La llegada de Rafael Correa a la Presidencia de la República, el 15 de enero de 2007, abre camino a un fenómeno con escasos antecedentes en la historia política ecuatoriana: el activismo oficialista callejero o, dicho de otra manera, el impulso ciudadano de salir a las calles a respaldar diversos actos de gobierno por considerar que éstos llevan inscrita la marca de las reivindicaciones sociales en el Ecuador...
(Trabajo realizado con el apoyo del Fondo de Investigaciones de la Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador, 2007. Versión en pdf)
domingo, 25 de mayo de 2008
sábado, 17 de mayo de 2008
Reporteros
Por Gustavo Abad
Hace pocos días cuando se aprobó el mandato de eliminación del trabajo tercerizado, los asambleístas lo celebraron con aplausos. Pero lo curioso era que entre los reporteros de los diversos medios que cubren la Asamblea muchos también aplaudían a rabiar, porque sentían que, directa o indirectamente, esa decisión los beneficiaba.
Los reporteros se despojaban por un momento de la supuesta asepsia y neutralidad que las teorías positivistas de la información les han endilgado por mucho tiempo y se asumían como lo que son, trabajadores de prensa, con problemas laborales, angustias económicas y aspiraciones salariales como la mayoría de ecuatorianos.
Resulta que en medio de la pugna entre el poder político y el poder mediático, casi nadie se detiene a pensar en la situación de los reporteros, esos soldados rasos de la información, muchos de los cuales viven en permanente conflicto ético entre la obligación de guardar coherencia con las políticas laborales e informativas del medio en el que trabajan y el impulso de deserción motivado por esas mismas políticas.
García Márquez decía que se inició en el periodismo como editorialista político pero que, poco a poco, fue escalando posiciones hasta acceder a la máxima jerarquía de reportero raso. Evidentemente el escritor colombiano expresaba su visión idealizada del reportero como dueño de lo que informa, como responsable directo de la valoración que los medios hacen de los hechos, como un autorizado narrador de la realidad.
Pero en los medios ecuatorianos ocurre todo lo contrario, pues al reportero le han asignado el último lugar en importancia dentro de la cadena de producción. Por eso es el que más trabaja pero el que menos gana, el que da la cara en la calle y aguanta las reprimendas cuando la gente piensa que su medio ha retorcido el significado de los hechos, el que tiene que escribir pese a que la carga de trabajo le ha quitado el alimento de la lectura, el que tiene que transmitir en vivo aunque muchas veces no entienda lo que pasa, el que se autocensura para sobrevivir o exagera para ganar puntos.
Aunque asoma como la cara visible de las distorsiones informativas –lo cual no siempre es cierto, por lo menos no siempre con intención–, el reportero vive además una relación de odio-amor con su empleador, con el responsable de su situación precaria. Si no, preguntémonos ¿Quiénes hicieron que el prestigio social de esta profesión descendiera tanto en los últimos años? Los que mezclaron el periodismo con los negocios.
Puedo ver todos los días a muchos trabajadores de prensa guardarse sus credenciales en los bolsillos o esconder sus micrófonos al ingresar a algún foro donde se discuten problemas que rozan de alguna manera el papel de los medios. ¿Quiénes les endosaron ese sentimiento de culpa, merecido en unos casos pero injusto en otros?
Entre idas y vueltas, mi principal ocupación ha sido la de reportero y, como tal, he visto el rostro de terror con el que colegas de la televisión cubrían un paro en la Amazonía mientras el “anchorman” de su canal despotricaba contra los pobladores de esa región. He compartido el sentimiento desolador entre reporteros y fotógrafos de un diario después de habernos jugado el físico cubriendo las manifestaciones en contra de un gobierno corrupto solo para ver al día siguiente en primera plana ¡la foto del Papa!
En la mayoría de medios ecuatorianos el reportero hace un amague de información porque el sentido se lo construyen en otro lado. Por eso se entiende el aplauso de los que cubren la Asamblea, aunque entre el aplauso y la noticia se cuele un titular que dice que el fin de las tercerizadoras afectará a los empresarios generadores de empleo.
El Telégrafo 18-05-08
Hace pocos días cuando se aprobó el mandato de eliminación del trabajo tercerizado, los asambleístas lo celebraron con aplausos. Pero lo curioso era que entre los reporteros de los diversos medios que cubren la Asamblea muchos también aplaudían a rabiar, porque sentían que, directa o indirectamente, esa decisión los beneficiaba.
Los reporteros se despojaban por un momento de la supuesta asepsia y neutralidad que las teorías positivistas de la información les han endilgado por mucho tiempo y se asumían como lo que son, trabajadores de prensa, con problemas laborales, angustias económicas y aspiraciones salariales como la mayoría de ecuatorianos.
Resulta que en medio de la pugna entre el poder político y el poder mediático, casi nadie se detiene a pensar en la situación de los reporteros, esos soldados rasos de la información, muchos de los cuales viven en permanente conflicto ético entre la obligación de guardar coherencia con las políticas laborales e informativas del medio en el que trabajan y el impulso de deserción motivado por esas mismas políticas.
García Márquez decía que se inició en el periodismo como editorialista político pero que, poco a poco, fue escalando posiciones hasta acceder a la máxima jerarquía de reportero raso. Evidentemente el escritor colombiano expresaba su visión idealizada del reportero como dueño de lo que informa, como responsable directo de la valoración que los medios hacen de los hechos, como un autorizado narrador de la realidad.
Pero en los medios ecuatorianos ocurre todo lo contrario, pues al reportero le han asignado el último lugar en importancia dentro de la cadena de producción. Por eso es el que más trabaja pero el que menos gana, el que da la cara en la calle y aguanta las reprimendas cuando la gente piensa que su medio ha retorcido el significado de los hechos, el que tiene que escribir pese a que la carga de trabajo le ha quitado el alimento de la lectura, el que tiene que transmitir en vivo aunque muchas veces no entienda lo que pasa, el que se autocensura para sobrevivir o exagera para ganar puntos.
Aunque asoma como la cara visible de las distorsiones informativas –lo cual no siempre es cierto, por lo menos no siempre con intención–, el reportero vive además una relación de odio-amor con su empleador, con el responsable de su situación precaria. Si no, preguntémonos ¿Quiénes hicieron que el prestigio social de esta profesión descendiera tanto en los últimos años? Los que mezclaron el periodismo con los negocios.
Puedo ver todos los días a muchos trabajadores de prensa guardarse sus credenciales en los bolsillos o esconder sus micrófonos al ingresar a algún foro donde se discuten problemas que rozan de alguna manera el papel de los medios. ¿Quiénes les endosaron ese sentimiento de culpa, merecido en unos casos pero injusto en otros?
Entre idas y vueltas, mi principal ocupación ha sido la de reportero y, como tal, he visto el rostro de terror con el que colegas de la televisión cubrían un paro en la Amazonía mientras el “anchorman” de su canal despotricaba contra los pobladores de esa región. He compartido el sentimiento desolador entre reporteros y fotógrafos de un diario después de habernos jugado el físico cubriendo las manifestaciones en contra de un gobierno corrupto solo para ver al día siguiente en primera plana ¡la foto del Papa!
En la mayoría de medios ecuatorianos el reportero hace un amague de información porque el sentido se lo construyen en otro lado. Por eso se entiende el aplauso de los que cubren la Asamblea, aunque entre el aplauso y la noticia se cuele un titular que dice que el fin de las tercerizadoras afectará a los empresarios generadores de empleo.
El Telégrafo 18-05-08
lunes, 12 de mayo de 2008
Otro cine, otras voces
Por Gustavo Abad
Entre las diversas nociones acerca de la memoria, una de las más sencillas y contundentes es aquella que la define como conciencia de nosotros mismos, ya sea como imaginario colectivo o como representación individual.
Entonces, a esa conciencia inevitablemente le corresponde una narración, que no es otra cosa que el cuento que nos hacemos de la vida ya sea que tomemos como pretexto la política, la cultura, el amor, la comida o el fútbol.
Así construimos nuestro cuento y el de los otros, porque la vida está atravesada por una infinidad de narraciones que intentan dar cuenta de la realidad. Y los que narran son esos nuevos hablantes, no importa si lo hacen con mayor o menor ideología, con ira o con desparpajo, con llanto o con risa. La potencia del juego radica en las múltiples posibilidades de jugarlo, como múltiples son las maneras de entender el mundo.
Mucho de esto lo podemos ver en el Festival Encuentros del Otro Cine (EDOC), del 8 al 18 de mayo en Quito y del 12 al 25 en Guayaquil, organizado por la Fundación Cinememoria, que impulsa la cultura cinematográfica en el Ecuador.
Precisamente, la noción de otro cine, lo han dicho los organizadores, se construye sobre la diferencia con relación al cine comercial y expresa de alguna manera una declaración de disidencia respecto de la industria cultural globalizada, esa inmensa moledora que impone los modelos de construcción, circulación y consumo de productos culturales.
El festival presenta 72 trabajos de América Latina, Estados Unidos, Europa y África, pero un dato muy importante es que, de los 200 postulantes iniciales, 30 eran ecuatorianos. No todos fueron escogidos, pero eso revela una tendencia cada vez mayor entre los jóvenes realizadores e investigadores de este país, que hallan en el documental la posibilidad de nuevos lenguajes y narrativas.
Así aparecen los dueños de esas voces que, a partir del reconocimiento de su lugar no solo físico, sino social, cultural o existencial, se narran a sí mismos, pues la tendencia, por lo que se ha visto en ediciones anteriores, es la poca intervención el autor, pero sí la innegable huella de su intención.
El auge del género documental en los últimos años en el Ecuador probablemente tiene relación con una cierta decadencia de algunos registros canónicos de la realidad, como el de los medios de comunicación, especialmente de la televisión.
Tanto los realizadores como el público incrementan su avidez por acceder a otros relatos de lo social. Y eso encuentran en el documental, un género que, a decir Manolo Sarmiento, director del festival, se caracteriza por su libertad, porque permite combinar el arte con el registro de la realidad.
Pero el documental resulta además un gran vehículo de la memoria, no solo por los temas, sino por los procesos de búsqueda de información, por esa inmersión que se dan en muchos casos los realizadores en bibliotecas, hemerotecas, archivos fílmicos y otros lugares donde reposa una gran porción de la memoria que reclama ser contada, pero antes de eso, cuidada, sistematizada y preservada.
El creciente interés en este género ha permitido revalorizar las fuentes, ya sean institucionales o particulares, de esa memoria. Se ha visto como los realizadores recogen material disperso, fragmentado y en muchos casos olvidado, y lo integran a una nueva narrativa que hace posible redescubrir su valor, pero también constatar que falta mucho por hacer en la conservación de esos materiales.
El otro cine pone a hablar a otras voces pero también construye y conserva la memoria.
El Telégrafo, 11-05-2008
Entre las diversas nociones acerca de la memoria, una de las más sencillas y contundentes es aquella que la define como conciencia de nosotros mismos, ya sea como imaginario colectivo o como representación individual.
Entonces, a esa conciencia inevitablemente le corresponde una narración, que no es otra cosa que el cuento que nos hacemos de la vida ya sea que tomemos como pretexto la política, la cultura, el amor, la comida o el fútbol.
Así construimos nuestro cuento y el de los otros, porque la vida está atravesada por una infinidad de narraciones que intentan dar cuenta de la realidad. Y los que narran son esos nuevos hablantes, no importa si lo hacen con mayor o menor ideología, con ira o con desparpajo, con llanto o con risa. La potencia del juego radica en las múltiples posibilidades de jugarlo, como múltiples son las maneras de entender el mundo.
Mucho de esto lo podemos ver en el Festival Encuentros del Otro Cine (EDOC), del 8 al 18 de mayo en Quito y del 12 al 25 en Guayaquil, organizado por la Fundación Cinememoria, que impulsa la cultura cinematográfica en el Ecuador.
Precisamente, la noción de otro cine, lo han dicho los organizadores, se construye sobre la diferencia con relación al cine comercial y expresa de alguna manera una declaración de disidencia respecto de la industria cultural globalizada, esa inmensa moledora que impone los modelos de construcción, circulación y consumo de productos culturales.
El festival presenta 72 trabajos de América Latina, Estados Unidos, Europa y África, pero un dato muy importante es que, de los 200 postulantes iniciales, 30 eran ecuatorianos. No todos fueron escogidos, pero eso revela una tendencia cada vez mayor entre los jóvenes realizadores e investigadores de este país, que hallan en el documental la posibilidad de nuevos lenguajes y narrativas.
Así aparecen los dueños de esas voces que, a partir del reconocimiento de su lugar no solo físico, sino social, cultural o existencial, se narran a sí mismos, pues la tendencia, por lo que se ha visto en ediciones anteriores, es la poca intervención el autor, pero sí la innegable huella de su intención.
El auge del género documental en los últimos años en el Ecuador probablemente tiene relación con una cierta decadencia de algunos registros canónicos de la realidad, como el de los medios de comunicación, especialmente de la televisión.
Tanto los realizadores como el público incrementan su avidez por acceder a otros relatos de lo social. Y eso encuentran en el documental, un género que, a decir Manolo Sarmiento, director del festival, se caracteriza por su libertad, porque permite combinar el arte con el registro de la realidad.
Pero el documental resulta además un gran vehículo de la memoria, no solo por los temas, sino por los procesos de búsqueda de información, por esa inmersión que se dan en muchos casos los realizadores en bibliotecas, hemerotecas, archivos fílmicos y otros lugares donde reposa una gran porción de la memoria que reclama ser contada, pero antes de eso, cuidada, sistematizada y preservada.
El creciente interés en este género ha permitido revalorizar las fuentes, ya sean institucionales o particulares, de esa memoria. Se ha visto como los realizadores recogen material disperso, fragmentado y en muchos casos olvidado, y lo integran a una nueva narrativa que hace posible redescubrir su valor, pero también constatar que falta mucho por hacer en la conservación de esos materiales.
El otro cine pone a hablar a otras voces pero también construye y conserva la memoria.
El Telégrafo, 11-05-2008
domingo, 4 de mayo de 2008
Telebasura y provocación
Por Gustavo Abad
Es un género que tuvo su auge en la década de los 90 y que muchos pensábamos que se encontraba en un lento pero bien merecido proceso de extinción, luego de que se comprobara que muchos de sus programas estaban basados en el fraude.
Pero resulta que el sentimiento de alivio era una ilusión, porque el talk show, uno de los géneros estrella de la telebasura, está de vuelta, justo ahora cuando aumentan las voces que reclaman una televisión de mejor calidad y existe un gran debate acerca del uso que hacen los medios privados de las frecuencias otorgadas por el Estado.
Ecuavisa acaba de insuflar nueva vida al talk show y lo hace los domingos en horario estelar, con “El momento de la verdad” –una franquicia, propiedad de la empresa estadounidense Reveille, llevada a 23 países– como para restregarle al público en su propia cara que un canal privado asume como le da la gana el sentir de las audiencias, que puede despreciar una demanda educativa y perpetuar una corriente embrutecedora.
Siempre pensé que a los productores de esta clase de programas les sobraba descaro, pero les faltaba imaginación, puesto que siempre apelaban al recurso fácil de provocar el insulto y la agresión entre los participantes. Esos espectáculos de hombres o mujeres golpeándose entre sí al enterarse de alguna infidelidad eran grotescos pero de alguna manera superficiales y vacíos, debido a su excesiva teatralidad y su delirante puesta en escena, que los volvía más fáciles de desechar, aunque no por ello inofensivos.
Hasta hace poco, la mayoría de talk shows se basaban en las emociones exaltadas. Sin embargo, su propia desmesura terminaba por vaciar de sentido lo que intentaban representar, debido a que el bodrio se neutralizaba a sí mismo, por efecto de sobresaturación, como ocurre con la crónica roja o la pornografía –que perdieron la capacidad de asustar o escandalizar– al convertirse en lenguajes vacíos.
Pero “El momento de la verdad” es distinto, yo diría más refinado, porque ya no apela al burdo espectáculo de los insultos y los golpes, sino más bien a un sistemático acorralamiento del participante, al que el conductor somete a una exposición morbosa, ya no de su cuerpo ni sus reacciones, sino de su psiquis y sus traumas. El conductor, como ejecutor de un deseo colectivo, se solaza con la víctima, le muestra un señuelo económico, le ofrece la posibilidad de ganar 30.000 dólares, pero a cambio de que le permita escarbar, mediante 21 preguntas, en su intimidad hasta llevarla al límite de su humillación pública.
El conductor ya no busca en el participante un exabrupto que lo convierta en objeto de burla. Lo que busca de manera insistente es alguna muestra de perversión psíquica o moral que escandalice a los espectadores pero que satisfaga su voyeurismo: ¿has tenido relaciones sexuales para cubrir una apuesta? ¿te consideras una persona inmoral?, ¿has sobornado a un vigilante?, ¿le has pegado a tu madre?, ¿has orinado en la vía pública?, entre otras preguntas vertidas en los primeros programas.
Hay en todo esto un impulso escatológico, ese deseo de hurgar en la suciedad y los excrementos, al que el participante, previamente sometido a un detector de mentiras, contribuye con su dosis de exhibicionismo y pobre autoestima.
Hay también cinismo. “La verdad te hace libre…”, sentencia el conductor ante un aturdido participante que no sabe si reír o llorar por haber permitido que lo desnudaran no solo a él, sino también a sus familiares presentes en el set, quienes, en caso de sufrir una crisis emocional, lo han dicho los productores, serán tranquilizados por psicólogos que trabajan en el programa ¡Qué considerados!
El Telégrafo 04-05-08
Es un género que tuvo su auge en la década de los 90 y que muchos pensábamos que se encontraba en un lento pero bien merecido proceso de extinción, luego de que se comprobara que muchos de sus programas estaban basados en el fraude.
Pero resulta que el sentimiento de alivio era una ilusión, porque el talk show, uno de los géneros estrella de la telebasura, está de vuelta, justo ahora cuando aumentan las voces que reclaman una televisión de mejor calidad y existe un gran debate acerca del uso que hacen los medios privados de las frecuencias otorgadas por el Estado.
Ecuavisa acaba de insuflar nueva vida al talk show y lo hace los domingos en horario estelar, con “El momento de la verdad” –una franquicia, propiedad de la empresa estadounidense Reveille, llevada a 23 países– como para restregarle al público en su propia cara que un canal privado asume como le da la gana el sentir de las audiencias, que puede despreciar una demanda educativa y perpetuar una corriente embrutecedora.
Siempre pensé que a los productores de esta clase de programas les sobraba descaro, pero les faltaba imaginación, puesto que siempre apelaban al recurso fácil de provocar el insulto y la agresión entre los participantes. Esos espectáculos de hombres o mujeres golpeándose entre sí al enterarse de alguna infidelidad eran grotescos pero de alguna manera superficiales y vacíos, debido a su excesiva teatralidad y su delirante puesta en escena, que los volvía más fáciles de desechar, aunque no por ello inofensivos.
Hasta hace poco, la mayoría de talk shows se basaban en las emociones exaltadas. Sin embargo, su propia desmesura terminaba por vaciar de sentido lo que intentaban representar, debido a que el bodrio se neutralizaba a sí mismo, por efecto de sobresaturación, como ocurre con la crónica roja o la pornografía –que perdieron la capacidad de asustar o escandalizar– al convertirse en lenguajes vacíos.
Pero “El momento de la verdad” es distinto, yo diría más refinado, porque ya no apela al burdo espectáculo de los insultos y los golpes, sino más bien a un sistemático acorralamiento del participante, al que el conductor somete a una exposición morbosa, ya no de su cuerpo ni sus reacciones, sino de su psiquis y sus traumas. El conductor, como ejecutor de un deseo colectivo, se solaza con la víctima, le muestra un señuelo económico, le ofrece la posibilidad de ganar 30.000 dólares, pero a cambio de que le permita escarbar, mediante 21 preguntas, en su intimidad hasta llevarla al límite de su humillación pública.
El conductor ya no busca en el participante un exabrupto que lo convierta en objeto de burla. Lo que busca de manera insistente es alguna muestra de perversión psíquica o moral que escandalice a los espectadores pero que satisfaga su voyeurismo: ¿has tenido relaciones sexuales para cubrir una apuesta? ¿te consideras una persona inmoral?, ¿has sobornado a un vigilante?, ¿le has pegado a tu madre?, ¿has orinado en la vía pública?, entre otras preguntas vertidas en los primeros programas.
Hay en todo esto un impulso escatológico, ese deseo de hurgar en la suciedad y los excrementos, al que el participante, previamente sometido a un detector de mentiras, contribuye con su dosis de exhibicionismo y pobre autoestima.
Hay también cinismo. “La verdad te hace libre…”, sentencia el conductor ante un aturdido participante que no sabe si reír o llorar por haber permitido que lo desnudaran no solo a él, sino también a sus familiares presentes en el set, quienes, en caso de sufrir una crisis emocional, lo han dicho los productores, serán tranquilizados por psicólogos que trabajan en el programa ¡Qué considerados!
El Telégrafo 04-05-08
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