Por Gustavo Abad
El debate en torno a la Ley de Comunicación muchas veces deja de ser un intercambio de ideas y se convierte en una disputa por tener la última palabra. Parecería que lo que está en juego no es el contenido mismo de una ley sino la autoridad para apoyar o denostar. Ventajosamente, las fuerzas políticas en la Asamblea dieron muestras, en los últimos días, de querer romper esa estrechez y aceptar un diálogo político más amplio.
No se puede decir lo mismo de la mayoría de medios privados, empeñados en obstruir el flujo de nuevas ideas, machacando sobre el lugar común de la “ley mordaza”... Esa actitud solo ratifica lo que muchos periodistas saben pero se niegan a admitir y es que las garantías de la democracia están en la política y no en la información mediatizada. Los actores políticos y sociales no crecen gracias a la visibilidad mediática por sí misma, sino que logran esa visibilidad cuando ganan fuerza política.
El problema es que las posiciones individuales de muchos periodistas son acalladas por los discursos corporativos. Me consta que no todos defienden a capa y espada a sus empresas. Es más, la mayoría tiene una relación de odio amor con sus empleadores, debido a las precarias condiciones de trabajo, al clima cargado de tensiones, a las conflictivas relaciones internas, entre otras causas. Sin embargo, el discurso corporativo los presenta como si fueran un solo cuerpo, como si todos estuvieran alineados con las posturas institucionales.
Hace pocos días El Universo puso a circular un cuadernillo que recoge la opinión de más de cien periodistas acerca del Proyecto de Ley de Comunicación. De acuerdo, buena idea la de que muchos opinen y se diversifiquen las voces. Sin embargo, más parece un esfuerzo por construir la ilusión de que los medios privados son espacios democráticos y participativos. Sin dudar de la validez de esas opiniones individuales, me pregunto ¿Las habrían tomado en cuenta si algunas de esas voces resultaban discordantes con las voces institucionales?
Sería interesante comprobar si la opinión de un buen número de reporteros –no columnistas– será tomada en cuenta, por ejemplo, cuando reclamen aspectos relacionados con las condiciones laborales, con los procesos de capacitación, con la toma de decisiones informativas. Por ahora, la fuerza dominante del discurso corporativo termina alineando a todos como si fueran uno solo en torno a la institución abarcadora.
El discurso corporativo anula la diversidad, oculta las discrepancias internas. Anulada la diversidad, nadie arriesga nada, porque una comprensible conducta humana es tener más miedo a quedarse solo que a equivocarse en masa. El discurso institucional reduce las voces críticas dentro de los medios. Conozco a periodistas muy críticos cuando están fuera y muy defensores cuando recuperan algún estatus dentro de esa institucionalidad en crisis.
Entonces hay que preguntarse qué significa hacer crítica de medios en estas condiciones. Primero, estar dispuesto a hacer inteligible todo este entramado de voces e intereses. Después, arriesgar una postura en momentos en que nadie quiere arriesgar nada. Construir una voz crítica respecto de los medios implica un esfuerzo por tomar distancia no solo de ciertas prácticas sino de ciertas tentaciones fáciles, como la de creer que la crítica se reduce a sentarse a cazar gazapos.
La crítica no significa pontificar sobre lo que está bien o mal sino proponer maneras de entender los hechos, construir modelos interpretativos de lo que pasa, elevar a conceptos lo que parece anecdótico.
La crítica se desarrolla cuando entendemos, por ejemplo, que lo que está en juego aquí es el control del relato. El poder mediático reacciona enceguecido cuando el poder político le disputa y a veces le arrebata la hegemonía como narrador de la realidad. La lucha por el control del relato, más que informativa, es política. Entonces una de las claves de todo esto radica en superar la versión periodística de la política y asumir la dimensión política del periodismo. Las corporaciones lo saben, pero se cuidan de admitirlo públicamente.
El Telégrafo 20-12-2009
domingo, 20 de diciembre de 2009
sábado, 12 de diciembre de 2009
¡Más respeto tengan ellos!
Por Gustavo Abad
La ciudades amazónicas de Lago Agrio y Coca estaban desabastecidas, con las carreteras cerradas y paralizado el flujo de combustibles y alimentos. Era agosto de 2005 y los habitantes de esa región llevaban varios días de protesta con el fin de presionar al gobierno por una redistribución justa de las riquezas petroleras. Un equipo de un canal quiteño cubría las manifestaciones en Lago Agrio, cerca de una multitud que esperaba ver sus reclamos en algún medio nacional. Entonces aparece el presentador estrella del noticiero y, desde la comodidad del set de noticias en la capital, califica a los manifestantes como vándalos y terroristas.
Nunca se le ocurrió que sus palabras no solo criminalizaban el derecho a la protesta, sino que ponían en riesgo la integridad de su propio equipo, en ese momento rodeado de gente a punto de reaccionar violentamente al verse ofendida de esa manera. Aterrados, el camarógrafo, el asistente y la reportera rogaban que su jefe se callara. “Si lo tuviera enfrente lo callaría de otra manera”, me confesó luego el camarógrafo haciendo un gesto inequívoco con las manos. Hace pocos días, ese mismo presentador le abrió los micrófonos a Fabricio Correa y celebró con él sus prejuicios homofóbicos.
El ejercicio periodístico está lleno de episodios como este. Lo traigo aquí a propósito del debate sobre la responsabilidad ulterior, artículo 11 del Proyecto de Ley de Comunicación. Esperemos que el aplazamiento del debate permita ampliar y enriquecer su significado. La pobreza a la que lo redujeron los autores del proyecto ha permitido a muchos medios manipular hábilmente el concepto para decir que se trata de una censura previa o un intento de judicializar el periodismo.
La responsabilidad ulterior no es censura ni judicialización, sino la obligación de que medios y periodistas se hagan cargo de los efectos de lo que dicen o escriben. ¿Hubiera sido censura si el canal le ponía límites al presentador conociendo su escaso criterio? Claro que no, y además tenía la obligación de contratar a alguien mejor capacitado para ese trabajo. ¿Hubiera sido judicializar el periodismo si el insultador recibía una sanción, no digamos penal, pero sí profesional? Para nada, y además debía recibir un escarmiento moral, no solo por ofender a la población, sino por poner en riesgo la seguridad de sus compañeros.
En la redacción de un diario, un amigo periodista me decía que no es necesaria una Ley de Comunicación para que los medios observen su responsabilidad social, puesto que ya existen delitos tipificados como calumnia, injuria y otros. Su argumento: “Si yo mañana te acuso de ladrón en mi periódico, estás en todo el derecho de iniciarme un juicio”. ¡Gran cosa! Como si todo pudiera resolverse en los juzgados. No se trata de andar por la vida iniciando juicios contra todo el que irrespeta la dignidad de los demás. Se trata de establecer y hacer respetar unos procedimientos, unos parámetros que eviten que se publique una información no verificada y no contrastada. Se trata de que los medios y los periodistas adquieran mayor conciencia de su capacidad de causar daño.
Hace pocos meses, jugaban Ecuador versus Jamaica en el Giants Stadium de Nueva Jersey. Sale Jamaica a la cancha y el mejor comentario que se le ocurre a uno de los “referentes” del periodismo deportivo ecuatoriano es: “Aquí vienen los reggae boys”. Risitas cómplices de sus compañeros. Después, la cámara enfoca a los hinchas ecuatorianos en los graderíos, sonrientes por saludar a su equipo. El comentario del periodista es por demás ofensivo. “Sonríanse ahora, que ya los quiero ver a la salida, cuando los visite la migra”. En menos de dos minutos, el comentarista ofendió a los jugadores rivales, a los migrantes ecuatorianos y a la inteligencia del público. El mito de la autorregulación solo oculta la irresponsabilidad.
Hace varias semanas, una veintena de diarios y revistas proclaman “+RESPETO”. Pretenden convencernos de que cualquier Ley de Comunicación es un atentado a la libertad. El miércoles anterior, durante la concentración organizada por Carlos Vera “en defensa de la libertad”, en un emblemático parque de Quito, el animador vociferaba sus prejuicios xenófobos: “No más cubanos ni extranjeros indeseables en el Ecuador”. Vera ni siquiera hizo el ademán de pedirle a su compañero de tarima que bajara el tono. Varios asistentes al mitin del ex periodista, ahora aspirante a político, llevaban pancartas y camisetas que decían “No al matrimonio gay. Fuera homosexuales”. Con tal discurso xenófobo y homofóbico por delante, tienen la doble moral de exigir respeto.
¡Más respeto tengan ellos!
El Telégrafo 13-12-2009
La ciudades amazónicas de Lago Agrio y Coca estaban desabastecidas, con las carreteras cerradas y paralizado el flujo de combustibles y alimentos. Era agosto de 2005 y los habitantes de esa región llevaban varios días de protesta con el fin de presionar al gobierno por una redistribución justa de las riquezas petroleras. Un equipo de un canal quiteño cubría las manifestaciones en Lago Agrio, cerca de una multitud que esperaba ver sus reclamos en algún medio nacional. Entonces aparece el presentador estrella del noticiero y, desde la comodidad del set de noticias en la capital, califica a los manifestantes como vándalos y terroristas.
Nunca se le ocurrió que sus palabras no solo criminalizaban el derecho a la protesta, sino que ponían en riesgo la integridad de su propio equipo, en ese momento rodeado de gente a punto de reaccionar violentamente al verse ofendida de esa manera. Aterrados, el camarógrafo, el asistente y la reportera rogaban que su jefe se callara. “Si lo tuviera enfrente lo callaría de otra manera”, me confesó luego el camarógrafo haciendo un gesto inequívoco con las manos. Hace pocos días, ese mismo presentador le abrió los micrófonos a Fabricio Correa y celebró con él sus prejuicios homofóbicos.
El ejercicio periodístico está lleno de episodios como este. Lo traigo aquí a propósito del debate sobre la responsabilidad ulterior, artículo 11 del Proyecto de Ley de Comunicación. Esperemos que el aplazamiento del debate permita ampliar y enriquecer su significado. La pobreza a la que lo redujeron los autores del proyecto ha permitido a muchos medios manipular hábilmente el concepto para decir que se trata de una censura previa o un intento de judicializar el periodismo.
La responsabilidad ulterior no es censura ni judicialización, sino la obligación de que medios y periodistas se hagan cargo de los efectos de lo que dicen o escriben. ¿Hubiera sido censura si el canal le ponía límites al presentador conociendo su escaso criterio? Claro que no, y además tenía la obligación de contratar a alguien mejor capacitado para ese trabajo. ¿Hubiera sido judicializar el periodismo si el insultador recibía una sanción, no digamos penal, pero sí profesional? Para nada, y además debía recibir un escarmiento moral, no solo por ofender a la población, sino por poner en riesgo la seguridad de sus compañeros.
En la redacción de un diario, un amigo periodista me decía que no es necesaria una Ley de Comunicación para que los medios observen su responsabilidad social, puesto que ya existen delitos tipificados como calumnia, injuria y otros. Su argumento: “Si yo mañana te acuso de ladrón en mi periódico, estás en todo el derecho de iniciarme un juicio”. ¡Gran cosa! Como si todo pudiera resolverse en los juzgados. No se trata de andar por la vida iniciando juicios contra todo el que irrespeta la dignidad de los demás. Se trata de establecer y hacer respetar unos procedimientos, unos parámetros que eviten que se publique una información no verificada y no contrastada. Se trata de que los medios y los periodistas adquieran mayor conciencia de su capacidad de causar daño.
Hace pocos meses, jugaban Ecuador versus Jamaica en el Giants Stadium de Nueva Jersey. Sale Jamaica a la cancha y el mejor comentario que se le ocurre a uno de los “referentes” del periodismo deportivo ecuatoriano es: “Aquí vienen los reggae boys”. Risitas cómplices de sus compañeros. Después, la cámara enfoca a los hinchas ecuatorianos en los graderíos, sonrientes por saludar a su equipo. El comentario del periodista es por demás ofensivo. “Sonríanse ahora, que ya los quiero ver a la salida, cuando los visite la migra”. En menos de dos minutos, el comentarista ofendió a los jugadores rivales, a los migrantes ecuatorianos y a la inteligencia del público. El mito de la autorregulación solo oculta la irresponsabilidad.
Hace varias semanas, una veintena de diarios y revistas proclaman “+RESPETO”. Pretenden convencernos de que cualquier Ley de Comunicación es un atentado a la libertad. El miércoles anterior, durante la concentración organizada por Carlos Vera “en defensa de la libertad”, en un emblemático parque de Quito, el animador vociferaba sus prejuicios xenófobos: “No más cubanos ni extranjeros indeseables en el Ecuador”. Vera ni siquiera hizo el ademán de pedirle a su compañero de tarima que bajara el tono. Varios asistentes al mitin del ex periodista, ahora aspirante a político, llevaban pancartas y camisetas que decían “No al matrimonio gay. Fuera homosexuales”. Con tal discurso xenófobo y homofóbico por delante, tienen la doble moral de exigir respeto.
¡Más respeto tengan ellos!
El Telégrafo 13-12-2009
sábado, 5 de diciembre de 2009
Claroscuros II
Por Gustavo Abad
El Ecuador no puede dejar de tener una Ley de Comunicación, porque la Constitución lo manda, y no puede tener una ley mordaza, porque la Constitución lo impide. Si los detractores de toda iniciativa de regulación del sector hubieran entendido este axioma desde el principio, las fuerzas políticas y los actores de la comunicación estarían debatiendo una ley garante de los derechos de todos y no tratando de echar a la basura un proyecto mal desarrollado desde su metodología hasta sus enunciados. Si algunos medios se hubieran dedicado a informar en lugar de hacer propaganda en contra de la regulación de sus privilegios, Rolando Panchana quizá no habría desarrollado una propuesta prohibitiva y César Montúfar quizá no habría llevado al límite la doctrina liberal de la información que, a nombre de las libertades, no reconoce las desigualdades. Lo que viene requiere otro nivel de debate en el que ojalá se escuche a otros actores de la comunicación, entre ellos, a los que curiosamente no han hablado en este caso, los periodistas de a pie, los reporteros que hacen investigación, los que honran el oficio en la calle, no los figurones de televisión que no aportan pero sí hacen ruido.
1. El Consejo de Comunicación e Información
Tal como está planteado (artículos del 76 al 88) este organismo difícilmente resultaría viable, no solo por la ambigüedad y la amplitud de sus funciones –que van desde la planificación, la vigilancia, la legislación, las recomendaciones hasta las sanciones– sino por lo enmarañado de su estructura ¿Cómo podría garantizar los derechos de comunicación e información un organismo ahogado en su propia densidad? Su estructura parece destinada a paralizarse a sí misma al concretarse de manera defectuosa debido a la cantidad de requisitos contradictorios para ser integrante de alguna de sus instancias. ¿Puede alguien con estudios de tercer nivel en comunicación no haber estado involucrado, aunque sea tangencialmente, en actividades informativas? El Pleno, el Presidente, la Secretaría Técnica, las Delegaciones, el Comité Consultivo no permiten visualizar un organismo ágil en la resolución de conflictos sino un nicho burocrático atravesado de intereses. Si no se logra pensar en otra instancia más potable para garantizar los derechos a informar y ser informados, quizá lo más coherente sea la institucionalización y fortalecimiento del Defensor del Público (artículos 90 al 93) con capacidad para auspiciar las demandas o actuar de oficio en los casos en que estos derechos hayan sido irrespetados o estén en peligro de serlo. Las veedurías y observatorios de medios serían sus instancias de apoyo desde la sociedad organizada.
2. Medios públicos, medios privados y condiciones de producción
La parte declarativa, que define tanto a los medios públicos (artículos del 51 al 58) como a los privados (artículos del 59 al 63) es bastante clara en cuanto a la naturaleza de unos y otros. Sin embargo, el proyecto no dice nada respecto de dos condiciones indispensables para el mejoramiento de la calidad del ejercicio informativo: la mayor participación de las audiencias y las mejores condiciones laborales de los trabajadores de prensa. En el Ecuador, la cultura periodística –propiedad de los medios, relaciones laborales, prioridades informativas– se ha construido desde los medios privados. Los medios públicos son una realidad inaugurada hace poco y en eso radica la posibilidad, no solo de diversificar la oferta, sino de plantear otros modos de producción de la información, otro tipo de relación interna entre sus periodistas, otras prioridades al planificar el trabajo y otra manera de dialogar con las audiencias. Eso ayudaría, por ejemplo, a que El Telégrafo deje de ser un diario guayaquileño y se convierta en un diario público nacional, entre otras cosas. Tanto medios públicos como privados deberían garantizar el funcionamiento de una instancia de debate ciudadano en torno a sus contenidos. Ya tenemos información, lo que falta es participación. Y faltan, sobre todo, garantías para el ejercicio periodístico, no en términos de acceso a la información, sino de condiciones de trabajo. No se ha dicho nada respecto de los reporteros “freelance”, que ganan por nota publicada y no por nota trabajada y mucho menos respecto de las condiciones de seguridad para su trabajo ¿Quién responde por la vida de estos trabajadores de prensa cuando viajan, por ejemplo, a las zonas de conflicto? De eso, nada dice el proyecto, porque –como ya lo mencioné al inicio– aquí han hablado muchos, pero no los reporteros de a pie.
El Telégrafo 06-12-2009
El Ecuador no puede dejar de tener una Ley de Comunicación, porque la Constitución lo manda, y no puede tener una ley mordaza, porque la Constitución lo impide. Si los detractores de toda iniciativa de regulación del sector hubieran entendido este axioma desde el principio, las fuerzas políticas y los actores de la comunicación estarían debatiendo una ley garante de los derechos de todos y no tratando de echar a la basura un proyecto mal desarrollado desde su metodología hasta sus enunciados. Si algunos medios se hubieran dedicado a informar en lugar de hacer propaganda en contra de la regulación de sus privilegios, Rolando Panchana quizá no habría desarrollado una propuesta prohibitiva y César Montúfar quizá no habría llevado al límite la doctrina liberal de la información que, a nombre de las libertades, no reconoce las desigualdades. Lo que viene requiere otro nivel de debate en el que ojalá se escuche a otros actores de la comunicación, entre ellos, a los que curiosamente no han hablado en este caso, los periodistas de a pie, los reporteros que hacen investigación, los que honran el oficio en la calle, no los figurones de televisión que no aportan pero sí hacen ruido.
1. El Consejo de Comunicación e Información
Tal como está planteado (artículos del 76 al 88) este organismo difícilmente resultaría viable, no solo por la ambigüedad y la amplitud de sus funciones –que van desde la planificación, la vigilancia, la legislación, las recomendaciones hasta las sanciones– sino por lo enmarañado de su estructura ¿Cómo podría garantizar los derechos de comunicación e información un organismo ahogado en su propia densidad? Su estructura parece destinada a paralizarse a sí misma al concretarse de manera defectuosa debido a la cantidad de requisitos contradictorios para ser integrante de alguna de sus instancias. ¿Puede alguien con estudios de tercer nivel en comunicación no haber estado involucrado, aunque sea tangencialmente, en actividades informativas? El Pleno, el Presidente, la Secretaría Técnica, las Delegaciones, el Comité Consultivo no permiten visualizar un organismo ágil en la resolución de conflictos sino un nicho burocrático atravesado de intereses. Si no se logra pensar en otra instancia más potable para garantizar los derechos a informar y ser informados, quizá lo más coherente sea la institucionalización y fortalecimiento del Defensor del Público (artículos 90 al 93) con capacidad para auspiciar las demandas o actuar de oficio en los casos en que estos derechos hayan sido irrespetados o estén en peligro de serlo. Las veedurías y observatorios de medios serían sus instancias de apoyo desde la sociedad organizada.
2. Medios públicos, medios privados y condiciones de producción
La parte declarativa, que define tanto a los medios públicos (artículos del 51 al 58) como a los privados (artículos del 59 al 63) es bastante clara en cuanto a la naturaleza de unos y otros. Sin embargo, el proyecto no dice nada respecto de dos condiciones indispensables para el mejoramiento de la calidad del ejercicio informativo: la mayor participación de las audiencias y las mejores condiciones laborales de los trabajadores de prensa. En el Ecuador, la cultura periodística –propiedad de los medios, relaciones laborales, prioridades informativas– se ha construido desde los medios privados. Los medios públicos son una realidad inaugurada hace poco y en eso radica la posibilidad, no solo de diversificar la oferta, sino de plantear otros modos de producción de la información, otro tipo de relación interna entre sus periodistas, otras prioridades al planificar el trabajo y otra manera de dialogar con las audiencias. Eso ayudaría, por ejemplo, a que El Telégrafo deje de ser un diario guayaquileño y se convierta en un diario público nacional, entre otras cosas. Tanto medios públicos como privados deberían garantizar el funcionamiento de una instancia de debate ciudadano en torno a sus contenidos. Ya tenemos información, lo que falta es participación. Y faltan, sobre todo, garantías para el ejercicio periodístico, no en términos de acceso a la información, sino de condiciones de trabajo. No se ha dicho nada respecto de los reporteros “freelance”, que ganan por nota publicada y no por nota trabajada y mucho menos respecto de las condiciones de seguridad para su trabajo ¿Quién responde por la vida de estos trabajadores de prensa cuando viajan, por ejemplo, a las zonas de conflicto? De eso, nada dice el proyecto, porque –como ya lo mencioné al inicio– aquí han hablado muchos, pero no los reporteros de a pie.
El Telégrafo 06-12-2009
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