sábado, 29 de agosto de 2009

Climas de opinión

Por Gustavo Abad
El alcalde de Guayaquil, Jaime Nebot, acusa al gobierno de totalitarismo. La misma autoridad que impone una conducta pública disciplinaria, que prohíbe besarse o andar con el torso desnudo por el Malecón, se siente víctima de totalitarismo. El exponente de una política municipal que proscribe desde el comercio informal hasta las demostraciones de amor en público se considera a sí mismo un abanderado en la lucha contra un supuesto abuso de poder.

Reviso la entrevista de cuatro páginas, sin firma de autor, que le dedica la revista Vanguardia al personero municipal (a propósito, hay medios donde sí se practican totalitarismos que reducen a los reporteros a ser unos fantasmas sin nombre, para que el único nombre visible sea el del editor) y leo al alcalde del puerto principal: “si alguien quiere pelear con mis cojones no va a pelear con los míos, que pelee con los de él”.

¿Puede quejarse de totalitarismo gubernamental quien rinde culto a ese totalitarismo histórico que mantiene como medida del valor o la competencia política a la mayor o menor carga de testosterona? ¿Acaso el totalitarismo machista y su correlato, la falocracia, no se sustentan en el mito de la solvencia testicular a la que tanto afecto parece tenerle el alcalde de Guayaquil?

Perdón, me extendí demasiado en lo del alcalde y la revista. A veces cuesta demasiado resumir tanta esquizofrenia, pero es necesario para buscar una explicación a la manera cómo se forma ese territorio común entre la política y la comunicación, llamado opinión pública, ese campo de batalla entre el conflicto y el consenso, que sirve para vigilar o legitimar al poder, según los símbolos que se pongan en juego.

El anuncio del presidente, Rafael Correa, de formar comités de defensa de la revolución ciudadana se afianza o se diluye no en los barrios ni en las casas donde se supone que funcionarían estas organizaciones, sino en la construcción de la llamada opinión pública al respecto. Y ésta tiene doble función. Por un lado, puede servir como instrumento racional de consenso social y, por otro, como herramienta violenta de control social, según el uso que hagan los actores políticos y el consumo que haga la población.

Por eso la llamada opinión pública es un territorio en disputa, cuyo resultado depende en gran medida de las opiniones preconcebidas que los contendientes puedan movilizar a su favor y en contra del otro. Totalitarismo, represión, cubanización… son los conceptos prefabricados que la oposición pone a circular en los medios, consciente de los efectos que éstos tienen en la sensibilidad social.

El gobierno, que durante más de dos años ha sabido colocar de su lado símbolos fuertes de transformación social (el propio presidente Correa lo es en sí mismo) no logra, en este caso, convocar razones con igual fuerza para construir una opinión pública ligada a la noción de consenso social. Difícil hacerlo cuando, desde el inicio, la carga simbólica y la experiencia histórica asociada a esa clase de comités en otros países, tienden a la noción de control social. No hay todavía un solo comité funcionando en los términos que la oposición les otorga, pero ya el clima de opinión en contra es difícil de remontar.


La opinión pública es un territorio difuso. Los que dicen tener la opinión pública a su favor merecen tanto crédito como los que dicen tener a dios a su favor. Lo que existe es un conjunto de opiniones preconcebidas, que entran en juego para crear climas de opinión a favor o en contra de algo. La gente percibe esos climas de opinión y su principal impulso es sumarse al más fuerte porque hay pocos impulsos más difíciles de refrenar que el de montarse en el carro ganador.

La idea de los comités de defensa de la revolución nace bajo un clima de opinión adverso y no hay argumento que lo despeje ni le facilite el camino en un territorio sembrado, por la oposición y la mayoría de medios, de conceptos preestablecidos.
El Telégrafo 30-08-2009

sábado, 15 de agosto de 2009

Arenas políticas

Por Gustavo Abad
Los actos políticos son, inevitablemente, actos de comunicación. Y esos actos de comunicación se producen en lo que el investigador André Gosselin llama arenas políticas, esos espacios donde los actores políticos hacen público su discurso y su visión del mundo. Las arenas generalmente permiten ejercer una cierta dramaturgia, una puesta en escena, incluso una ritualización de las ideas.

Vista de esa manera, la posesión del Presidente Correa, al inicio de esta semana, resulta un ejercicio de visibilidad en varias arenas políticas, de las cuales, las más significativas, por su carga simbólica, son la ceremonia en la Asamblea Nacional y el espectáculo en el estadio Atahualpa.

Por la mañana, en la Asamblea Nacional, Correa revalida el proyecto político al que le apostamos quienes votamos por él. Rinde cuentas al país sobre resultados concretos de su liderazgo político: el último soldado gringo que quedaba en Manta acaba de marcharse hace pocos días; la población de miles de presos sin sentencia se ha reducido a unas cuantas decenas; avanza el proyecto para dejar el petróleo del Yasuní bajo tierra y conservar intacto ese patrimonio natural; Ecuador se ratifica contrario al proyecto guerrerista del presidente de Colombia, Álvaro Uribe, de poner siete bases militares al servicio de tropas estadounidenses; los banqueros dueños de medios tienen que escoger entre los bancos y los medios, no las dos cosas…

Correa le vende al país un proyecto político, un sueño posible, que rebasa el discurso y se concreta en actos de gobierno. Correa es, hasta ese momento y por sí mismo, el mejor narrador de la revolución ciudadana.

Por la noche, en el estadio Atahualpa, todo se trastoca. Es otra arena, otro público, otro discurso. Y uno busca, pero no encuentra, alguna concordancia, algún hilo de continuidad entre el discurso de la mañana y la teatralidad de la noche. “Voy a comerte el corazón a besos…”, Correa le hace el coro a Los Nocheros cuando las primeras banderas verdes se repliegan de cansancio luego de una jornada agotadora.

Hugo Chávez se deshace en piropos a:
- ¿Cómo es que tú te llamas?
-Aminta
- Ah ya… Aminta…
Después busca seducir al público con un poema épico a Bolívar.

Raúl Castro se lleva una rechifla tenaz por su relato cansino de una revolución de otro tiempo. Desubicado el orador, desinformado el público, no hay diálogo ni empatía y menos comunicación.
El viento helado sopla sobre la cancha del Atahualpa y los veinteañeros con blackberry miran al hermano de Fidel con una mezcla de indiferencia y desazón. Arremolinados frente al escenario, solo quieren saber a qué hora sale Calle 13, el grupo reguetonero que amaga dignificar el género con cierto mensaje político, todavía intermitente, limitado, pero más cercano a ellos al fin.

Correa recupera el micrófono y admite algo que no había querido antes, y es que su proyecto de revolución es vulnerable por falta de procesos de formación política no solo en el movimiento sino en la población. Nada más cierto. Lo perturbador es el anuncio del remedio que, según el Presidente, estaría en los comités de defensa de la revolución. Nada más contrario a la idea de revolución que el de unos ciudadanos vigilando el pensamiento de otros. Ojalá lo haya dicho solo como una metáfora.

Los actos políticos son actos de comunicación, y la comunicación se hace con símbolos, con narrativas. Correa es el único y solitario narrador de la revolución ciudadana. Por eso tiene que ponerse en la mañana el traje de estadista y por la noche hacer suyas también las nostalgias fosilizadas de sus cercanos consejeros, que le escriben discursos impecables para la Asamblea, pero no pueden crear para el estadio símbolos efectivos ni relatos creíbles de un proyecto inédito en el Ecuador.
El Telégrafo 16-08-2009

domingo, 2 de agosto de 2009

Si no fuera por la tele...

Por Gustavo Abad
El fútbol no hay que dejarlo solo a los comentaristas de la tele y menos a los que se desgañitan como hinchas con micrófono, en lugar de orientar el análisis del partido. Pero bueno, para no desviarnos del tema, digamos que cada quien se arregla lo mejor que puede con sus emociones.

A lo que voy es a que la llegada de Liga Deportiva Universitaria a la élite del fútbol mundial (Copa Libertadores, Copa Sudamericana, Vicecampeonato Mundial y actuación destacada en la reciente Copa de la Paz) aparte de la alegría de todo un país, nos recuerda la condición del fútbol como huella, ¡qué digo huella!, como profunda marca cultural de nuestro tiempo, con la cual las ciencias sociales siguen teniendo una gran deuda.

Para comenzar, este equipo o, mejor dicho, esta empresa deportiva hace que valga la pena desandar el camino de la evolución del fútbol ecuatoriano, desde cuando los hermanos Wright (no solo en la aviación había hermanos Wright) desembarcan en Guayaquil con la primera pelota, en 1899, hasta el desembarco del fútbol ecuatoriano en dos mundiales seguidos (2002 y 2006), sobre la nave mayor de una industria futbolística globalizada.

El fútbol llega al Ecuador como resultado del capitalismo expansivo de fines del siglo diecinueve, con Inglaterra a la cabeza de la industria y el comercio mundiales. Esto no lo digo yo, me lo explicó hace un tiempo Fernando Carrión, un académico apasionado por el fútbol, o sea, un tipo confiable. En otras palabras, llega montado sobre la maquinaria bulliciosa del progreso. Por eso los grandes equipos surgen ligados a empresas desarrollistas: Barcelona (puertos), Emelec (electricidad), Aucas (petróleo), Olmedo (ferrocarril), y solo una minoría proviene de entidades humanistas, como LDU, de la Universidad Central (aunque esa relación ya suena prehistórica).

Al principio, cuando la primera pelota sube de Guayaquil a Quito en el tren de Alfaro, jugadores, hinchas y dirigentes son la misma cosa porque muchos son las tres cosas a la vez. No hay estructura institucional ni marketing en ese mundo sin dioses donde el gran sentimiento es la defensa del terruño. Los de aquí contra los de allá, que se mantiene incluso hasta después de inaugurados los campeonatos profesionales en 1957.

Pero la trilogía hincha-jugador-dirigente, que domina la infancia y adolescencia del fútbol ecuatoriano y mundial se sacude con la llegada de un nuevo protagonista: la televisión. Entonces todo cambia. El hincha ya no tiene que ir al estadio, el jugador ya no dirije su festejo a los graderíos sino a las cámaras, la camiseta se convierte en valla publicitaria, los bordes de la cancha se parcelan para los anunciantes, el dirigente se convierte en empresario, y ya no importa de dónde es un equipo sino qué empresa lo auspicia, porque el mito deportivo local cede ante el mito económico global.

Muchos dirigentes entienden eso y cambian su antigua función de mecenas por la de inversionistas y hombres de negocios. Bueno, no muchos. El Barcelona llega a dos finales de la Copa Libertadores (90 y 98) por mérito deportivo, pero institucionalmente abrevando en la chequera del mecenas. Cuando ésta flaquea, viene la crisis, o sea, la-cri-sis, de la que no termina de salir en más de una década.

La diferencia que impone LDU radica en el cambio del mecenazgo por una gestión empresarial, que vende un producto masivo, que combina hábilmente lo económico con lo simbólico, que le monta al hincha un sentido de pertenencia a un equipo que practica formidablemente uno de los mejores inventos del espíritu colectivo, que gana siete campeonatos en la última década (cinco nacionales y dos internacionales). Le vende éxito, el producto mas codiciado en estos tiempos cuando la gente ya no se define por lo que produce sino por lo que consume.

“¿Por qué lloras?” Le pregunta un reportero a un hincha luego de que el equipo vendiera cara la derrota ante el Real Madrid. “Porque soy un hincha de verdad y no faltaré al estadio todo el año hasta volver a ser campeón”, contesta, como si fuera el inventor de la fidelidad. Entonces, la hinchada, esa fuerza motivadora de antes, es ahora también fuente de ingresos, no solo para el club, sino para toda una industria que mueve millones de dólares. Una industria donde cada hincha, ¡qué digo hincha!, cada aportante, cliente, consumidor, etc., lo hace con al menos novena minutos de su tiempo frente al televisor, que es lo máximo que yo estoy dispuesto a comprarle a la tele, y por eso me sentí excesivamente recompensado mirando desde una hamaca los goles de la Liga en el Santiago Bernabeu. O sea, la tele también tiene sus méritos.
El Telégrafo 02-08-2009