jueves, 24 de mayo de 2012

Laclau y Ramonet: uso político y negación mediática

Por Gustavo Abad

Los dos visitaron Quito hace pocos días y ambos, a su manera, expusieron ideas que, por muchas razones, no necesariamente acordes con su planteamiento original, resultan funcionales al discurso dominante del gobierno ecuatoriano respecto de la política y la comunicación. Ignacio Ramonet, en la Capilla del Hombre, y Ernesto Laclau, en la Flacso, dijeron lo que el oficialismo necesitaba oír en su estrategia de instrumentalizar a su favor cualquier corriente de pensamiento reconocida.

El tono religioso con el que el gobierno y los medios estatales se refirieron a estos pensadores contrasta con las versiones descalificadoras que sobre ellos construyeron la mayoría de medios privados y sectores de oposición. Instrumentalización de las ideas, por un lado, y descalificación de sus autores, por otro, solo pueden resumirse en desinformación, es decir, en negarle a la población una información contextualizada que le permita ampliar sus horizontes conceptuales en lugar de reducirlos.  

Laclau y Ramonet no son precisamente una dupla como las muchas que ha habido en la tradición intelectual, pero en el Ecuador las circunstancias los juntan de manera curiosa. Para el gobierno y los medios estatales, ellos son la reserva intelectual de su proyecto de revolución ciudadana. Para la oposición y los medios privados, unos oscuros académicos al servicio del gobierno. ¿Podemos dar por válidas esas dos posiciones sin antes preguntarnos cuáles son los aportes y los límites atribuidos al  pensamiento de uno y otro y de qué manera dialogan con la realidad local y regional? Eso, ni al gobierno ni a los medios les interesa aclarar, sumidos como siguen, en una lógica de negación mutua. 

Sin embargo, el principal ejercicio de negación de sus propias ideas corre a cargo de Ramonet. El ideólogo del quinto poder repitió lo que viene diciendo hace más de una década pero pasó por alto el contexto ecuatoriano. Surgida en un momento histórico de expansión de internet y de los circuitos de difusión informativos, la teoría del quinto poder consiste, en palabras del propio Ramonet, en “oponer una fuerza cívica ciudadana a la nueva coalición dominante. Un quinto poder cuya función sería denunciar el superpoder de los grandes grupos mediáticos, cómplices y difusores de la globalización liberal”. Una idea fuerte que sigue vigente como ideal social.

La negación radica en que Ramonet no se inmuta ante el hecho de que esa función crítica, esa capacidad impugnadora acerca de los medios no está siendo ejercida en el Ecuador por las audiencias, sino por el poder político, con todas las distorsiones respecto del planteamiento inicial. Lo que menos puede exhibir el gobierno ecuatoriano en estos momentos es alguna iniciativa respetable de formación de audiencias críticas. La confrontación discursiva con los medios y la disputa por el relato social no la ejerce la sociedad organizada sino el aparato de propaganda gubernamental que, en lugar de expandir el pensamiento, lo asfixia. 

La lectura crítica de los medios, ese proceso intelectual que nos permite analizar, explicar, cuestionar y, en determinado momento, disputar con los medios el monopolio del relato social, ha sido suplantada en este gobierno por un conjunto de alegatos en torno a la verdad, de enjuiciamientos a periodistas y otros recursos que poco aportan al pensamiento crítico. Ramonet tiene demasiado camino a sus espaldas como para no darse cuenta de ello, pero no parece hacerlo en medio de tanto repique de campanas a su paso. Esa comodidad con el halago interesado provoca dudas acerca de su honradez intelectual.

En cuanto a Laclau, sobra decir que su aporte a las ciencias sociales es de otra tesitura. El conjunto de sus reflexiones acerca del llamado populismo arroja luces sobre esa dimensión de la política, tradicionalmente identificada con un orden instintivo, emocional y caótico, despreciado por las teorías liberales así como por los modelos racionales y positivistas de la democracia y el poder. 

Laclau aparta al populismo de su carga peyorativa y lo define, no como una anomalía vergonzante, sino como una forma distinta y posible de canalizar la experiencia política de una sociedad en un momento especialmente difuso e inestable, donde se hace necesario construir algún sentido relevante, alguna acción convocante, algún liderazgo fuerte. La palabra populismo, según Laclau, es apenas la  convención idiomática usada por los cientistas sociales para nombrar una expresión política antisistémica que no tendría cauce por vías racionales ni programáticas.

En gran medida, la ola de indignación moral que llevó a Rafael Correa al poder y que lo sostiene ahí, proviene de esa zona emocional, despreciada por la ideología liberal. Sin embargo, la práctica del poder que exhibe el proyecto llamado revolución ciudadana está muy lejos de esa fuerza moral que reivindica Laclau. Todo lo contrario, su modelo de desarrollo (extractivista), su aparato administrativo (tecnocrático), su idea del orden (verticalista), su sentido de la gobernabilidad (criminalización de la protesta) y de la comunicación política (propaganda oficial) y otros rasgos visibles no pueden ser más racionales, positivistas y sistémicos.

De manera contradictoria, el oficialismo se monta en el discurso de Laclau para justificar una práctica política que tiene más de positivismo autoritario que de energía social antisistémica. Entre los dos hay uno que está haciendo uso fraudulento del otro. Apuesto a que el fraude no es de Laclau.


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