domingo, 18 de enero de 2015

Charlie Hebdo: el problema de la representación y los límites del poder

Por Gustavo Abad
A partir de la matanza perpetrada por extremistas islámicos contra los periodistas y caricaturistas del semanario francés Charlie Hebdo el pasado 7 de enero, se han posicionado dos principales corrientes al respecto: una de apoyo y solidaridad, que se resume en el frase “Yo soy Charlie”, y otra que toma distancia y cuestiona a las víctimas, que se resume a su vez en la frase “Yo no soy Charlie” e incluso en una más radical que dice “Abajo Charlie”.

Vistas superficialmente, se trata de dos posiciones contrarias. Pero si miramos su trasfondo filosófico, las dos confluyen en un mismo principio: el de la libertad de expresión. Tanto los que proclaman “Yo soy Charlie”, como los que refutan “Yo no soy Charlie”, se cobijan en el postulado liberal de que toda persona tiene derecho a expresar libremente las propias ideas sin por ello poner en riesgo su integridad y su vida. En otras palabras, toda persona que se exprese a favor o en contra de Charlie lo hace bajo el supuesto de que esa posición no le costará la vida.

La pregunta es: ¿acaso los periodistas y caricaturistas asesinados no actuaban bajo el mismo principio por el cual nosotros ahora nos pronunciamos a favor o en contra de lo que hacían y decían? La diferencia es que a ellos sí les costó la vida decir lo que pensaban. No hay duda entonces de que se ha impedido, mediante la violencia y la muerte, el ejercicio de un derecho. Por ello me parece insostenible la posición de “Yo no soy Charlie” así como la de “Abajo Charlie”, porque roza peligrosamente la idea de que hay una justificación –aunque sea deleznable- para la matanza.

La representación, ya sabemos, es la construcción simbólica del otro mediante el lenguaje y el discurso. Todo proceso de representación consiste en atribuir al otro ciertas características físicas, ciertos rasgos culturales, ciertas conductas psicológicas, cierto entorno físico y geográfico, etc. En suma, la representación es la construcción de una imagen mental del otro. Y toda relación social, política, cultural, etc., se basa en esa imagen mental, en esa representación. Entonces: ¿cuál es la representación que Charlie Hebdo hacía o hace del mundo islámico? Una observación y lectura de sus mensajes nos permite decir que la revista estiraba los límites de esa representación, que llevaba la sátira al extremo, que se movía a sus anchas en los territorios de lo grotesco.

He mencionado intencionalmente la palabra límites para plantear la siguiente pregunta: ¿cuáles son los límites de la representación? Eso depende de otras preguntas, entre ellas: ¿cuáles son las condiciones en que se produce la representación?. Y sobre todo: ¿quién es el objeto de la representación? Es muy importante anotar que el objeto de la representación de la revista, al menos en los últimos meses, no ha sido el mundo islámico a secas, sino una facción armada y adicta a la violencia denominada “Estado Islámico”, responsable del secuestro y la muerte de miles de personas.

En otras palabras, el objeto de esas caricaturas es una milicia al margen de la ley, que ejerce el poder mediante el terror y las decapitaciones. ¿Alguien ha logrado poner límites a la violencia de ese poder ilegítimo? Sin embargo, el foco de la revista no estaba puesto solamente en estas facciones armadas. Charle Hebdo ha caricaturizado también al presidente de Francia, al de Rusia, al de Estados Unidos, al Papa…, es decir a los que gobiernan el mundo. Y ya sabemos que los gobernantes son los sujetos paradigmáticos del poder.

Entonces surge una nueva  pregunta: ¿existen límites para ejercer la crítica y la representación del poder? ¿No será más bien al revés: que la fuerza de la comunicación consiste precisamente en ponerle límites es al poder, de cualquier naturaleza que este sea? Por ello, en casos como este, el señalamiento de los límites de un caricaturista siempre será especulativo, del tipo “¿debió hacerlo o no?”. En cambio, queda claro que el poder, sobre todo cuando se lo ejerce por la fuerza, no respeta ni siquiera el último límite todo, que es la vida del otro.

El caso de Charlie Hebdo, se quiera o no, sirve como horizonte para dimensionar y evaluar el conflicto de la libertad de expresión en el Ecuador. Pocos días después del asesinato, el Gobierno ecuatoriano, mediante la Secretaría de Comunicación y la Cancillería condenó el atentado. Incluso el secretario de Comunicación, Fernando Alvarado, adoptó en su cuenta de twitter el ícono y la leyenda de “Yo soy Charlie”. Sin embargo, en ningún momento el gobierno se ha referido al hecho como un atentado contra la libertad de expresión, y ha omitido decir que las víctimas eran periodistas y caricaturistas.

Este olvido no parece ser casual. Más bien revela una enorme contradicción. El mismo régimen que declara ante el mundo su solidaridad con el semanario francés, tiene ya una prolongada historia de enjuiciamientos y amenazas de encarcelamiento a periodistas y caricaturistas en el Ecuador. El periodista Roberto Aguilar lo dice más claro que yo: “Si Charlie Hebdo se publicara en el Ecuador, el correísmo simplemente no podría soportarlo. Ciertamente sus dibujantes no serían asesinados, pero probablemente estarían presos, pues lo que habitualmente publican en Francia, en el Ecuador correísta puede ser objeto de persecución penal.”

Y con esto volvemos al problema de la representación. El poder político tiene que ser extremadamente tolerante respecto de la manera cómo se lo concibe y se lo representa, porque lo suyo es una delegación temporal de autoridad. El gobernante no está ahí por una razón eugenésica u ontológica que le impida desprenderse de esa condición.

En el Ecuador no tenemos un conflicto entre culturas sino entre gobernantes y gobernados. El poder político, constituido en el Estado, se encarga de que cumplamos nuestros deberes en todo momento porque le hemos delegado esa capacidad. Por tanto, lo que nos queda a los ciudadanos es luchar por nuestros derechos. Y esa lucha es desigual, porque el Estado tiene el monopolio de la fuerza. No es igual a nosotros, no es como nuestro vecino,  o nuestro compañero de clase.

En esa medida, el poder político tiene que reducir al mínimo su capacidad de sentirse ofendido por las críticas y las representaciones que hagamos de él los ciudadanos. Los enjuiciamientos a periodistas y caricaturistas en el Ecuador siguen siendo un claro abuso de autoridad. A eso sí hay que ponerle límites.