Por Gustavo Abad
Había un silencio
premonitorio en los alrededores del cuartel de Policía de San Lorenzo esa noche
del viernes 26 de enero de 2018. Los policías y los vecinos del barrio –normalmente
bullicioso y festivo por la llegada del fin de semana– compartían ese estado de
calma nerviosa de quienes intuyen que algo grave va a pasar. Y pasó. A la 01h32
del sábado 27 de enero, un coche bomba explotó contra la parte posterior del
cuartel. La mezcla de nitrato de amonio, pentolita y diésel abrió un cráter de
casi cinco metros de diámetro por uno de profundidad y causó destrozos en las
casas hasta 300 metros a la redonda. De esa manera, despiadada y brutal, hacía
su aparición alias “Guacho”, el jefe de la banda narcoterrorista que sería, más
adelante, responsable de la muerte de cuatro militares, tres periodistas y dos
civiles en uno de los momentos de mayor tensión y violencia en la frontera
norte, en la última década.
Corrijo: la verdad es
que “Guacho” ya no era un desconocido en ese instante. Varios meses atrás
corría un ir y venir de mensajes, llamadas, informes y conversaciones
reservadas entre mandos policiales, militares, investigadores, ministros y
otras autoridades del poder político, que sabían de la existencia y las
intenciones criminales de este personaje. Incluso, minutos antes de la
explosión, investigadores del Departamento de Vigilancia Técnica Especializado
(DVTE) pudieron interceptar los mensajes de la gente de “Guacho” y seguir, paso
a paso, los preparativos del atentado. Lo que no pudieron fue evitarlo, porque
estaban en Quito, a cientos de kilómetros, y ninguno de sus mensajes desesperados
llegó a la Unidad de Gestión de Seguridad Interna (UGSI), encargada del
seguimiento del caso. Entonces vino el estruendo, el olor a quemado, la
destrucción y el despertar de un país al borde del horror.
Los párrafos anteriores
son apenas una síntesis de uno de los pasajes más reveladores de un libro cargado
de pasajes reveladores acerca del contexto de violencia en que se produjo el
secuestro y asesinato de Javier, Paúl y Efraín, periodistas de El Comercio,
cuyo primer aniversario está por cumplirse. El libro se titula Rehenes y sus
autores son Arturo Torres y María Belén Arroyo, periodistas con larga experiencia
en llevar hasta su punto más alto la premisa central del periodismo de
investigación: contar lo que alguien, en algún lugar del poder, no quiere que
se sepa. El texto de 280 páginas es, en mi criterio, uno de los trabajos más
detallados que sobre este tema ha ofrecido el periodismo ecuatoriano. Aparte de
un excelente relato informativo, es un valioso documento histórico y, como
dicen los autores en el Epílogo, un modo de honrar el recuerdo y la memoria de
quienes partieron a cumplir su trabajo y no regresaron.
Antes de continuar sobre
el contenido de Rehenes, vale aclarar que no se debe confundir la investigación
periodística con el periodismo de investigación, aunque la diferencia puede ser
muy sutil en algunos casos. La primera es una práctica imprescindible del
oficio para obtener información sobre cualquier tema. El segundo, en cambio, es
la búsqueda de información acerca de temas que el poder, intencionalmente y con
diversos métodos, quiere mantener ocultos. El libro de Arturo y María Belén se
inscribe en el segundo grupo. Es periodismo de investigación de alto nivel porque
en la mayoría de los hechos que narra permite entender cuál es el lugar y la
acción del poder.
Dicho de otra manera, Rehenes también es un relato de la suma de acciones, errores y omisiones –intencionales
o no– con que el poder político permitió que el crimen organizado convirtiera
al Ecuador en su zona de operaciones. Y esa historia tiene, según los autores,
varios momentos decisivos: los indicios no desmentidos de un supuesto aporte
económico de las FARC a la campaña presidencial de Rafael Correa en 2006; la
pasividad con que las fuerzas del orden vieron cómo crecía en la frontera el
sistema de extorsión o “vacunas” de las bandas delincuenciales contra los campesinos
y hacendados; el fiasco de los inservibles radares chinos, que costaron
millones de dólares, pero nunca pudieron ser usados para vigilar la frontera;
el infame papel que jugó durante el correísmo la entonces Secretaría Nacional
de Inteligencia (Senain) que, en lugar de investigar a los grupos armados, se
dedicó a vigilar y perseguir a políticos, periodistas, líderes sociales y otras
voces críticas al gobierno; los intercambios de mensajes por watsapp entre el jefe de los
secuestradores y un oficial de la policía; la decisión tardía de aceptar un
canje que implicaba la liberación de los periodistas a cambio de tres hombres
del círculo íntimo de “Guacho”, presos en la cárcel de Latacunga… Y muchos
otros con los que cualquier lector de este libro puede hacer su propio
ejercicio de relacionar unas cosas con otras.
Hay algo más que nos
ofrece Rehenes y es la certeza de que en la búsqueda de la verdad el poder siempre,
o casi siempre, opta por el silencio, y en la búsqueda de justicia el actor más
confiable, el más cercano, es la sociedad civil organizada. Difícilmente el
secretismo oficial con que el gobierno ha tratado de eludir su parte de
responsabilidad en esta escalada de violencia hubiera podido romperse sin la
persistencia de los familiares de las víctimas, de los organismos de derechos
humanos, de las organizaciones de periodistas, de los abogados comprometidos
con las causas sociales, de las marchas y plantones frente a Carondelet
organizados por sus compañeros y amigos, de la presencia solidaria de los
estudiantes ansiosos de entender qué futuro les espera en esta profesión de
periodistas.
Este libro, como dicen
sus autores, es un viaje que no termina aquí ni ahora, porque nada termina para
el periodismo de investigación. La historia de la violencia no comienza ni
termina con la foto de lo que, según la información oficial, es el cadáver de
“Guacho” ultimado por un francotirador. Al contrario, esa foto genera más
preguntas, porque el periodismo no es otra cosa que el ejercicio obstinado de
la pregunta. Y la que queda latiendo en todo esto es: ¿cuánto silencio, cuantas
historias ocultas subyacen detrás de esa foto de un hombre muerto?