lunes, 22 de febrero de 2021

El CNE y su densa oscuridad

Por Gustavo Abad

Este martes llegará a Quito una numerosa marcha de apoyo al candidato presidencial Yaku Pérez y sus demandas de transparencia en los resultados de las elecciones del pasado 7 de febrero. Miles de personas han caminado durante una semana cerca de 700 kilómetros desde Loja hasta la capital de la República para exigir al Consejo Nacional Electoral (CNE), entre otras cosas, la reapertura de las urnas y el recuento de los votos. Mientras tanto, ese organismo proclamó en la madrugada del domingo 21 de febrero, cuando el país dormía su más profundo sueño, los resultados que colocan en primer lugar al correísta Andrés Aráuz, una ficha del progresismo autoritario; seguido por el banquero Guillermo Lasso, de la derecha neoliberal; y en tercer lugar a Yaku Pérez, ecologista, defensor del agua, activista antiminero y representante del movimiento indígena ecuatoriano.

Durante las últimas semanas, Yaku y las organizaciones sociales que lo apoyan han denunciado un conjunto de errores e inconsistencias en el proceso electoral (ausencia de las actas originales, cifras que no cuadran, actas sin firmas de los responsables…) que les permiten sospechar que se ha cometido un fraude electoral para dejar al candidato de Pachakutik fuera de la segunda vuelta o balotaje el próximo 11 de abril.

Frente a ello, el CNE no ha ofrecido una respuesta técnica ni una explicación plausible, sino retórica: “actuamos con transparencia” ha repetido su presidenta y lo han coreado sus consejeros. Aquí es cuando el sentido de la realidad se desplaza desde el terreno material y tangible de los hechos –no hay algo más concreto que una solicitud de reapertura de las urnas y recuento de los votos– al lugar oscuro y resbaloso de los tecnicismos –instructivos, resoluciones, informes– con que la autoridad electoral ha dilatado sus decisiones y profundizado la ya inmensa desconfianza ciudadana en las instituciones del Estado.

Ahora es cuando resulta más urgente recuperar el nombre y el sentido de las cosas; preguntarnos qué implica un fraude o, al menos, una conducta fraudulenta. Hay que entender que un fraude en este contexto no se limita a la maniobra física o electrónica de quitar o poner votos a un candidato para perjudicar a otro. El fraude –incluso si no se llegara a comprobar técnicamente el engaño– adquiere cuerpo justamente en ese entramado de hechos poco claros sumados a la escasa voluntad de que se aclaren. El fraude, en su sentido más amplio, no tiene que ver solo con el cometimiento de un engaño –o el intento de cometerlo– sino también con el ocultamiento de este.

Cuando una persona o institución actúa de modo que afecta la confianza y la fe públicas comete fraude pues este también consiste en los niveles de incertidumbre y de sospecha que deja en la sociedad el proceder de esa persona o institución.

Hasta ahora, son demasiadas las dudas e interrogantes que deja este proceso: ¿por qué la presidenta del CNE anunció los resultados de un conteo rápido, según el cual Yaku ocupaba el segundo lugar, solo para ser desmentida pocos minutos después por un consejero de ese organismo? Si contaron el 97% de los votos en un solo día ¿por qué se tomaron dos semanas para el 3% restante? ¿Por qué el CNE avaló el 12 de febrero un acuerdo entre los candidatos para abrir el 100% de las urnas en la provincia del Guayas y el 50% en otras 16 provincias y después lo enredó en una maraña burocrática que impidió su ejecución? ¿Por qué un consejero abandonó la sesión del pleno del CNE cuando se necesitaba su voto para dar paso al recuento acordado días atrás entre los candidatos? ¿Por qué una consejera se fue de vacaciones en el último y más crucial momento del proceso?...

Son tan densos los niveles de oscuridad con que se ha manejado este proceso, que la Defensoría del Pueblo ha enviado un exhorto al CNE para que “permita el acceso público al ciento por ciento de las actas de escrutinio de las juntas receptoras del voto, así como para que se atiendan todos los recursos a los que haya lugar, de manera que se garantice la transparencia del proceso electoral”. El CNE tiene en los próximos días la oportunidad de atender esas demandas. Si no lo hace, estará negando la posibilidad de confirmar o desmentir las sospechas. Y con ello se acercará peligrosamente a la primera definición de fraude que consta en el diccionario de la RAE: “Acción contraria a la verdad y a la rectitud, que perjudica a la persona contra quien se comete”.

Hay que volver a nombrar las cosas por su nombre precisamente ahora cuando la cultura política se ha vuelto adicta a retorcer los significados. Hace pocos días, el alcalde de Quito, Jorge Yunda, dijo que para él era una “presea” el grillete electrónico que porta en su tobillo por disposición de un juez que lo implicó en un presunto fraude en la compra de pruebas para la detección del covid19. Recordemos que Yunda es un simpatizante de aquella mafia que gobernó al Ecuador durante una década y que llamaba revolución a lo que no era otra cosa que el asalto a los dineros públicos; terroristas, a los estudiantes que protestaban en las calles, así como a los indígenas y ecologistas que defendían la naturaleza; y ahora llama perseguidos políticos a los jefes del crimen organizado que guardan prisión por sus delitos… Esa banda está a punto de volver al poder.

El último pronunciamiento del CNE dice que, una vez proclamados los resultados, procesará todas las impugnaciones. Así, colocará las denuncias en el terreno kafkiano de los procesos administrativos. Cualquiera que sea el resultado, la autoridad electoral no podrá despejar las sospechas sobre su actuación. Ni su presidenta ni sus consejeros han podido ni querido entender la enorme diferencia que existe entre cumplir un proceso y hacer justicia.