sábado, 15 de noviembre de 2014

La CUPRE y el síndrome bipolar

Por Gustavo Abad

Hace como un año anduvo por el Ecuador un estafador mexicano que se embolsó  miles de dólares gracias a su habilidad para inventar ficciones al gusto de los funcionarios de la llamada revolución ciudadana. Durante varios meses, el tipo se paseó por los salones del oficialismo, con el membrete de “filósofo de izquierda”, que lo maquillaba de autoridad intelectual para plantear cosas que habrían hecho sonrojar a un admirador del franquismo. Dijo, entre otras sandeces, que en este país había que crear una “fiscalía de medios”, que las facultades de comunicación debían formar “soldaditos de la revolución” y que era urgente engordar el Código Penal con un nuevo delito: “periodismo delincuencial”. Con esos filósofos de izquierda no hace falta la derecha.

Después se supo que este personaje abandonó el país por la puerta trasera, incapaz de entregar los informes, los papers y otros productos por los que tan bien había facturado. Los funcionarios, que antes parecían levitar con las palabras del pretendido filósofo, guardaron luego un silencio tan parecido a la complicidad que solo un especialista podría reconocer la diferencia.

En un régimen donde faltan pensadores y sobran publicistas, las visitas de estos aventureros llegan a tener efectos demoledores para la libertad de pensamiento. Quizá por ello se pretenden hacer enmiendas constitucionales para incluir a la comunicación como un servicio público, en contra de toda una tradición de pensamiento social y humanista que la ha definido y ejercido como un derecho. Ahora resulta que esa cualidad humana -demasiado humana, diría Nietzsche- que nos sirve para reconocer nuestro lugar en el mundo, que nos ayuda a vivir, amar, soñar y crear, se reduce a un trámite de ventanilla como la luz y el teléfono. Vaya manera de entender lo público.

Hago estas reflexiones cuando está a punto de comenzar en Guayaquil la II Cumbre de Periodismo Responsable (CUPRE) convocada por el oficialismo. Por la experiencia de la cumbre anterior, hay pocas esperanzas de que esta no sea otro efecto publicitario para reforzar la visión oficial respecto de la comunicación y el periodismo. La CUPRE parece haber sido diseñada para poner a prueba a la psicología con un caso de trastorno bipolar. El mismo régimen que desprecia a los movimientos sociales y que controla una veintena de medios dedicados al antiperiodismo quiere dar lecciones de periodismo responsable. Es, más o menos, como si un carnicero convocara a un congreso vegetariano. Como si un ballenero japonés llamara a la conservación de la fauna marina.

Para hablar de periodismo responsable, primero hay que recuperar una filosofía de lo público muy venida a menos en los últimos años. En el Ecuador, el oficialismo ha impuesto una noción de lo público reducida a lo estatal y, la mayoría de las veces, a lo gubernamental. Recuperar una filosofía de lo público significa abandonar esas tendencias reduccionistas y pensar en posibilidades expansivas de la deliberación y el debate. El periodismo responsable es el que parte de la identificación de las demandas sociales y va en busca de las respuestas políticas. En ese sentido, la interpelación al poder es uno de sus deberes ineludibles.

Se trata entonces de hacer periodismo público, que no obtiene su nombre por el medio en que se practica sino por el modo de concebir y desarrollar la práctica informativa. Y esto vale tanto para los medios privados, estatales, como para los colectivos que comienzan a fortalecer procesos informativos en red, donde parece que el periodismo podría encontrar su nueva casa.

El periodismo responsable defiende el interés público y no el corporativo, estatal o privado, en concordancia con el principio de independencia, algo que muchos pretenden encerrar en el museo de las ideas. Es el que ofrece una pedagogía en deberes y derechos para la formación de públicos activos y no solo espectadores. Un periodismo responsable se ocupa de hacer visibles otras formas de vida, de entender el valor de la diversidad en contra de las doctrinas que buscan la uniformidad. Con ello, facilita la participación política de los sectores sociales, su inclusión. El efecto social de esta filosofía periodística en ningún caso es la militancia ciega en un proyecto tutelado desde el Estado, sino todo lo contrario: es la ampliación de las condiciones para ejercer el pensamiento crítico que permita precisamente interpelar al poder. Y sospechar de sus rituales.

Por eso resulta paradójico que se pretenda fundar el periodismo responsable desde las cumbres oficialistas. Salvo raras individualidades, cuya honestidad intelectual queda opacada por el discurso dominante, las voces privilegiadas en la CUPRE miran para otro lado cuando los medios estatales reproducen los mismos vicios de los que acusan a los privados; en otros casos se dedican a ponerle ropaje legal al abuso; y en otros hacen gimnasia conceptual para que las arbitrariedades del poder calcen en las teorías.

Aunque no han dado señales de querer hacerlo, les corresponde a los Sierra, Mastrini, Becerra, García, Ayestaran y otros expositores revertir esa tendencia. Si no lo hacen, la CUPRE solo será una nueva puesta en escena de lo que pudo haber sido y no fue.


jueves, 30 de octubre de 2014

La edición de la memoria

Por Gustavo Abad 

En junio de 1959, decenas de jóvenes fueron asesinados por las fuerzas del orden en Guayaquil cuando protestaban contra el gobierno de Camilo Ponce. No hay un dato exacto, pero los registros de prensa señalan que el gobierno reconoció la muerte de 16 personas, aunque algunos testimonios sostienen que fueron muchas más. Esta matanza ha sido recuperada para la memoria ecuatoriana y latinoamericana en el documental “La muerte de Jaime Roldós”, de Manolo Sarmiento y Lisandra Rivera, recientes ganadores del Premio Gabriel García Márquez de periodismo.

Quizá la cadena de hechos perturbadores que ofrece el documental –la hipótesis de un complot internacional para acabar con la vida de Roldós- opaca el testimonio, no menos perturbador, del recordado productor Gabriel Tramontana, quien documentó con su cámara de cine la matanza. En el epílogo del filme, Tramontana le cuenta a Sarmiento que todas las imágenes de esa terrible noche guayaquileña se las entregó al presidente Ponce para que éste hiciera con ellas lo que más le conviniera. Obviamente, desaparecieron.

Según el razonamiento de Tramontana, lo suyo fue un acto de lealtad debido a que “el hombre estaba haciendo las cosas”. Se refiere a la obra pública de ese entonces: puentes, carreteras, represas. “El progreso del país”, termina diciendo Tramontana, quien murió antes de realizar su proyecto de convertir su enorme archivo fílmico en una película sobre la historia del Ecuador en la que –a juzgar por sus palabras- estaba dispuesto a destacar el avance material en lugar de la riqueza cultural y la complejidad social y política de este país.

Nos detenemos con mis alumnos de periodismo en este punto del documental para reflexionar cómo el discurso del progreso, del desarrollo material, de la racionalidad técnica se usa, con mayor frecuencia de lo que pensamos, como justificación de la violencia y del abuso de poder. Tramontana, estoy seguro, era un buen tipo –su esmero por conservar un patrimonio fílmico solo puede ser el de un hombre bueno-, pero sabía lo que se debía mostrar de esa historia y lo que convenía ocultar. En otras palabras, sabía editar la memoria.

En muchos sentidos, el Ecuador actual asiste a un proceso de edición de la memoria. El discurso oficial ha instalado con bastante éxito en el imaginario colectivo la idea de que su proyecto modernizador y capitalista justifica todas las arbitrariedades que el gobierno comete y puede cometer contra la vida democrática y contra los derechos de las personas. La idea de que la razón instrumental debe imponerse por sobre la razón histórica para alcanzar el progreso es la savia que recorre todo el discurso oficial. Y con esa idea procura borrar toda manifestación que lo cuestione. Toda señal de inconformidad social tiene que ser aplacada. Todo pensamiento disidente tiene que ser silenciado. Un alto dirigente propone incluso unificar el saludo.

De esa manera, el gobierno insiste en vendernos un falso dilema: el desarrollo no es posible sin la vulneración de derechos. Y esa proposición tramposa es la base de una cadena mayor de falsedades: las metas de crecimiento solo son posibles mediante la destrucción de la organización social; la transformación del país será más expedita si se elimina el pensamiento crítico; cualquier duda sobre la infalibilidad del proyecto que nos gobierna equivale a insurrección, y manifestarla en las calles es un acto desestabilizador.

 Cada vez resulta más claro que siete años de propaganda gubernamental logran mayores efectos en la conciencia colectiva que cualquier sistema filosófico. La angustia de Walter Benjamin ante el avance del fascismo en la Europa anterior a la Segunda Guerra Mundial provenía de mirar cómo ese proyecto totalitario se presentaba ante la gente como algo históricamente ineludible. Salvando las distancias y los tiempos, no tanto las intenciones, en el Ecuador el aparato de propaganda gubernamental está orientado a profundizar la noción de que un estado autoritario no solo es necesario sino inevitable.

En esa tarea, el gobierno ha logrado posicionar en el debate cotidiano un ícono del desarrollo: las carreteras. En cualquier charla, si alguien cuestiona la injerencia del ejecutivo en la justicia, no falta quien refute: ¡pero mira en cambio lo bien que están las carreteras!; si otro se queja por la represión contra los movimientos sociales, habrá alguno que replique: ¿pero acaso no has visto las nuevas carreteras?; y si alguien más no se resigna a la impunidad frente a la corrupción, seguramente obtendrá como respuesta: ¡pero nadie ha hecho tantas carreteras!...

 Las carreteras, convertidas en un lugar común, una piedra que obstruye el fluir del pensamiento, un necio argumento a favor del abuso.

La edición de la memoria, tal como la practica el poder político, consiste en narrarse a sí mismo como la luz que irrumpe en un mundo de tinieblas, una mano organizadora del caos. El discurso oficial edita la memoria a favor de una modernización capitalista que ahoga la diversidad cultural, política y social. En otras palabras, el gobierno edita la memoria para borrar la huella de las luchas sociales, para anular su capacidad de acción y palabra, para negarle al otro su condición humana.

martes, 16 de septiembre de 2014

¿Por qué no controlan también el horóscopo?

Por Gustavo Abad 

A estas alturas resulta extraño que el correísmo no haya descubierto todavía los beneficios de la astrología para su proyecto político. El horóscopo es uno de los pocos lugares de la fantasía que le falta poner a su servicio en la pelea contra todo aquello que, desde la teoría conspirativa del poder, huele a insurrección.

Si ya ha descubierto el impulso sedicioso de levantar el dedo medio cuando pasa el presidente; la amenaza de las caricaturas para la paz social; la inclinación terrorista de los estudiantes; la vocación conspiradora de los ecologistas… Digo, si el correísmo es capaz de hallar enemigos hasta en las empanadas de verde, ¿por qué no controla también el horóscopo?

Les doy un dato a los profetas del buen vivir: Goebbels, el jefe de propaganda nazi, usaba las páginas de astrología de los periódicos para influir en la opinión pública. Lo advirtió poco antes de morir el escritor argentino Roberto Arlt y lo confirmó en su testimonio de ancianidad Albert Speer, uno de los arquitectos al servicio de ese proyecto demencial. En esos horóscopos manipulados, decía Speer, se hablaba de valles que había que atravesar, de enemigos que enfrentar, pero también de líderes a los que había que seguir… 

Nada podía quedar fuera de su control. 

¿Por qué no imita el correísmo esa estrategia tan acorde con su proyecto megalómano? Los funcionarios de la Secom, la Supercom, el Cordicom, que se disputan los modos de agradar al Supremo, tendrían una gran oportunidad de lucirse enjuiciando a cada astrólogo, cartomántico, adivino o lo que fuera, cuando sus predicciones no se ajustaran a la doctrina del buen vivir. 

Por ejemplo, ahí donde el horóscopo dijera: “se avecinan tiempos difíciles…” el aparato de propaganda oficialista podría obligar a una rectificación y agregar “por fortuna tenemos a Rafael…”. Ahí donde el ensueño de una pitonisa dijera “prepárese para afrontar problemas…” podrían obligar a que se cambie por “avanzamos patria…” y cosas así… ¡Qué tal! 

Si el correísmo ya ha descubierto la tendencia criminal de los periodistas; el peligro de los derechos humanos; la perversión de las utilidades de los trabajadores; el brote desestabilizador del ahorro de los profesores… Digo nuevamente, si el correísmo es capaz de armar un ejército de trolls para denigrar las opiniones contrarias; de enriquecer a una empresa española para que haga de gendarme en internet; de movilizar a miles de personas, “voluntariamente obligadas”, para anular las marchas de los movimientos sociales, ¿por qué no descubren las ventajas que les traería una agencia de regulación y control de la astrología? Si ya lo intentaron con la cultura y casi lo logran… 

La relación entre política y astrología tiene grandes episodios en la historia latinoamericana. Una de las figuras más influyentes del peronismo en Argentina era un practicante del esoterismo llamado José López Rega, apodado el Brujo. Desde su chifladura y a la sombra del caudillo, el Brujo fue capaz de organizar una gavilla de criminales llamada Triple A, dedicada a perseguir y asesinar a los que consideraba enemigos del peronismo. 

Digo, porque tengo esa manía de verbalizar los pensamientos, si ya tienen una “secretaría de la felicidad”, dirigida por un aficionado al espiritualismo, que por 12 millones de dólares hará que todos nuestros sueños se cumplan, ¿por qué son tan modestos? ¿no les parece que hay que pensar en grande? 

El horóscopo, señores, también puede ser revolucionario… Vayan por él. Quizá en ese último reducto de la fantasía el correísmo tenga algún futuro.

domingo, 4 de mayo de 2014

García Márquez y la reivindicación del reportero raso

Por Gustavo Abad

 Creo que todos los reporteros, de manera consciente o inconsciente, hemos estado por muchos años entrando y saliendo del universo garciamarquiano. Tanto la obra periodística como la literaria del Gabo han sido una suerte de trastienda, una despensa inagotable que hemos aprendido a saquear con mayor o menor sutileza. Alguna frase, alguna metáfora sugerente en nuestros afanes de escritura, muchas veces ha sido una resonancia de alguna lectura de la cantera de ideas de GGM. En ese sentido, él ha sido y sigue siendo una figura tutelar para todos los reporteros. Yo mi incluyo siempre en este grupo.

Hace pocos días, el escritor guayaquileño Marcelo Báez hacía notar la infinidad de veces en que los títulos de las obras del Gabo habían servido como una suerte de comodín adaptable a cualquier temática. Crónica de una muerte anunciada, dice Báez, es quizá el que más adaptaciones ha sufrido. Solo había que cambiar la palabra muerte por crisis, renuncia, derrota…y listo. Lo mismo ha ocurrido con El general en su laberinto, en que general se cambiaba por presidente, ministro, diputado. Así también, El coronel no tiene quien le escriba o El otoño del patriarca han sido objeto de un saqueo parecido, puntualiza Báez.

En lo personal, creo que este uso –que para muchos puede parecer oportunista o facilista- revela también la profunda huella de la imaginación de GGM en la cultura popular y de masas. Significa que sus palabras son parte del ambiente, del paisaje cultural, una propiedad intangible de todos, un patrimonio incorporado al habla cotidiana por lo tanto a la vida cotidiana porque el habla y la vida no se pueden separar, son parte de una misma cosa…

En El mejor oficio del mundo, GGM dice, entre muchas verdades, algo que muchísimos pensábamos pero nadie había verbalizado respecto de la injusta valoración profesional y social del reportero raso. Dice Gabo: “El tiempo y el mismo oficio han demostrado que el sistema nervioso del periodismo circula en realidad en sentido contrario. Doy fe: a los diecinueve años -siendo el peor estudiante de derecho- empecé mi carrera como redactor de notas editoriales y fui subiendo poco a poco y con mucho trabajo por las escaleras de las diferentes secciones, hasta el máximo nivel de reportero raso”.

En lo personal siento que ese testimonio contiene una reivindicación del oficio de reportero. En los medios, como dice GGM, opera una lógica al revés. Cuando un reportero destaca por sus habilidades narrativas e investigativas, lo congelan convirtiéndolo en editor. El medio y la sociedad pierden un narrador, o sea alguien capaz de hacer inteligible el mundo. Antes, los periodistas aspiraban a escribir algún día una gran novela, ahora los novelistas aspiran a escribir un gran reportaje. Del primer caso hay muchos ejemplos exitosos, pero casi no hay novelistas que logren escribir un gran reportaje con las reglas del buen oficio.

En el prólogo de su novela Del amor y otros demonios, GGM cuenta que se encontró con el tema de su novela durante una cobertura periodística en sus primeros años de reportero. El jefe de redacción del periódico en que trabajaba lo había enviado, sin mayor entusiasmo a ver cómo vaciaban las criptas funerarias de un antiguo convento para construir un hotel. Dice Gabo: “En la tercera hornacina del altar mayor, del lado del Evangelio, allí estaba la noticia. La lápida saltó en pedazos al primer golpe de la piocha, y una cabellera viva de un color de cobre intenso se derramó fuera de la cripta (…) En la hornacina no quedó nada más que unos huesesillos menudos y dispersos, y en la lápida de cantería carcomida por el salitre solo era legible un nombre sin apellidos: Sierva María de todos los Ángeles. Extendida en el suelo, la cabellera espléndida medía veintidós metros con once centímetros”

¡Ahí está la noticia! Esta frase pronunciada con los más diversos niveles de entusiasmo quizá es una de las más recurrentes en el periodismo. Encontrar la noticia, o sea el ángulo inédito de un acontecimiento, es el momento cumbre del oficio de reportero. En lo personal, casi nunca he podido desprenderme de esa actitud y de ese impulso, incluso en mis actividades académicas. Al escribir una columna de opinión, lo mismo que un informe académico, no dejo de buscar ese ángulo sorprendente, una herencia del oficio de reportero. En el fondo, siempre estoy buscando esa voz interior que me diga ¡Ahí está la noticia!…