Gustavo Abad
Un joven ecuatoriano es el único sobreviviente de la masacre perpetrada, hace una semana, en el estado de Tamaulipas (México) por una banda de narcotraficantes (los Zetas) contra 72 personas que intentaban cruzar la frontera hacia Estados Unidos. Los medios publicaron la noticia, unos con más, otros con menos detalles. En lo que sí coincidieron casi todos fue en ese afán enfermizo de publicar los nombres y las fotos del sobreviviente y de sus familiares, como si de la identificación de los rasgos de las víctimas dependiera la credibilidad del periodismo.
Me niego a aceptar que, a estas alturas, los editores de los principales medios del país, como El Comercio, por ejemplo, que se dicen defensores del buen oficio, respetuosos del lector, que trabajan al servicio de la gente, y un montón de palabrería devaluada por el mal uso, no hayan resuelto todavía en sus procedimientos un asunto de ética elemental, como es la obligación del medio de abstenerse de publicar una información cuando exista la mínima posibilidad de exponer a las personas.
Las fotos publicadas en ese diario –no importa si alguna salió completa y otra “pixelada” – ayudó a aumentar el estado de indefensión, no solo del compatriota herido, sino de todo su entorno familiar. Sobra decir que se trata de un entorno marcado por la pobreza en un pueblo de la provincia del Cañar, lo cual facilita los abusos de toda clase. Todo indica que hay medios y periodistas que no hacen conciencia de su capacidad de causar daño.
Si no fuera lamentable, sería cómico el argumento de uno de los jefes periodísticos de El Comercio, quien sugiere en un artículo que la responsabilidad de proteger a los testigos no es de los medios sino de las autoridades. Asombroso descubrimiento. Después dice que el diario no ha expuesto a las víctimas puesto que los mafiosos que se dedican al tráfico de personas los conocen muy bien por haber tenido tratos anteriormente con ellos. Entonces publiquen la lista de todos los habitantes del pueblo.
Si ese razonamiento viniera de un estudiante de primer año de periodismo, se podría entender, por su nivel de formación, pero no se puede admitir lo mismo de personas que llevan más de veinte años en este oficio y que además ejercen como responsables de la línea informativa de uno de los más grandes diarios del país. Si ellos, los que aspiran a ser referentes de los más jóvenes, no la tienen clara, qué se puede esperar del resto.
“¿Qué gana la sociedad al no conocer el rostro del testigo?”, se pregunta ese mismo jefe periodístico para justificar lo injustificable. La pregunta debería ser al revés: ¿Qué gana la sociedad al conocerlo? Es más: ¿Qué gana la víctima con que todos lo miremos en ese estado íntimo e inviolable como es el sufrimiento? Si los jefes periodísticos de ese diario admitieran que se equivocaron y pidieran disculpas, ese solo gesto los haría merecedores de un poco de respeto. Pero no demuestran la intención de hacerlo, por lo tanto, no hay razón para respetarlos.
El problema es que ciertos medios todavía se guían por esa falsa premisa según la cual la contemplación del horror sirve de lección a la humanidad para no volverlo a cometer. Gran pretexto, inventado para regodearse con la exposición del dolor ajeno. Valga la ocasión para recordarles lo que decía Susan Sontag sobre este tema: “Los únicos que tienen derecho a mirar el dolor ajeno son los que tienen alguna posibilidad de remediarlo”.
En efecto, el médico que alivia las heridas, la autoridad que podría acercar un poco de justicia, el familiar que ofrece compañía y fuerza espiritual, son los únicos con derecho a mirar el sufrimiento del otro. El resto, es decir la mayoría de nosotros, somos simples fisgones. Y todavía hay medios y periodistas que no se dan cuenta. O fingen no darse cuenta, que es peor.
lunes, 30 de agosto de 2010
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