Por Gustavo Abad
Este martes llegará a
Quito una numerosa marcha de apoyo al candidato presidencial Yaku Pérez y sus
demandas de transparencia en los resultados de las elecciones del pasado 7 de
febrero. Miles de personas han caminado durante una semana cerca de 700
kilómetros desde Loja hasta la capital de la República para exigir al Consejo
Nacional Electoral (CNE), entre otras cosas, la reapertura de las urnas y el recuento
de los votos. Mientras tanto, ese organismo proclamó en la madrugada del domingo 21 de febrero, cuando
el país dormía su más profundo sueño, los resultados que colocan en primer
lugar al correísta Andrés Aráuz, una ficha del progresismo autoritario; seguido
por el banquero Guillermo Lasso, de la derecha neoliberal; y en tercer lugar a
Yaku Pérez, ecologista, defensor del agua, activista antiminero y representante
del movimiento indígena ecuatoriano.
Durante las últimas
semanas, Yaku y las organizaciones sociales que lo apoyan han denunciado un
conjunto de errores e inconsistencias en el proceso electoral (ausencia de las
actas originales, cifras que no cuadran, actas sin firmas de los responsables…)
que les permiten sospechar que se ha cometido un fraude electoral para dejar al
candidato de Pachakutik fuera de la segunda vuelta o balotaje el próximo 11 de
abril.
Frente a ello, el CNE no
ha ofrecido una respuesta técnica ni una explicación plausible, sino retórica:
“actuamos con transparencia” ha repetido su presidenta y lo han coreado sus
consejeros. Aquí es cuando el sentido de la realidad se desplaza desde el terreno
material y tangible de los hechos –no hay algo más concreto que una solicitud
de reapertura de las urnas y recuento de los votos– al lugar oscuro y resbaloso
de los tecnicismos –instructivos, resoluciones, informes– con que la autoridad
electoral ha dilatado sus decisiones y profundizado la ya inmensa desconfianza ciudadana
en las instituciones del Estado.
Ahora es cuando resulta
más urgente recuperar el nombre y el sentido de las cosas; preguntarnos qué
implica un fraude o, al menos, una conducta fraudulenta. Hay que entender que un
fraude en este contexto no se limita a la maniobra física o electrónica de
quitar o poner votos a un candidato para perjudicar a otro. El fraude –incluso
si no se llegara a comprobar técnicamente el engaño– adquiere cuerpo justamente
en ese entramado de hechos poco claros sumados a la escasa voluntad de que se
aclaren. El fraude, en su sentido más amplio, no tiene que ver solo con el cometimiento
de un engaño –o el intento de cometerlo– sino también con el ocultamiento de
este.
Cuando una persona o
institución actúa de modo que afecta la confianza y la fe públicas comete
fraude pues este también consiste en los niveles de incertidumbre y de sospecha
que deja en la sociedad el proceder de esa persona o institución.
Hasta ahora, son
demasiadas las dudas e interrogantes que deja este proceso: ¿por qué la
presidenta del CNE anunció los resultados de un conteo rápido, según el cual
Yaku ocupaba el segundo lugar, solo para ser desmentida pocos minutos después
por un consejero de ese organismo? Si contaron el 97% de los votos en un solo
día ¿por qué se tomaron dos semanas para el 3% restante? ¿Por qué el CNE avaló
el 12 de febrero un acuerdo entre los candidatos para abrir el 100% de las
urnas en la provincia del Guayas y el 50% en otras 16 provincias y después lo
enredó en una maraña burocrática que impidió su ejecución? ¿Por qué un consejero
abandonó la sesión del pleno del CNE cuando se necesitaba su voto para dar paso
al recuento acordado días atrás entre los candidatos? ¿Por qué una consejera se
fue de vacaciones en el último y más crucial momento del proceso?...
Son tan densos los
niveles de oscuridad con que se ha manejado este proceso, que la Defensoría del
Pueblo ha enviado un exhorto al CNE para que “permita el acceso público al
ciento por ciento de las actas de escrutinio de las juntas receptoras del voto,
así como para que se atiendan todos los recursos a los que haya lugar, de
manera que se garantice la transparencia del proceso electoral”. El CNE tiene en
los próximos días la oportunidad de atender esas demandas. Si no lo hace, estará
negando la posibilidad de confirmar o desmentir las sospechas. Y con ello se
acercará peligrosamente a la primera definición de fraude que consta en el
diccionario de la RAE: “Acción contraria a la verdad y a la rectitud, que
perjudica a la persona contra quien se comete”.
Hay que volver a
nombrar las cosas por su nombre precisamente ahora cuando la cultura política
se ha vuelto adicta a retorcer los significados. Hace pocos días, el alcalde de
Quito, Jorge Yunda, dijo que para él era una “presea” el grillete electrónico que
porta en su tobillo por disposición de un juez que lo implicó en un presunto
fraude en la compra de pruebas para la detección del covid19. Recordemos que
Yunda es un simpatizante de aquella mafia que gobernó al Ecuador durante una
década y que llamaba revolución a lo que no era otra cosa que el asalto a los
dineros públicos; terroristas, a los estudiantes que protestaban en las calles,
así como a los indígenas y ecologistas que defendían la naturaleza; y ahora
llama perseguidos políticos a los jefes del crimen organizado que guardan
prisión por sus delitos… Esa banda está a punto de volver al poder.
El último
pronunciamiento del CNE dice que, una vez proclamados los resultados, procesará
todas las impugnaciones. Así, colocará las denuncias en el terreno kafkiano de
los procesos administrativos. Cualquiera que sea el resultado, la autoridad
electoral no podrá despejar las sospechas sobre su actuación. Ni su presidenta
ni sus consejeros han podido ni querido entender la enorme diferencia que
existe entre cumplir un proceso y hacer justicia.