Cada vez que me siento con valor abro en cualquier página el libro Voces de Chernóbil, de Svetlana Alexievich. Es un texto de una extraña y terrible belleza. Porque duele. Y duele porque recoge justamente las voces de las víctimas de la explosión de un reactor nuclear, el 26 de abril de 1986, en la frontera entre Ucrania y Bielorrusia, que cubrió toda Europa con una nube radioactiva que no termina de esfumarse hasta ahora.
En 2015 Alexievich fue galardonada con el Premio Nobel de Literatura por su obra periodística. Esto es especialmente importante porque significa un reconocimiento mundial a la importancia del periodismo como relato. Otros escritores que también ejercieron el periodismo y obtuvieron el Nobel –García Márquez, Hemingway…– lo lograron por sus novelas antes que por sus reportajes. El triunfo de esta cronista es una cima del periodismo como tal.
Frente a la magnitud de la tragedia –cuenta Alexievich– las autoridades de la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) ordenaron sellar el sitio, cubrirlo como se cubre una herida purulenta. Miles de soldados y trabajadores construyeron sobre el reactor partido un sarcófago de hormigón armado no solo para detener la radiación sino también para sepultar el recuerdo de los que allí estuvieron.
Alexievich entra y sale durante diez años de esa región agonizante. Pone su propio cuerpo al servicio de la experiencia, para vivirla y contarla. No pierde de vista los datos factuales: 485 aldeas abandonadas, destruidas, enterradas, muertas. La gente enferma de cáncer, deformada, deprimida, enloquecida.
Al poder no le gustan los testigos porque su obsesión es tener el control absoluto de todo. Y todo incluye también el control del relato. Por eso el juicio contra los responsables técnicos y políticos del desastre se realiza en un edificio abandonado de Chernóbil. Sin público, apenas con unos cuantos periodistas extranjeros que logran colarse. Mientras menos testigos, mientras menos voces disidentes, mejor para las cúpulas gobernantes.
El testimonio, como eficiente recurso periodístico, opera contra ese silencio, contra esa historia omitida. Respecto de la explosión misma se han escritos muchos reportajes, pero Alexievich esta vez no va en busca de una noticia, sino de lo que estas no alcanzan a decir. Va en busca de esos silencios prolongados en la vida cotidiana de las víctimas. Y esos silencios, dice ella, son la vida cotidiana del alma. Son la experiencia profunda del otro, digo yo.
Alexievich cuenta la historia de Vasili y Liudmila gracias a una práctica esencial del periodismo narrativo: saber escuchar. Él era un bombero que acudió a luchar contra el incendio del reactor y se contaminó. Ella solo pudo quedarse en casa esperando en bata de dormir a su esposo, que no regresó esa noche ni la siguiente. Semanas después, Liudmila tuvo que acompañar la agonía de Vasili en un hospital de Moscú. Ella estaba embarazada y, como no quiso separarse de su marido, la criatura chupó en el vientre toda la radiación. La madre siente que mató a su hija y que lo hizo por amor a su esposo, porque no fue capaz de contenerse frente a ese elemento radioactivo en que se había convertido el cuerpo de su compañero.
Alexievich escucha, parece que no hace más que escuchar. Después recrea las palabras, los énfasis, los silencios, incluso los balbuceos de esos hombres y mujeres. En el testimonio se juntan, más que en otras formas narrativas, la voz del protagonista y la escucha del cronista. Finalmente, hablan los dos.
En la antigua URSS –recuerda Alexievich– el poder había preparado a la población para la guerra, es decir, para un enemigo visible; sin embargo, el día menos pensado vino la radiación, un enemigo invisible. Y nadie supo lo que tenía que hacer. Los jerarcas del imperio soviético hicieron lo que les dictaban siete décadas de imaginario bélico: mandaron soldados, con fusil y bayoneta, a luchar contra las partículas de uranio, cesio y plutonio.
Entonces, cuando la realidad no corresponde a las ideas, hay que buscar respuestas en el lenguaje. Hay que volver a escuchar a las personas y entender en qué momento se perdió el vínculo entre los conceptos y las cosas.
Las voces que recupera Alexievich en el erial de Chernóbil nos permiten entender dos catástrofes: la social y la científica. Al mismo tiempo que colapsaba el bloque socialista, se incendiaba la central nuclear. Hay que saber encontrar los vínculos entre una cosa y otra. La gente se quedó frente a dos grandes vacíos: perdió la fe en la gran utopía social del siglo XX y también dejó de creer en la supuesta infalibilidad de la ciencia.
Cambia todo, pero las personas siguen ahí, dice la cronista. Miles de personas han pasado por Auschwitz, por los Gulag, por Chernóbil, por las Torres Gemelas, pero el ser humano sigue. Sus voces vienen del pasado, pero sirven para el futuro. El testimonio tiene un efecto comunicacional y político a la vez porque es una voz que interpela no solo al lector, como destinatario del mensaje, sino al sistema mismo y las relaciones de poder que lo sostienen.
En el Ecuador, un sector obstinado del periodismo –compuesto no solo por medios tradicionales, sino por colectivos, blogs personales, grupos de trabajo, asociaciones y otras iniciativas diversas– construye el testimonio de una época en que el poder político –al igual que en la antigua URSS– ha hecho los mayores esfuerzos por imponer un imaginario de guerra entre la población; un discurso oficial que supone que todo aquel que se atreve a dudar de la infalibilidad del poder es un enemigo público, un ser despreciable al que se debe aniquilar con toda la fuerza del aparato represivo y jurídico del Estado.
El más reciente testimonio de ello lo podemos dar quienes tuvimos que presenciar cómo los miembros de la Comisión Nacional Anticorrupción eran llevados al banquillo de los acusados por haber pedido a las autoridades que cumplan con su deber de garantizar que los contratos de las obras en el sector petrolero se ejecuten con transparencia. Esto molestó tanto al Contralor General del Estado, Carlos Pólit, quien planteó contra ellos un juicio por calumnias y pidió dos años de prisión para los acusados y, para él, cien mil dólares de indemnización por cada uno, es decir, novecientos mil para calmar sus nervios y engrosar su cartera.
El jueves 20 de abril la jueza Karen Matamoros falló a favor del acusador y condenó a los comisionados. Solo cuando la sentencia fue dictada, el funcionario anunció por intermedio de su abogado que desistía de la acusación por pedido del presidente electo Lenin Moreno. ¿Por qué no lo hizo antes? Todo indica que el mensaje que quería enviarle al país era: si soy capaz de lograr una condena para nueve respetables ciudadanos ecuatorianos, soy capaz de lograrlo contra cualquiera. Te acuso, te condeno y te perdono, pero la próxima vez no seré tan benevolente. La justicia ya no es un asunto de derechos sino de piedad cristiana, de almas compasivas a las que hay que agradecer.
En el Ecuador, el imaginario construido desde el poder político es el mismo que describe Alexievich en el contexto de la antigua URSS: la amenaza del enemigo. En las universidades estudian jóvenes de veinte años, que durante los últimos diez –la mitad de sus vidas, nada menos– han escuchado y, en muchos casos, aceptado el mensaje de que ser periodista equivale, más o menos, a ser delincuente, es decir, un peligro para la paz social. Cuesta mucho revertir esa idea. Aplíquese esa misma noción para los ecologistas, los líderes sociales, las organizaciones indígenas, los maestros, los estudiantes y otros sectores que no se alinean con el discurso oficial.
La Superintendencia de Comunicación se atribuye la potestad de determinar qué noticias deben o no publicar los medios e imponer sanciones a quienes no obedecen. Esa entidad acaba de multar a siete medios por no reproducir una noticia, sin contrastar, del diario argentino Página 12, acerca de presuntos negocios dudosos del candidato de la oposición. El poder se otorga a sí mismo la función de gran editor de la realidad. En este caso, también el presidente electo ha pedido retirar la sanción, pero no ha cuestionado su improcedencia jurídica. Ha puesto la compasión por sobre el derecho.
¿Cuáles deben ser, entonces, las preguntas y los relatos del periodismo ecuatoriano cuando un estilo de gobierno se va, pero se queda al mismo tiempo? En mi criterio, todos los que permitan revelar la acción del poder y sus efectos en la vida democrática. Y, sobre todo, los que permitan entender los procesos de resistencia y liberación desde la sociedad organizada.
La vida se construye en torno a relatos porque estos nos ayudan a encontrar nuestro lugar en el mundo. Frente al relato de la guerra, sabemos si nos corresponde tomar las armas o buscar la paz; frente al relato del desastre climático, decidimos cuidar la naturaleza o profundizar la depredación; frente al relato del racismo, unas veces lo combatimos y otras cambiamos nuestras propias conductas.
¿Y qué debemos hacer frente al relato que dice que quienes piensan distinto al poder son enemigos de la patria? La gran derrota de la humanidad, dice el escritor japonés Haruki Murakami, es no haber podido oponer en su debido tiempo un relato suficientemente fuerte contra el del nazismo y del fascismo. Puede pasar lo mismo ahora si no encontramos un relato que logre colocar los valores del humanismo y la democracia por sobre la intolerancia y la violencia basadas en la supuesta existencia de un enemigo público.
¿Qué puede hacer el periodismo frente a todo esto? Recuperar su esencia, entender que es muy poco lo que sabe y buscar respuestas a ese vacío. Narrar la realidad sabiendo que su propia voz solo adquiere sentido en relación con la voz del otro. La función esencial del periodismo es preguntar. Quiero decir, al periodismo le corresponde recuperar y potenciar la naturaleza interrogativa de la vida. Y tiene que hacerlo justamente ahora en un país como el Ecuador donde el poder político persigue y condena, más que cualquier otra cosa, el ejercicio de la pregunta.