sábado, 30 de mayo de 2009

El club de la pelea

Por Gustavo Abad
Trajinar varios años en los medios de comunicación enseña que lo que más circula por estos territorios son los mitos mal curados. Uno de ellos, que ni se cura ni se muere, es el de la neutralidad informativa, entre cuyos despojos todavía patalea el lugar común de que la buena información, para ser tal, solo tiene que cumplir con el binarismo mecánico de contar con las dos caras de la moneda: los promotores de una idea versus los detractores; el testimonio de la víctima versus la coartada del victimario; el oficialismo versus la oposición... Todo en un mismo plano aséptico y sin complicaciones. Y así, con ese simplón reparto de espacios, muchos medios creen pasar la prueba. El equilibrio siempre vale, pero no es tan simple ni tan mecánico, ni se relaciona sólo con el registro de los opuestos, sino con la lectura inteligente del contexto, de las relaciones de poder vigentes en ese momento, del lugar social de sus protagonistas, de sus cargas culturales.

Pero no solo los medios arrastran ese lastre que impide el fluir de las ideas. También el poder político parece mirar las cosas de la misma manera. Por ejemplo, la Secretaría de Transparencia de Gestión se halla empeñada en controlar el equilibrio informativo de los medios y usa para ello un método prehistórico que consiste en contar cuántos entrevistados cuestionan al gobierno y cuántos lo apoyan. Con esos datos esa dependencia decide qué medio hace bien su labor y cuál no. Como si todo el que critica estuviera en contra y todo el que concuerda estuviera a favor. No hay derecho, señores de la Secretaría, a empobrecer tanto el debate. Parece que, en lugar de ayudar a construir una conciencia crítica respecto de los medios, quisieran evitarla. Si piensan ayudar así, mejor no ayuden y no les regalen argumentos a los medios privados que están en campaña contra cualquier normativa para frenar sus privilegios. Para muchos de esos medios, cualquier intento de regulación de sus procedimientos, cualquier llamado a observar principios éticos significa una mordaza, un atentado a la libertad de expresión.

Los poderes político y mediático creen que ellos representan la única dimensión de lo público, como que no existieran otros circuitos sociales, otros espacios, como el de los ecologistas, los derechos humanos, los creadores artísticos, los jóvenes… donde toman forma los asuntos de interés público aunque no están dentro ni de la institucionalidad política ni de la maquinaria mediática. Empeñados en una batalla con hachas de piedra, medios y políticos parecen haber conformado una especie de club de la pelea, una dualidad reducida al enfrentamiento entre sí, como si el uno representara toda la política y el otro toda la comunicación. No hay para ellos otra dimensión de lo público que no sea la que los involucra directamente como en un juego de espejos y, si algún momento la reconocen, la miran con desprecio.

Ahora mismo existe una campaña mediática para distorsionar dos procesos gestados desde fuera de estos dos poderes. Ejemplo uno, el presentador de noticias de Teleamazonas, Bernardo Abad, aprovecha las imágenes de un operativo policial que muestran la detención de varios presuntos asaltantes para repetir la muletilla de que los derechos humanos solo defienden a delincuentes. Ejemplo dos, el entrevistador Félix Narváez, de Ecuavisa, invita al oficial Juan Zapata, el más mediático de los policías, para quejarse entre ambos de los ciclopaseos semanales en Quito bajo el argumento de que la ocupación de tantos uniformados en esta actividad recreativa, ambientalista y cultural los distrae de su misión de luchar contra la delincuencia. ¿Acaso cuando hay fútbol, conciertos, visitas de jefes de Estado, no montan operativos con miles de policías? Ahí nadie se queja. Lo vergonzoso es que en ambos casos los comentarios fachos no vienen de los policías sino de los periodistas.

Los errores del poder político tienen remedio porque hay muchas maneras de reclamar e impugnar lo que hacen los funcionarios públicos. En cambio los abusos del poder mediático no lo tienen todavía, a menos que exista alguna posibilidad de encontrar al cavernícola que parece les enseña periodismo a ciertos presentadores de televisión.
El Telégrafo 07-06-2009

sábado, 2 de mayo de 2009

Esos tipos no ven nada

Por Gustavo Abad
El hombre y su hija están en el centro de un semicírculo de gente golpeada por la tragedia. Ambos tienen cubiertos de lodo el rostro y las ropas. Una voluntaria de la Cruz Roja los mira impotente sin poder hacer nada, mientras una veintena de rostros dirigen su mirada sufrida hacia el padre, quien besa los ojos de su hija muerta…

La foto la tomó un tal Patrick Farrell y ganó con ella el Premio Pulitzer 2009 por su serie sobre las víctimas del huracán Ike y la tormenta Hannan, que asolaron Haití el año pasado y dejaron decenas de niños muertos porque las catástrofes tienen esa fatalidad de apuntarle a la vida de los niños.

Por alguna razón, que debe estar en el fondo de la insensibilidad humana, los trabajos ganadores de los grandes premios de fotografía, como el Pulitzer o el World Press Photo, corresponden a imágenes de dolor: madres desesperadas, cuerpos mutilados, niños… sobre todo niños muertos. Los fotógrafos que aspiran a esa consagración, emputecida por la exhibición del dolor ajeno, van por el mundo buscando los cuerpos sin vida de los niños. Los buscan con el ojo digital de su cámara, pero con el ojo enceguecido de su conciencia utilitaria.

A veces hay cosas que uno quisiera decir, pero alguien ya lo dijo de mejor manera. Entonces hay que hacerse a un lado y dejarlo decir.

“Me pone de muy mala leche el engolamiento metafísico de los corresponsales de guerra, especialmente cuando se han convertido en novelistas sentimentales y, desde su ancianidad, recuerdan los tiempos heroicos con las frases del tipo yo vi cosas que un hombre jamás debiera haber visto. ¡Usted no vio nada! Si cumplió con su trabajo, usted no vio nada. Porque cualquiera de esos tipos que van fotografiando niños y buitres, amor y metralla, basura y crepúsculos, de un lado a otro del mundo, no debe ver nada…”

Gracias, Arcadi Espada, por expresar mejor que yo lo que intentaba decir.

Claro, tienen que estar ciegos para hacer su trabajo, porque si vieran más allá de lo que su fijación les permite, se les nublaría la vista y, nublada la vista, perdida la herramienta de trabajo.
Y no me vengan con que hay que mostrar el horror para no volverlo a cometer. Pretexto para fisgonear en el dolor de los demás. Peor con esa charlatanería pretendidamente intelectual de la estética de la violencia. Un niño muerto es un niño muerto. El dolor es infinito, pero sobre todo es íntimo, inviolable. ¿Se habrán preguntado los Patrick Farrell esos si el padre estaba dispuesto a que su dolor fuera exhibido junto con prisiones inmundas y trenes descarrillados, que también entran en el gusto de los famosos concursos?

Hace varios años, la periodista Alma Guillermoprieto, al hablar sobre lo que pasa cuando se usa el dolor ajeno sin observar obligaciones humanas, decía: “He visto fotógrafos muy machos que buscaban guerra y muertos durante años y hoy están en grupos de terapia. Es como si fueran veteranos de guerra sin los derechos emocionales que les concede la sociedad a los veteranos de guerra…”

Conozco un documental llamado War Photographer, sobre la vida de un tipo que se la pasaba del África a los Balcanes fotografiando la violencia y sus duelos en las aldeas más remotas. Se metía en cada casa donde le contaban que una madre estaba llorando al hijo que pisó una bomba. Decía estar cumpliendo su misión en el mundo, pero se declaraba incapaz de aceptar las hilachas de afecto que le quedaban desperdigadas cuando regresaba a algo que parecía ser su casa.

Esa manera robótica de objetivarlo todo, de hallar en cada víctima de la violencia un objeto de registro y no un sujeto de solidaridad es otra manera de violentarla, de negarle su humanidad. Si los Patrick Farrell que andan sueltos por ahí sintieran, como dice Arcadi Espada, la mínima implicación de una mirada, no podrían hacer su trabajo. No, esos tipos no ven nada.
El Telégrafo 03-05-2009