Por Gustavo Abad
Una de las grandes
paradojas de esta cuarentena –ya van 28 días y no se divisa el final– es que hemos
comprobado, con mayor claridad que en otros momentos de la historia, el
irrompible vínculo entre el individuo y la multitud. El aislamiento nos muestra
en cada mínima acción el efecto de las conductas individuales en el entramado
colectivo. Una simple decisión personal, como la de usar o no la mascarilla
para salir a la tienda, puede tener efectos beneficiosos o destructores en la
vida de los otros.
El modo en que cada
familia y cada persona han asumido este encierro forzado ofrece muchas pistas
acerca de cuáles podrían ser los principales comportamientos sociales cuando la
pandemia termine.
Al inicio de la crisis,
las preocupaciones, al menos de un sector que pudo quedarse en casa sin mayores
apremios, se concentraron en dos: cómo llenar la despensa de comestibles y
medicinas; y cómo no morir de aburrimiento en la quietud de la vida estancada.
La preocupación por el sector informal, que no podía paralizarse –porque su
economía precaria, sustentada en el ingreso diario, no se lo permitía– vino
después, casi como un error de guion que pocos advirtieron a tiempo.
La actitud personal
frente a un problema colectivo, sobre todo en épocas de crisis, es determinante
en el resultado final. Mientras las calles se quedan vacías y la vida en los espacios
públicos tradicionales se reduce al mínimo, la vida en internet y en las redes
sociales adquiere una intensidad nunca vista. Mientras más recluidas se
encuentran las personas, mayor es su necesidad de interacción, de contacto –aunque
sea mediado por la tecnología– con los demás.
Las fotos de unas
ciudades de cielo despejado, libres de automóviles y de esmog, crean la ilusión
de que el mundo se ha detenido, de que el planeta respira aliviado. Los videos
de osos, venados y cóndores que, libres de la presencia humana, recuperan lo
que siempre fue suyo, hacen soñar con un mundo que revive gracias a la tregua que
le ha dado, aunque de manera obligada, la especie más depredadora.
Me pregunto si, una vez
superada la pandemia, estaremos dispuestos a vivir de otra manera o, por el
contrario, dejaremos pasar esta oportunidad de enmendar nuestra forma de vida. Y
ahí es donde se activa la relación entre individuo y multitud, entre autonomía
personal y necesidad social.
La quietud en la que el
virus nos ha sumergido en estos días es ilusoria. Si comparamos, por un lado,
el número de horas dedicadas a internet, a las redes sociales, a las compras en
línea, a las reuniones virtuales, al teletrabajo y una infinidad de actividades
en red; y por otro, el tiempo dedicado a la lectura reposada, al diálogo
intrafamiliar, al cultivo de un huerto urbano aunque sea en macetas y otras
tareas menos vertiginosas –que no son un privilegio de clase, como afirman
algunos, sino una actitud vital de querer hacerlo– es indudable la supremacía
de las primeras.
El mundo, en su
dimensión económica y desarrollista, no se ha detenido, apenas ha aminorado la
marcha. La vida, en su dimensión cultural y psicológica, tampoco ha parado. Los
gobernantes no están pensando en cómo cambiar los modelos productivos a favor
de la conservación, sino en cómo poner a funcionar nuevamente la maquinaria
para recuperar el tiempo perdido. Los pensadores, que advierten del peligro de
volver al ritmo de producción y consumo anteriores, ocupan un espacio marginal
en el torrente de información en línea.
Millones de personas
conectadas en busca de entretenimiento para sobrellevar la dura prueba que la
vida les ha puesto –la de encontrarse consigo mismas– no parecen terreno fértil
para un pensamiento renovador. La sociedad del espectáculo incluso ha
presentado, como en un juego de apuestas, la tesis optimista de Slavoj Zizek
–de que el virus le ha asestado un golpe mortal al capitalismo– versus la
pesimista de Byung-Chul Han –de que el virus, más bien, ha fortalecido el
aislamiento y el control social– y sus adeptos solo se preguntan quién ganará.
La pregunta, creo yo,
que corresponde a estos momentos es cómo desarrollar en el plano personal una
actitud frente a los tiempos que se avecinan. O nos tomamos la pandemia como
una contingencia que tenemos que superar para continuar con el modo de vida –de
máxima producción y consumo– o la tomamos como un llamado de alerta mundial a construir
otro –con menos explotación y más distribución– que prolongue la vida en el
planeta. La decisión es personal, pero el efecto es colectivo. En ese sentido,
las tecnologías son una herramienta poderosa para la transformación social.
Si las multitudes
físicas de las calles, los estadios, los mercados han devenido en ecosistemas peligrosos
para la salud, las multitudes virtuales pueden llegar a ser igual de nocivas
para la reflexión y el entendimiento. La cantidad de noticias falsas, rencillas
políticas, prejuicios raciales, nacionalismos anacrónicos que inundan las redes
sociales destruyen la psiquis. Cada acción irresponsable en el mundo virtual genera
una energía destructiva en el mundo material y tangible.
Sin embargo, desde otros
campos de esa misma sociedad –conectada y fragmentada a la vez– resurge la solidaridad,
el sentido comunitario. Un grupo de mujeres esmeraldeñas fabrica en dos días
más de mil mascarillas para cubrir un barrio entero y varios hospitales; decenas
de camionetas llenas de ramas de eucalipto y papas bajan desde las comunidades
de Chimborazo para auxiliar a los habitantes de Guayaquil; un ganadero de
Saraguro reparte doscientos litros de leche entre las familias que no pueden
salir a trabajar; una organización de profesores de la Universidad Central
distribuye mascarillas y guantes a los médicos abandonados por el Estado…
El soporte emocional
para superar el confinamiento no depende de la cantidad de canales habilitados
por la televisión de cable. La vocación por la vida está en la llamada de un
vecino a otro para saber si amaneció bien esta mañana. La pandemia no será
menos dañina por la cantidad de películas que podamos ver en Netflix. La
batalla contra el virus se gana cuando compartimos una canasta de alimentos con
una familia a la que le hace falta y así evitamos que se exponga para conseguirla.
Dicho de otro modo, la sanación –personal y colectiva– no está en la fuga hacia
afuera que nos proporciona el entretenimiento y la industria del espectáculo,
sino en el viaje hacia adentro que nos aporta la conciencia de lo que estamos
viviendo.
La energía de la
resistencia contra este y los próximos virus se basa en esa mínima
transformación individual, en esa potencia viva y, sobre todo, en esa apuesta
por el futuro capaz de alcanzar su máxima intensidad en las multitudes sitiadas
de nuestro tiempo.