, y quizá por ello, el autor se vale de un personaje como su alter ego, para canalizar esa suma de relatos con los que se enfrenta al mito Perón, al que le concede un lugar para sus memorias. Y baja al mito de su pedestal, lo coloca frente a frente y lo interpela. Hay una actitud sumamente desmitificadora, irreverente, del autor frente a Perón, en tanto lo narra con todas sus miserias humanas.
La segunda novela, sin dejar de ser una obra intertextual, ofrece una estructura más sencilla, no hay memorias ni contramemorias, como en la primera, sino un hábil ensamblaje de testimonios, en el que la intervención del autor es más transparente y, más que con la historia, plantea un diálogo con la eternidad. Se puede explicar aquello por el hecho de que el autor-escritor-periodista-personaje-narrador, que es Tomás Eloy Martínez en “La novela de Perón”, tuvo la oportunidad de confrontar al personaje real Juan Domingo Perón, mientras que en “Santa Evita”, el autor-narrador solo pudo llegar a Eva Duarte a través del mito.
En estos fragmentos de ambas novelas se puede apreciar la diferencia. En la primera, el autor relata su encuentro con el personaje y lo que éste le dijo sobre otro mito argentino en el diálogo que sostuvieron en su casa de exilio en Madrid: “El Che, dijo, era un infractor a la ley de enrolamiento, un desertor. Si caía en manos de la Policía, iba a ser incorporado cuatro años a la marina o dos al ejército. Cuando lo estuvieron por agarrar, los muchachos de la resistencia peronista le pasaron el santo. Entonces compró una motocicleta y se fue a Chile. Yo le dije: Qué raro, General. Esa versión no coincide para nada con la historia. ¿Con cuál historia?, me cortó. La que cuenta el Che. ¿Cómo que no coincide?, dijo. Tiene que coincidir”
En la segunda, el encuentro con el personaje está cargado de incienso, de olor a flores, de cirios encendidos; no es un diálogo sino un monólogo interior ante la inconmensurable distancia de la muerte: “Aunque nadie podía ver el cadáver, la gente lo imaginaba yaciendo allí, en el sigilo de una capilla, y acudía los domingos a rezar el rosario y a llevarle flores. Poco a poco, Evita fue convirtiéndose en un relato que, antes de terminar, encendía otro. Dejó de ser lo que dijo y lo que hizo para ser lo que dicen que dijo y lo que dicen que hizo”.
Tomás Eloy Martínez, que se revela como un antiperonista irrefutable, dinamita los altares del ídolo Perón, pero enciende los sahumerios para la liturgia de la Santa Evita. A Perón lo encara y lo desenmascara desde varios frentes, ya sea como narrador omnisciente, como personaje o mediante su alter ego Zamora; a Evita, en cambio, deja que la maldigan sus enemigos, unos militares al borde de la locura, seducidos por la necrofilia, que no saben cuál de sus sentimientos es mayor, el amor o el odio hacia ese “sol líquido” (qué manera más poética de nombrar a una momia) que es el cadáver embalsamado de la jefa espiritual de la nación.
Las dos novelas comienzan con un relato de muerte. En “La novela de Perón”, el ex presidente regresa, temeroso y senil, después de dieciocho años de exilio, acosado por los delirios, sentado en el avión como en una resbaladera hacia la nada: “El horóscopo le vaticinaba una adversidad desconocida. ¿De cuál podría tratarse, si ya la única que le faltaba vivir era la deseada adversidad de la muerte? En “Santa Evita”, la primera descripción de su agonía dice: “Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir (...) Lo peor de la muerte no era que sucediera. Lo peor de la muerte era la blancura, el vacío, la soledad del otro lado: el cuerpo huyendo como un caballo al galope”.
Mientras a Perón, el autor le otorga un sentido resignado, entre ordinario y grosero, de la muerte, a Evita la recubre de un sentido místico, de un deseo de trascendencia superior. Perón es un mito viviente que muere. Evita es una muerta que vuelve a la vida como mito. La mosca de ojos cuadriculados que vigila la vida de Perón dista mucho de la mariposa que aletea en la eternidad de Evita.
Esta serie de semejanzas y diferencias en las dos novelas, a la larga, plantean una diferencia mayor, que se da en el nivel simbólico. A riesgo de ser reduccionista, diría que el mito es lo que mayormente une a las dos novelas. Pero mientras en “La novela de Perón”, el gran enigma gira en torno a la verdad histórica y a su contingencia, en “Santa Evita” gira en torno a la vida después de la muerte, a la eternidad. Esa es una de sus principales diferencias.
La evocación a esos dos grandes relatos es constante en las dos obras. Perón escribe sus memorias eliminando lo que no le conviene y exaltando lo que le conviene, a fin de gobernar a la historia. Y el autor lo coloca en la obra como un correlato de su narración. Evita suplica que no la olviden sus descamisados. Y el autor le otorga una manifestación de velas encendidas en todos los sitios por donde se posa el ataúd con su cuerpo embalsamado y nómada.
Los que se acercan al mito Perón se convierten en una especie de prestidigitadores de la historia, de cuyos desvaríos trata de ponerse a salvo incluso el propio autor-narrador: “Ahora que relee las páginas de los primeros días, Perón percibe con cuánto esmero el secretario ha reparado los deslices. Ha interpretado la historia verdadera: la que debió suceder, la que sin duda prevalecerá...” Los que se acercan al mito Evita, como el coronel que la cuida, el embalsamador que la idolatra, los oficiales que la esconden, sufren una maldición, pierden el juicio, y ese extravío amenaza también al autor-narrador: “La viuda se puso en pie y yo sentí que era hora de irme. Su tono había dejado de ser amistoso.-Que Dios lo ampare, entonces. Si va a contar esa historia, debería tener cuidado. Apenas empiece a contarla, usted tampoco tendrá salvación”.
Perón manipula la historia, y en ese juego de mentiras retuerce también la de su familia, de sus amigos y de la nación entera. Uno de sus compañeros de colegio lo increpa: “Me revienta, Juan, que sigas insistiendo en presentarte como ex alumno del Internacional de Olivos y no del Politécnico de Cangallo, y que el error se multiplique ahora en todas tus biografías. Con lo cual te diste no sólo el lujo de componer tu vida sino también trastornar las ajenas”. Evita, desde la eternidad, juega con la vida de los que se cruzan con sus despojos translúcidos, y también retuerce la memoria de sus devotos: “El Coronel llevaba meses atormentándose por haber dejado marchar a Evita. Nada tenía sentido sin ella (...) Lo mantenían lejos de su cuerpo como si se tratara de una novia virgen. Era una estupidez, pensaba, tomar tantas precaucione con una mujer casada, ya mayor, que desde hacía más de tres años estaba muerta”
Perón y Evita hicieron lo que quisieron con la historia. Al final, y esto emparenta más que nada a los dos personajes, ambos fueron consumados actores.
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