Quito, 27 de enero de 2010
CARTA ABIERTA
Señores JUNTA DE ACCIONISTAS DE DIARIO EL TELÉGRAFO
Señores MIEMBROS DEL DIRECTORIO DE DIARIO EL TELÉGRAFO
C.C.: Rubén Montoya Vega, director de El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz, subdirectora
Gobierno, sociedad y medios públicos
La historia ecuatoriana, así como la de muchas sociedades contemporáneas, registra la importancia de los medios de comunicación y del periodismo como espacios de construcción del discurso y el debate públicos. Podemos decir que, a la par de la cultura política, responsable del modo de organización social, se ha desarrollado una cultura periodística, responsable del modo de entender las relaciones sociales.
En el Ecuador, la cultura periodística -cuyos elementos vertebradores son: propiedad, condiciones de producción y prioridades informativas de los medios- se ha desarrollado exclusivamente en el ámbito de los medios privados. Por ello, la creación de medios públicos ha sido una de las iniciativas más acertadas del actual Gobierno en la gran tarea de diversificar y democratizar la oferta informativa y devolver a ésta su condición de bien público.
No obstante, el desarrollo y consolidación de los medios públicos tienen como condición indispensable su independencia informativa respecto del poder político. Cualquier decisión o iniciativa que tienda a vincular a estos medios con actividades de promoción y difusión del gobierno de turno supondría un retroceso, no solo en la cultura periodística sino también en las posibilidades de democratización del espacio mediático en el país.
En las últimas semanas ha trascendido, por diversos espacios informativos, la intención de algunos funcionarios del Gobierno Nacional de crear un órgano de difusión oficial que, valga recordarlo, no es ni remotamente lo mismo que un medio público. En principio, ese no es el problema, puesto que el Gobierno está en su derecho de informar sobre su desempeño y el de sus funcionarios. El problema radica en que ese medio nacería, como lo han advertido varias fuentes, cobijado bajo la infraestructura de diario El Telégrafo. Esta cercanía de hecho entre un medio público y un órgano de difusión y propaganda oficial podría comprometer el proceso y afectar notablemente las posibilidades de consolidación de diario El Telégrafo como medio público.
De este modo, la sociedad recibiría un mensaje contradictorio sobre la naturaleza y los alcances del proyecto de medios públicos y podría interpretar que el mismo Gobierno que abrió la posibilidad de construir un espacio de discusión e información desde el interés de ciudadanos y ciudadanas, ahora pretende manejar y controlar esos mismos medios que contribuyó a crear. Adicionalmente, en el marco de la campaña instrumentada en contra de la regulación de la actividad de los medios de comunicación, este mensaje, con seguridad, será capitalizado a su conveniencia -es decir de modo perverso- por los medios privados.
Por ello, quienes colaboramos con El Telégrafo, desde una posición crítica e independiente del poder político, expresamos nuestra preocupación por este proyecto que, según información de dominio público, está próximo a concretarse. Expresamos, además, nuestro apoyo a la existencia y consolidación de medios públicos, como El Telégrafo, orientados a ofrecer información periodística al servicio del interés ciudadano antes que del gubernamental.
Firman 34 columnistas de diario El Telégrafo
César Paz y Miño
C.I. 170434509-7
Jorge Núñez
C.I. 020011241-5
Xavier Flores
C.I. 09-0897725-9
Lucrecia Maldonado
C.I. 170730727-6
Silvia Buendía
C.I. 091267845-5
Alicia Ortega
C.I. 090790716-6
Orlando Pérez
C.I. 170721072-8
José Antonio Figueroa
C.I. 171333770-5
Mariana Neira
C.I. 170822205-5
Ylonka Tillería
C.I. 170661548-9
Santiago Rosero
C.I. 171118048-7
Floresmilo Simbaña
C.I. 171166228-6
Mateo Martínez
C.I. 171256643-7
Alejandro Moreano
C.I. 170128825-8
Guillermo Bustos
C.I. 170038726-1
Gustavo Abad
C.I. 110275426-2
Pablo Ospina
C.I. 171113745-3
Hernán Reyes
C.I. 170557980-1
Mauro Cerbino
C.I. 171227804-1
Werner Vásquez
C.I. 171161163-0
Wladimir Sierra
C.I. 170786937-4
Hugo Jácome
C.I. 170887881-0
Amelia Ribadeneira
C.I. 171248331-0
Ángel Emilio Hidalgo
C.I. 091524022-0
Ricardo Cevallos Estrellas
C.I. 0909017600-0
Iván Sierra Hidalgo
C.I. 090493247-2
Juan Paz y Miño
C.I. 170308315-2
Guillaume Long
C.I. 171870875-1
Juan Carlos Morales
C.I. 100170710-6
Christian León
C.I. 1710164441
Erika Sylva
C.I. 1704180577
Padre Pedro Pierre
C.I. 1717234338
Gabriela Muñoz
C.I. 1710718899
Jeannine Zambrano
C.I. 0908913726
El Telégrafo
viernes, 29 de enero de 2010
sábado, 23 de enero de 2010
Yasuní, valor real y simbólico
Por Gustavo Abad
Los medios tradicionales siempre han visto con desconfianza a los ecologistas. No olvidemos que el famoso oleoducto de crudos pesados (OCP) se construyó, a principios de esta década, con el apoyo de un gobierno obediente de los intereses empresariales y el de unos medios favorables al modelo extractivista de desarrollo. En un diario guayaquileño incluso se ordenó a ciertos periodistas vigilar y delatar a sus propios compañeros cuando estos dieran muestras de simpatizar con la causa ecologista.
En temas relacionados con el ambiente, los medios generalmente han actuado bajo una doble moral. En esas ambiguas secciones llamadas Sociedad suelen colocar toda la información pintoresca: que las maripositas por acá, que los arroyos cantarinos más allá, que los anfibios juguetones por ahí. En cambio, las secciones de Economía suelen estar llenas de datos sobre el mercado petrolero, los avances de las corporaciones, las nuevas técnicas de explotación y cosas por el estilo.
En su mayoría, los medios han abordado los temas del ambiente desde una visión paisajística. Anecdótica en muchos casos. Un atractivo visual para el encantamiento del mundo, como dirían algunos posmodernos. En otros casos, un incentivo para que los sedentarios superen la pereza del fin de semana. En cambio, los temas de economía siempre han representado el principio de realidad, el pragmatismo, las cifras reales, el espacio de las grandes decisiones.
Todo esto a propósito del enorme significado de la iniciativa Yasuní-ITT y los efectos de lo que ocurra en adelante con este proyecto, que parece estar al borde del fracaso o al inicio de una nueva etapa, según como se lo quiera mirar. La rabieta con la que el presidente Correa dinamitó uno de los proyectos más esperanzadores de este gobierno, al declarar que su equipo negociador había hecho una negociación vergonzosa, desató una cadena de reacciones, cuyo peso y valor simbólico resultan abrumadores por muchas razones.
Vayamos al inicio de todo esto. Cuando el gobierno presentó la iniciativa, en junio de 2007, la mayoría de los medios la reportó como otra más de las ideas utópicas de un gobierno con discurso revolucionario. Así, lo que pudo ser capitalizado como un gran proyecto nacional, como la punta de lanza de un compromiso mundial con el planeta, los medios lo relegaron a segundo plano, más atentos al escándalo político que sirviera a la oposición. Solo se acordaban del Yasuní cuando algún arrebato verbal del presidente Correa ponía en evidencia su ambigüedad sobre el tema y les daba la oportunidad de usarlo en su contra.
Ventajosamente y pese a esas dos actitudes calculadoras –la del presidente y la de los medios– respecto del Yasuní, éste nombre se ha convertido un símbolo de grandes proporciones. Tiene un enorme valor real, pero igual valor simbólico. De hecho, el éxito o fracaso de la iniciativa seguramente será el punto de quiebre, el momento a partir del cual el gobierno logre recuperar la confianza de la población sensible y de las organizaciones y colectivos comprometidos con la causa ambiental o termine de echárselos definitivamente en contra. Será la señal de cuál es la corriente vencedora en el movimiento que ocupa el poder.
Lo paradójico es que los que siempre han estado a favor de las políticas extractivistas, como los medios tradicionales y la derecha empresarial, ahora levantan la bandea ecologista. El ideólogo de un proyecto revolucionario está a punto de permitir que éste sea capitalizado en su contra como parte de las ofertas incumplidas. Pocas veces las brújulas de la política y de la comunicación han estado tan desquiciadas como ahora.
Si revisamos las noticias, la preocupación de los medios no es cómo salvar un área de casi un millón de hectáreas de bosque primario, reserva de oxígeno de las nuevas generaciones, hogar de pueblos no contactados, sino qué tan golpeado sale el gobierno de esta peripecia. Casi nadie se acuerda de que ahí no solo está en juego la popularidad del presidente, sino la vida de los últimos tagaeri y taromenane, esa cercana y distante comunidad original, que habita una de las zonas de mayor diversidad biológica del mundo. Ningún medio plantea el tema de la conservación como un recurso para enfrentar una crisis civilizatoria que amenaza con destruir el planeta. La concepción paisajística de la naturaleza, que domina en los medios, obstruye incluso la comprensión de la variable económica de un cambio de modelo de desarrollo.
Llegados a este punto, dejemos a un lado el desatino del gobierno y la cortedad de vista de los medios. Por respeto a la vida, por compromiso con la humanidad, por miedo a la historia, no se puede tocar el Yasuní. Como decía el viejo Blades hace ya varios años: de qué nos sirve tener inteligencia si no aprendemos usar la conciencia.
El Telégrafo, 24-01-2010
Los medios tradicionales siempre han visto con desconfianza a los ecologistas. No olvidemos que el famoso oleoducto de crudos pesados (OCP) se construyó, a principios de esta década, con el apoyo de un gobierno obediente de los intereses empresariales y el de unos medios favorables al modelo extractivista de desarrollo. En un diario guayaquileño incluso se ordenó a ciertos periodistas vigilar y delatar a sus propios compañeros cuando estos dieran muestras de simpatizar con la causa ecologista.
En temas relacionados con el ambiente, los medios generalmente han actuado bajo una doble moral. En esas ambiguas secciones llamadas Sociedad suelen colocar toda la información pintoresca: que las maripositas por acá, que los arroyos cantarinos más allá, que los anfibios juguetones por ahí. En cambio, las secciones de Economía suelen estar llenas de datos sobre el mercado petrolero, los avances de las corporaciones, las nuevas técnicas de explotación y cosas por el estilo.
En su mayoría, los medios han abordado los temas del ambiente desde una visión paisajística. Anecdótica en muchos casos. Un atractivo visual para el encantamiento del mundo, como dirían algunos posmodernos. En otros casos, un incentivo para que los sedentarios superen la pereza del fin de semana. En cambio, los temas de economía siempre han representado el principio de realidad, el pragmatismo, las cifras reales, el espacio de las grandes decisiones.
Todo esto a propósito del enorme significado de la iniciativa Yasuní-ITT y los efectos de lo que ocurra en adelante con este proyecto, que parece estar al borde del fracaso o al inicio de una nueva etapa, según como se lo quiera mirar. La rabieta con la que el presidente Correa dinamitó uno de los proyectos más esperanzadores de este gobierno, al declarar que su equipo negociador había hecho una negociación vergonzosa, desató una cadena de reacciones, cuyo peso y valor simbólico resultan abrumadores por muchas razones.
Vayamos al inicio de todo esto. Cuando el gobierno presentó la iniciativa, en junio de 2007, la mayoría de los medios la reportó como otra más de las ideas utópicas de un gobierno con discurso revolucionario. Así, lo que pudo ser capitalizado como un gran proyecto nacional, como la punta de lanza de un compromiso mundial con el planeta, los medios lo relegaron a segundo plano, más atentos al escándalo político que sirviera a la oposición. Solo se acordaban del Yasuní cuando algún arrebato verbal del presidente Correa ponía en evidencia su ambigüedad sobre el tema y les daba la oportunidad de usarlo en su contra.
Ventajosamente y pese a esas dos actitudes calculadoras –la del presidente y la de los medios– respecto del Yasuní, éste nombre se ha convertido un símbolo de grandes proporciones. Tiene un enorme valor real, pero igual valor simbólico. De hecho, el éxito o fracaso de la iniciativa seguramente será el punto de quiebre, el momento a partir del cual el gobierno logre recuperar la confianza de la población sensible y de las organizaciones y colectivos comprometidos con la causa ambiental o termine de echárselos definitivamente en contra. Será la señal de cuál es la corriente vencedora en el movimiento que ocupa el poder.
Lo paradójico es que los que siempre han estado a favor de las políticas extractivistas, como los medios tradicionales y la derecha empresarial, ahora levantan la bandea ecologista. El ideólogo de un proyecto revolucionario está a punto de permitir que éste sea capitalizado en su contra como parte de las ofertas incumplidas. Pocas veces las brújulas de la política y de la comunicación han estado tan desquiciadas como ahora.
Si revisamos las noticias, la preocupación de los medios no es cómo salvar un área de casi un millón de hectáreas de bosque primario, reserva de oxígeno de las nuevas generaciones, hogar de pueblos no contactados, sino qué tan golpeado sale el gobierno de esta peripecia. Casi nadie se acuerda de que ahí no solo está en juego la popularidad del presidente, sino la vida de los últimos tagaeri y taromenane, esa cercana y distante comunidad original, que habita una de las zonas de mayor diversidad biológica del mundo. Ningún medio plantea el tema de la conservación como un recurso para enfrentar una crisis civilizatoria que amenaza con destruir el planeta. La concepción paisajística de la naturaleza, que domina en los medios, obstruye incluso la comprensión de la variable económica de un cambio de modelo de desarrollo.
Llegados a este punto, dejemos a un lado el desatino del gobierno y la cortedad de vista de los medios. Por respeto a la vida, por compromiso con la humanidad, por miedo a la historia, no se puede tocar el Yasuní. Como decía el viejo Blades hace ya varios años: de qué nos sirve tener inteligencia si no aprendemos usar la conciencia.
El Telégrafo, 24-01-2010
sábado, 9 de enero de 2010
El lugar de la comunicación
Por Gustavo Abad
Al inicio de esta semana, Alejandro Moreano planteó una máxima fundamental. Hay que poner la política en su sitio, dijo en este mismo diario. Se refería a que cualquier legislación tiene sentido en la medida en que garantiza la lucha social, el juego de los contrapesos, el ejercicio efectivo de la política en lugar del culto a la institucionalidad.
Voy a usufructuar la idea de Moreano y decir que también hay que poner la comunicación en su sitio. Me refiero a que el debate sobre la Ley de Comunicación no puede estar constreñido solo a la información mediatizada, que es importante pero no lo es todo, sino también a la participación activa de las los sectores sociales en la esfera pública, a garantizar la toma de la palabra de la gente antes que la defensa corporativa de las empresas de medios.
En otras palabras, revisar la profunda relación entre comunicación y política, porque no hay acto más político que la voluntad individual o colectiva de tomar la palabra, de consolidar una voz ante los demás, de legitimarse como narrador de la circunstancia propia. Otra cosa es el activismo político soterrado que hacen algunos medios privados y lo venden como información periodística. Tampoco nos confundamos con eso.
La dimensión política de la comunicación radica en su capacidad para interpelar, no solo al destinatario de un mensaje, sino al modo mismo de organización social y a las relaciones de poder que lo sostienen. La comunicación sirve para el autoreconocimiento, para tener conciencia de nosotros mismos. No hay posibilidades de acción política sin esos elementos como base.
Hay razones para pensar que cierto núcleo de funcionarios y publicistas no termina de entender esa relación. Por un lado, el resucitamiento del proyecto de los comités de defensa de la revolución. Por otro, los afanes de acrecentar la máquina de propaganda oficial al no lograr que los medios públicos se sometan a su agenda, como esperaban. Las garantías de la participación política no está en los CDR, así como las garantías de la veracidad informativa no está en los órganos de propaganda oficial.
A ver, aclaremos las cosas. Medios públicos sólo hay tres: El Telégrafo, Radio Pública y ECTV. Lo son porque se han constituido legalmente como tales y porque trabajan, con aciertos y errores, sobre proyectos periodísticos que procuran responder a esa condición. Son públicos y no oficiales. Por eso hay que exigirles independencia (defender el interés del país y no del gobierno), pluralidad (mostrar otras formas de vida), responsabilidad social (ética y buen oficio), inclusión (participación de los sectores sociales), pedagogía ciudadana (formación de públicos en derechos y deberes), entre otros valores.
Solo la mala intención de algunos medios privados pone en el mismo saco y confunde a los públicos con los incautados (como Gama TV o TC Televisión) y con los órganos de propaganda oficial (como El Ciudadano) que son cualquier cosa menos medios públicos. Es muy difícil encontrar en esos medios los valores periodísticos a los que sí aspiran los públicos. Lo que hay que exigir allí es cuentas claras a los responsables de su manejo institucional e informativo.
El déficit de comunicación política del gobierno, que impide que los sectores sociales se apropien de los proyectos que los benefician y que son muchos, no se soluciona creando órganos de propaganda oficial. Lo que no hace el diálogo no lo hacen los golpes de efecto. Así como la entrega de frecuencias a los pueblos indígenas no repara la ausencia de acuerdos con ese sector, el déficit de participación política no se soluciona mediantes comités de defensa de la revolución.
Si esos comités ayudan a confundir la participación cívica en un proyecto de gobierno con lo que es una militancia dogmática en una organización partidista, los órganos de propaganda confunden la información de interés público con la venta de un producto llamado gobierno.
Hay que devolverle a la comunicación su justo lugar en la política.
El Telégrafo 10-01-2010
Al inicio de esta semana, Alejandro Moreano planteó una máxima fundamental. Hay que poner la política en su sitio, dijo en este mismo diario. Se refería a que cualquier legislación tiene sentido en la medida en que garantiza la lucha social, el juego de los contrapesos, el ejercicio efectivo de la política en lugar del culto a la institucionalidad.
Voy a usufructuar la idea de Moreano y decir que también hay que poner la comunicación en su sitio. Me refiero a que el debate sobre la Ley de Comunicación no puede estar constreñido solo a la información mediatizada, que es importante pero no lo es todo, sino también a la participación activa de las los sectores sociales en la esfera pública, a garantizar la toma de la palabra de la gente antes que la defensa corporativa de las empresas de medios.
En otras palabras, revisar la profunda relación entre comunicación y política, porque no hay acto más político que la voluntad individual o colectiva de tomar la palabra, de consolidar una voz ante los demás, de legitimarse como narrador de la circunstancia propia. Otra cosa es el activismo político soterrado que hacen algunos medios privados y lo venden como información periodística. Tampoco nos confundamos con eso.
La dimensión política de la comunicación radica en su capacidad para interpelar, no solo al destinatario de un mensaje, sino al modo mismo de organización social y a las relaciones de poder que lo sostienen. La comunicación sirve para el autoreconocimiento, para tener conciencia de nosotros mismos. No hay posibilidades de acción política sin esos elementos como base.
Hay razones para pensar que cierto núcleo de funcionarios y publicistas no termina de entender esa relación. Por un lado, el resucitamiento del proyecto de los comités de defensa de la revolución. Por otro, los afanes de acrecentar la máquina de propaganda oficial al no lograr que los medios públicos se sometan a su agenda, como esperaban. Las garantías de la participación política no está en los CDR, así como las garantías de la veracidad informativa no está en los órganos de propaganda oficial.
A ver, aclaremos las cosas. Medios públicos sólo hay tres: El Telégrafo, Radio Pública y ECTV. Lo son porque se han constituido legalmente como tales y porque trabajan, con aciertos y errores, sobre proyectos periodísticos que procuran responder a esa condición. Son públicos y no oficiales. Por eso hay que exigirles independencia (defender el interés del país y no del gobierno), pluralidad (mostrar otras formas de vida), responsabilidad social (ética y buen oficio), inclusión (participación de los sectores sociales), pedagogía ciudadana (formación de públicos en derechos y deberes), entre otros valores.
Solo la mala intención de algunos medios privados pone en el mismo saco y confunde a los públicos con los incautados (como Gama TV o TC Televisión) y con los órganos de propaganda oficial (como El Ciudadano) que son cualquier cosa menos medios públicos. Es muy difícil encontrar en esos medios los valores periodísticos a los que sí aspiran los públicos. Lo que hay que exigir allí es cuentas claras a los responsables de su manejo institucional e informativo.
El déficit de comunicación política del gobierno, que impide que los sectores sociales se apropien de los proyectos que los benefician y que son muchos, no se soluciona creando órganos de propaganda oficial. Lo que no hace el diálogo no lo hacen los golpes de efecto. Así como la entrega de frecuencias a los pueblos indígenas no repara la ausencia de acuerdos con ese sector, el déficit de participación política no se soluciona mediantes comités de defensa de la revolución.
Si esos comités ayudan a confundir la participación cívica en un proyecto de gobierno con lo que es una militancia dogmática en una organización partidista, los órganos de propaganda confunden la información de interés público con la venta de un producto llamado gobierno.
Hay que devolverle a la comunicación su justo lugar en la política.
El Telégrafo 10-01-2010
lunes, 4 de enero de 2010
Un canal no marca el límite del debate
Por Gustavo Abad
La sanción a un medio de comunicación no es algo para celebrar por más que en ese medio se practique un periodismo de bajísima calidad. La reciente suspensión por 72 horas a Teleamazonas es lamentable, no porque ese medio tenga alguna autoridad para autodefinirse como defensor de la libertad de expresión, sino porque la sanción viene desde la autoridad estatal y porque ocurre en el momento de mayor tensión entre el gobierno y la mayoría de los medios privados. Entonces a muchos les viene fácil enturbiar las aguas para que nadie entienda nada.
Aquí no hay víctimas ni victimarios porque la Superintendencia de Telecomunicaciones procedió dentro de un marco legal vigente al que ningún medio había cuestionado antes sino cuando pudo volverse en su contra. Si tuviéramos una Ley de Comunicación reguladora de obligaciones y garante de derechos, quizá esto no habría pasado. Lo que sí hay es un estado de cosas confuso, que impide distinguir hasta dónde llegan las atribuciones legales y dónde comienza el cálculo político. Tampoco está claro hasta dónde llega la libertad de expresión y dónde comienza el abuso de algunos medios y periodistas respecto de ese derecho.
Entre el poder político y el poder mediático han secuestrado el debate y excluido al resto. La guerra informativa es despreciable cuando se origina en el Estado, pero es más repudiable cuando la practican los medios de comunicación al hacer activismo político no declarado. Y lo que hay aquí es una guerra informativa, una lucha por el control del relato y sus significados, en la que el poder político tiene tanta responsabilidad como el poder mediático. No se hagan las víctimas ninguno de los dos.
Si nos alejamos un momento del ruido generado por la sanción a Teleamazonas, quizá podamos entender mejor que lo ocurrido es solo uno de los efectos más visibles de ese estado de cosas, pero no el único ni el más lamentable. En mi criterio lo más grave hasta ahora es que la tensión entre medios privados y gobierno nos haya privado de una información y un debate confiables respecto de la Ley de Comunicación. En cuanto a la sanción, es condenable que esta sea tomada por la oposición como pretexto para echar al traste los acuerdos en torno a la Ley de Comunicación, como si ese canal marcara el límite del debate. Pero quizá lo más grave es que se posterga un debate urgente –siempre eludido por los dueños de los las empresas periodísticas–acerca de la responsabilidad social de los medios.
Recordemos que una primera sanción a ese canal ocurrió a mediados de este año a partir de una demanda planteada por dos organizaciones sociales. El colectivo cultural DiablUma y Protección de Animales Ecuador (PAE) impulsaron, con la ayuda de la Defensoría del Pueblo, una demanda para que ese canal fuera sancionado por transmitir imágenes de corridas de toros en horario no autorizado. La existencia de una sociedad movilizada en defensa de su derecho a una televisión de mejor calidad le dio mayor fuerza y legitimidad a la sanción.
Sin embargo, la segunda sanción –por la noticia de un supuesto centro clandestino del Consejo Nacional Electoral en Guayaquil– y la tercera –por la versión de una supuesta afectación a la pesca en la isla Puná debido a la exploración de gas– fueron impulsadas por el Estado. Eso justifica las dudas respecto de su legitimidad moral. Pero ¿quién la puede ostentar a estas alturas? No el Estado pero tampoco los medios privados. Ahí está lo lamentable del caso.
La sanción ocurre en un momento en que, por un lado, el gobierno tiene dificultades para conciliar su discurso social con sus prácticas y, por otro, cuando los medios privados están volcados al activismo político en lugar de garantizar al público una información confiable. El caso Teleamazonas no puede marcar el límite del debate, como algunos quisieran. El límite o, mejor dicho, el horizonte debe seguir siendo la construcción de una Ley de Comunicación basada en el consenso social.
Me resistía a usarlo, pero el lugar común de que en toda guerra –en este caso informativa– la primera víctima es la verdad, viene tratando de colarse desde la primera línea de esta columna y se ha ganado su derecho a quedarse.
El Telégrafo 04-01-2010
La sanción a un medio de comunicación no es algo para celebrar por más que en ese medio se practique un periodismo de bajísima calidad. La reciente suspensión por 72 horas a Teleamazonas es lamentable, no porque ese medio tenga alguna autoridad para autodefinirse como defensor de la libertad de expresión, sino porque la sanción viene desde la autoridad estatal y porque ocurre en el momento de mayor tensión entre el gobierno y la mayoría de los medios privados. Entonces a muchos les viene fácil enturbiar las aguas para que nadie entienda nada.
Aquí no hay víctimas ni victimarios porque la Superintendencia de Telecomunicaciones procedió dentro de un marco legal vigente al que ningún medio había cuestionado antes sino cuando pudo volverse en su contra. Si tuviéramos una Ley de Comunicación reguladora de obligaciones y garante de derechos, quizá esto no habría pasado. Lo que sí hay es un estado de cosas confuso, que impide distinguir hasta dónde llegan las atribuciones legales y dónde comienza el cálculo político. Tampoco está claro hasta dónde llega la libertad de expresión y dónde comienza el abuso de algunos medios y periodistas respecto de ese derecho.
Entre el poder político y el poder mediático han secuestrado el debate y excluido al resto. La guerra informativa es despreciable cuando se origina en el Estado, pero es más repudiable cuando la practican los medios de comunicación al hacer activismo político no declarado. Y lo que hay aquí es una guerra informativa, una lucha por el control del relato y sus significados, en la que el poder político tiene tanta responsabilidad como el poder mediático. No se hagan las víctimas ninguno de los dos.
Si nos alejamos un momento del ruido generado por la sanción a Teleamazonas, quizá podamos entender mejor que lo ocurrido es solo uno de los efectos más visibles de ese estado de cosas, pero no el único ni el más lamentable. En mi criterio lo más grave hasta ahora es que la tensión entre medios privados y gobierno nos haya privado de una información y un debate confiables respecto de la Ley de Comunicación. En cuanto a la sanción, es condenable que esta sea tomada por la oposición como pretexto para echar al traste los acuerdos en torno a la Ley de Comunicación, como si ese canal marcara el límite del debate. Pero quizá lo más grave es que se posterga un debate urgente –siempre eludido por los dueños de los las empresas periodísticas–acerca de la responsabilidad social de los medios.
Recordemos que una primera sanción a ese canal ocurrió a mediados de este año a partir de una demanda planteada por dos organizaciones sociales. El colectivo cultural DiablUma y Protección de Animales Ecuador (PAE) impulsaron, con la ayuda de la Defensoría del Pueblo, una demanda para que ese canal fuera sancionado por transmitir imágenes de corridas de toros en horario no autorizado. La existencia de una sociedad movilizada en defensa de su derecho a una televisión de mejor calidad le dio mayor fuerza y legitimidad a la sanción.
Sin embargo, la segunda sanción –por la noticia de un supuesto centro clandestino del Consejo Nacional Electoral en Guayaquil– y la tercera –por la versión de una supuesta afectación a la pesca en la isla Puná debido a la exploración de gas– fueron impulsadas por el Estado. Eso justifica las dudas respecto de su legitimidad moral. Pero ¿quién la puede ostentar a estas alturas? No el Estado pero tampoco los medios privados. Ahí está lo lamentable del caso.
La sanción ocurre en un momento en que, por un lado, el gobierno tiene dificultades para conciliar su discurso social con sus prácticas y, por otro, cuando los medios privados están volcados al activismo político en lugar de garantizar al público una información confiable. El caso Teleamazonas no puede marcar el límite del debate, como algunos quisieran. El límite o, mejor dicho, el horizonte debe seguir siendo la construcción de una Ley de Comunicación basada en el consenso social.
Me resistía a usarlo, pero el lugar común de que en toda guerra –en este caso informativa– la primera víctima es la verdad, viene tratando de colarse desde la primera línea de esta columna y se ha ganado su derecho a quedarse.
El Telégrafo 04-01-2010
Suscribirse a:
Entradas (Atom)