Por Gustavo Abad
El filósofo Walter Benjamin decía que los seres humanos no hablamos mediante el lenguaje, sino que somos en el lenguaje. El ser y el lenguaje forman una misma unidad espiritual, apuntaba el pensador judío alemán para recalcar el valor de las palabras en la historia y en la cultura.
Los gobernantes son los sujetos del poder por excelencia y el poder se ejerce, tradicionalmente, por coacción o persuasión. En otras palabras, los gobernantes procuran el dominio político, pero también el consentimiento cultural. Ahí es donde entra el lenguaje, como vehículo del poder.
“Yo puedo decidir a quién enjuicio o no, y no me da la gana de enjuiciar al ingeniero Fabricio Correa…”, dijo ayer el presidente de la República, Rafael Correa, luego de ofrecer su testimonio en el juicio por supuesto daño moral, que sigue contra los autores del libro “El Gran Hermano”. Como se sabe, el libro es una investigación periodística que revela los negocios de su hermano, Fabricio, con el Estado.
No importa quién haya hecho la pregunta, ni para qué medio trabaje, la respuesta del primer mandatario solo produce asociaciones negativas, nefastas para ser más claros. Si no, recordemos el célebre “pacto de la regalada gana…” entre roldosistas y socialcristianos en la época de la llamada “partidocracia”, que viene a mi memoria como un eco de la prepotencia de aquella clase política embriagada de poder.
Por ello, la respuesta de Correa es inaceptable más allá de las circunstancias que rodean este juicio puntual. Las palabras son la envoltura lingüística con que se proyecta la psiquis. Y la psiquis de una persona que hace o deja de hacer las cosas porque le da o no le da la gana es algo que produce desconfianza. Y miedo, cuando se trata de un gobernante.
“Con mi plata yo hago lo que me da la gana…”, suelen decir los que están seguros de tenerla en demasía y no saben qué hacer con tanta riqueza. Esa incontinencia emocional por demostrar su capacidad acumulativa es lo que caracteriza a los llamados “nuevos ricos” y por eso derrochan a placer.
Cuando Mónica Chuji definió como nuevo rico a un publicista investido de autoridad, a mi modo de entender, no solo se refería al tema económico, sino también a la tendencia de muchos funcionarios de este gobierno a manejar su parcela de poder como les da la gana. Mejor dicho, no saben qué hacer con él y por eso lo dilapidan en juicios y amenazas.
Parafraseando al escritor español Alex Grijelmo, parece que el genio del idioma ha puesto a nuestro alcance una nueva categoría sociocultural, el “nuevorriquismo”, que podríamos definir como una predisposición de alguien a dilapidar un capital adquirido de golpe, sin mayor consciencia de ello, sin que medie, entre sus impulsos y sus actos, un proceso de reflexión.
“En mi medio yo publico lo que me da la gana y, si no le gusta, cambie de canal o no lea el periódico…” dicen también los que ejercen el “nuevorriquismo” mediático, privado o estatal. Y así, entramos cada vez más en una dimensión emocional y ofuscada del ejercicio del poder mediante el lenguaje. Qué maestro era Benjamin.
Ya sabemos que el concepto de capital no es solo económico. También existe el capital político, el social, el cultural y otros. Aquí, lo que asusta no es tanto la soberbia del nuevo rico económico, que hace con su plata lo que le da la gana. También asusta la violencia del nuevo rico mediático, que informa según sus vísceras, ya sea al servicio del gobierno o de las empresas de medios. Y la lista de esos nuevos ricos se vuelve muy larga…
Sin embargo, lo que asusta realmente es el posible surgimiento de un “nuevorriquismo” político, cuyos exponentes enjuician o dejan de enjuiciar, perdonan o dejan de perdonar, según la escala del poder que ocupan. Pero, sobre todo, que dilapidan su capital político según les dicta su real gana.
martes, 29 de noviembre de 2011
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3 comentarios:
cierto, ademas el problema es que esa actitud "nomedalaganistica", prepotente se disgrega y se vuelve un modo de ser, actuar algo asi como un sello que te dire? se podra llegar a acuerdos con personajes o dirigentes de ese talante?. Que sigue?.
La lapidación del capital político es grave, ningún dilapidador ha conservado su riqueza electoral por mucho tiempo. Y el electorado ecuatoriano no se caracteriza por su fidelidad precisamente....Los que votan por un presidente son los que lo botan después. Cuidado, presidente que ya está jugando con fuego!
Quise decir la dilapidación, no la lapdación..bueno, también
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