Por Gustavo Abad
El profesor se instala a las siete de la mañana
frente al computador. No desayuna todavía porque el horario lo obliga a escoger
entre el sueño y la alimentación. Apenas toma un café cargado para despertarse
bien y siente que el ardor del estómago, perceptible hace ya varios meses, ha
vencido las defensas del cuerpo y ahora amenaza su psiquis. Abre el aula
virtual para conectarse con ochenta y cinco estudiantes semidormidos que, al
igual que él, cumplen el rol que el sistema educativo les ha asignado en este libreto
del teletrabajo y la teleducación.
¡Clik!
Las pantallas de Zoom, Moodle, Teams, Skype, WatsApp, Jitsi meet… danzan antes sus ojos. Durante
el resto del día abrirá el chat, contestará preguntas, asignará tareas, revisará
trabajos, pasará a la teleconferencia, a la tutoría virtual, al foro programado…
Cada tanto, perderá la conexión a internet porque su proveedor es CNT, algo a
lo que nunca le dio importancia, porque tampoco pensó que un día tendría que
usar sus propios equipos y recursos para dar clases, asistir a reuniones en
línea, enviar informes, coordinar talleres, subir calificaciones y permanecer
clavado frente a la pantalla en una jornada de trabajo que no termina sino
hasta las diez de la noche.
La comida se quema y el puto perro que no para
de ladrar…
Pienso en este personaje, compuesto con la suma
de las partes de muchos que comparten la misma situación y, a la larga,
representan uno solo: el profesor medio de un colegio o universidad en estos
momentos. Lo pienso y lo sufro también, porque vivo en algunas de sus partes y
porque algunas de sus partes viven en mí. Y más ahora, cuando vamos por los
cincuenta y cinco días de encierro forzado y el gobierno se empeña en darle una
nueva vuelta de tuerca a la precarización del sistema educativo en el Ecuador.
El Consejo de Educación Superior (CES) aprobó al
pasado 7 de mayo una norma según la cual los profesores titulares de las
universidades públicas tienen que impartir hasta 26 horas de clases semanales y
manejar cursos de hasta 100 estudiantes por aula (virtual, valga la aclaración)
y distribuir las 14 horas restantes en preparación de clases, calificación de
exámenes, gestión administrativa, proyectos de investigación, escritura de
artículos, tutorías, informes y una cadena de obligaciones, en las que no
consta el alimento de la lectura, el estudio ni la reflexión acerca del propio
trabajo de educar.
El profesor universitario, según esta norma,
pasa a ser una máquina de rendimiento a tiempo completo. Una máquina sonámbula
de rendimiento, añadiría yo. Ser docente ahora implica vivir en un estado permanente
de atención dispersa y superficial, absorbido por las pantallas y los
dispositivos de la vida mediada por el computador y la red. El telesclavismo
del siglo XXI se ha puesto en marcha. En la primera línea de los subyugados
están los docentes y, detrás de ellos, miles de estudiantes obligados a
conformarse con lo que caiga de la trituradora.
En su obra La
sociedad del cansancio, Byung-Chul Han llama precisamente “sujetos de
rendimiento” a los individuos sometidos, más allá de su resistencia psíquica y
corporal, a las exigencias productivas del régimen capitalista. El filósofo
surcoreano encuentra una analogía entre el mito clásico de Prometeo –quien
sufre todos los días los picotazos de un águila que le desgarra las entrañas
como castigo por haber robado el fuego a los dioses– y la vida del sujeto contemporáneo
–obligado a vivir cada día el autocastigo físico y mental en pos del
rendimiento–. Mientras el primero lucha contra un enemigo exterior –el águila y
la furia de los dioses–, el segundo se enfrenta, además, consigo mismo y contribuye
con su dosis de fatiga a sostener la sociedad del cansancio.
La pandemia desatada por el coronavirus permite
actualizar esta figura para entender lo que pasa. La sociedad del rendimiento y
el cansancio no es un invento de ahora, pero el brote y descontrol de la
enfermedad ha ofrecido a los gobernantes el argumento perfecto para acentuar
las políticas de sobreexplotación en lugar de conducir al estado y a la
sociedad a unas políticas de redistribución.
Y aquí se manifiesta de nuevo el doble uso de
las tecnologías: la liberación y el control. Por un lado, las tecnologías ayudan
a democratizar la información, a mejorar los intercambios culturales, a poner
la vida en su gran complejidad al alcance de todos. Por otro, facilitan el
rastreo y la vigilancia digital, la ampliación de la jornada de trabajo, la
irrupción del mundo laboral en el mundo familiar y exponen la vida íntima a un altísimo
nivel de invasión.
Lo que ocurre con la educación viene ocurriendo
hace rato con la salud y el periodismo, solo para citar tres sectores muy
visibles. A los reporteros les queda poco tiempo para entender lo que ocurre,
porque están obligados a tomar fotos, escribir notas, hacer videos, reportarse
en tiempo real para el canal o la radio del gran medio y, además, postear a cada minuto en las redes
sociales. En medio de esta pandemia, periodistas, profesores, médicos y miles
de profesionales precarizados, cuando no han sido despedidos, han visto cómo sus
vidas se sumergen, cada día más, en la sociedad del rendimiento y el cansancio.
Sin embargo, no se trata solo de un deterioro
de la vida en términos personales. Se trata de un deterioro de la noción de lo
público en su sentido más amplio. Aclaremos esto. Hay una tendencia a confundir
lo público solamente con lo estatal, o con lo visible, o con lo publicable. Lo
anterior, en efecto, forma parte de lo público, pero no lo abarca todo. Lo
público significa todo asunto, lugar o actividad en que la autonomía personal
entra en contacto y, generalmente, en conflicto con los acuerdos colectivos
expresados en las leyes. El puente que une lo privado con lo público es la
política.
Cuando un médico, un profesor, un periodista, cualquier profesional, se ve obligado a poner en riesgo su salud física y mental para cumplir con su trabajo, no estamos frente a un asunto personal, sino frente a un problema de interés público. La pandemia ha puesto en evidencia el debilitamiento de lo público en el Ecuador. El desmantelamiento del sistema de salud contribuyó, tanto como el virus mismo, a la muerte de miles de personas. El desfinanciamiento del sistema de educación puede dejar en los próximos meses a miles de docentes sin empleo y a otros miles de estudiantes sin oportunidades.
El gobierno aprovecha la pandemia –en cuyo
combate, sin duda, todos debemos participar– para violar la Constitución y el
Estado de Derecho. En otras palabras, destruye lo público y nos empuja hacia la
sociedad del cansancio, al estrés colectivo, a eso que algunos llaman el
infarto del alma.