Por Gustavo Abad
Votar por el mal menor
nunca ha sido un buen negocio. En 1996, la mayoría apostó por la verborrea
populista de Bucaram para que no llegara al poder la derecha socialcristiana de
Nebot. Y el loco montó tal show de corruptela y nepotismo, que una insurrección
social tuvo que echarlo a los seis meses para que no se robara hasta los
floreros. En 2002, muchos pensamos que Gutiérrez, aunque milico y golpista, no
era tan malo frente a las escasas luces del millonario Noboa. Y dos años
después, una revuelta popular, cansada de tanto latrocinio, tuvo que obligarlo
a huir por los tejados de Carondelet. Así que el mal menor siempre ha resultado
lo peor.
Miento, lo peor todavía
estaba por venir. En 2006, entre esperanzados y embobados por su discurso
aparentemente de izquierda, elegimos a Correa. Y tuvimos que ver cómo, durante diez
años, una banda delincuencial saqueaba las arcas del Estado mientras perseguía
y encarcelaba a periodistas, ecologistas, maestros, líderes sociales,
feministas, estudiantes, opositores, sindicalistas… y todo aquel que se
atreviera a denunciar la corrupción.
Ahora estamos en las
mismas, arrastrados al borde del abismo, obligados a escoger el mal menor entre
Arauz y Lasso una vez que el CNE y el TCE enterraran cualquier posibilidad de confirmar
o negar las sospechas de un fraude para sacar de competencia a Yaku Pérez, el
candidato del movimiento indígena. De ese pozo profundo de ilegitimidad quedan
en la carrera Lasso y Arauz.
Marioneta del
progresismo autoritario, Arauz representa el retorno del correísmo al poder,
del cual solo será su instrumento de impunidad y venganza. Abanderado de la
banca insaciable, Lasso no conoce otro modelo que el de la máxima concentración
de la riqueza y cero redistribución. ¿Estamos realmente obligados a escoger?
Arauz, cheerleader de un prófugo de
la justicia. Lasso, colaborador de todos los gobiernos desde Mahuad hasta
Moreno. ¿Por qué tenemos que creernos la ficción de que estamos ante dos
proyectos diferentes? Más que contrarios, Arauz y Lasso son complementarios,
las dos caras de una misma moneda: injusticia social y degradación política.
El debate presidencial
del domingo 21 de marzo, en lugar de aclarar las cosas, profundizó el
escepticismo y la desconfianza. No fue un debate, mucho menos una exposición
fundamentada de planes de gobierno. Parece que los organizadores se esmeraron
en buscar un formato que redujera al mínimo la reflexión y elevara al máximo la
demagogia. Fue un intercambio tóxico de agresiones del que no vale la pena
ocuparse más, sino para confirmar lo que ya sabíamos: gane quien gane, vamos a
perder.
Entonces cobra sentido
el voto nulo como último pero legítimo acto de resistencia. Una expresión de la
desobediencia civil para recordarle al próximo detentador del poder su escasa
legitimidad. Hay que restarle al menos parte de su capital mal habido. Un poder
sin legitimidad está obligado a ceder, a negociar, a refrenar su proyecto de dominación.
Anular el voto en este contexto no significa eludir la responsabilidad de tomar
partido como pretenden hacernos creer los seguidores de lado y lado. El voto
nulo es, en última instancia, la expresión manifiesta de una ética del no: no
acepto, no quiero, no me resigno...
Frente a la disyuntiva
perversa de escoger el nombre del opresor, la negación también adquiere un
sentido liberador. Los movimientos feministas llevan años enseñándonos esa ética
de la resistencia: “no es no”. Podemos trasladar esa premisa emancipadora de
las mujeres al plano de la política electoral y decir “no es no” a dos
candidatos que representan las vertientes más retardatarias de la política
ecuatoriana: el progresismo autoritario de Arauz y el neoliberalismo económico de
Lasso.
Pedir a los votantes
que no tachen la papeleta es como pedir a las mujeres violentadas que no rayen
las paredes, que no pinten las estatuas, que no rompan las vallas. Ellas rayan,
pintan y rompen no la insensible materialidad de las cosas, sino la persistencia
de un sistema injusto. Una equis por todo lo ancho también es una manera de
pintarles la cara tanto a las instituciones formales del sufragio como a las mafias
electorales con quienes actúan en connivencia. ¿Acaso entre ambas no nos han
pintado ya la cara a nosotros?
En estas condiciones, el
voto nulo consciente es otra forma de disidencia. Es la herejía de nuestro
tiempo en que los sacerdotes de la corrección política proclaman la necesidad
de alinearse. Así como la prédica del creyente supone que fuera de la religión
no hay humanidad, la prédica del militante supone que fuera del partido no hay
política. Herejes y disidentes han demostrado a lo largo de la historia un mayor
sentido de lo humano y de lo político que aquellos que se proclaman sus máximos
guardianes.
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