Por Gustavo Abad
Veintiocho años
después de asesinar a Trotski clavándole un piolet en el cráneo, Ramón
Mercader, convertido ya en un incómodo protegido de la entonces Unión Soviética,
se cita en un bar de Moscú con su antiguo mentor, Leonid Eitingon, un agente de
inteligencia que en su juventud lo preparó física y sicológicamente para el
crimen.
En ese encuentro de asesinos
jubilados, Mercader le cuenta a Eitingon que lo más duro de sus veinte años de
prisión en México fue haber descubierto que él sólo había sido una pieza
manipulada para cometer un crimen de odio planeado por Stalin. Le habían
inoculado el odio para que le resultara más fácil matar –irónicamente– en defensa
del proletariado mundial y del hombre nuevo.
–Lo más difícil de
todos esos años fue saber esas verdades y tener la seguridad de que, a pesar de
los engaños, no podía hablar –dice Mercader.
–¿Sabes por qué?
Porque en el fondo somos unos cínicos. Pero, sobre todo, somos unos cobardes.
Siempre hemos tenido miedo y lo que nos ha movido no es la fe, como nos
decíamos todos los días, sino el miedo –responde Eitingon con una sonrisa congelada
a medio camino.
Este es quizá una de los
diálogos más patéticos de los muchos que ofrece El hombre que amaba a los perros, la novela que Leonardo Padura
escribió basado en una investigación rigurosa acerca del asesinato de Trotski,
la vida de su asesino y la manera cómo se pervirtió la gran utopía del siglo
XX.
El aporte de la
novela histórica, ya se sabe, no está en la verificación empírica de los
hechos, sino en su capacidad evaluadora del pasado, capaz de producir una conciencia
de la historia, de activar una zona del pensamiento al que generalmente no
llegan los secos registros documentales.
Miedo y cinismo, en
orden y proporciones intercambiables, aparecen allí como los principales motores
psíquicos con que el poder –una vez que la corrupción interna amenaza con llevarlo
a su propia descomposición– se asegura el control de la voluntad de las
personas, el manejo turbio de los ideales y el aniquilamiento físico o moral de
sus críticos.
La novela de Padura nos
traslada inevitablemente a lo que ocurre en el Ecuador bajo dominio del
correísmo. Siempre habrá algún brujo que diga que son tiempos, países y
personajes distintos. Nada más cierto, pero nada más trivial también. El
ejercicio del poder, el sistema de valores, las conductas sociales que promueve
el correísmo, aunque difieran en cierta retórica, evocan esos fantasmas
totalitarios que la historia y la literatura no pueden y no deben olvidar.
Por miedo fallan en
el Ecuador los jueces a favor del régimen sin importar si con ello vulneran los
derechos ciudadanos. Un breve inventario: las sentencias condenatorias contra
los diez de Luluncoto; contra los veedores del caso Fabricio Correa; contra el
ecologista Xavier Ramírez; contra el dirigente indígena Pepe Acacho; contra los
estudiantes del colegio Central Técnico; contra los del Mejía... Agregue usted
los suyos.
De cinismo se
revisten las autoridades obsecuentes para justificar sus atropellos con
argumentos jurídicos deleznables: la disolución de la fundación ecologista Pacha
Mama por realizar activismo político, como si el ecologismo no fuera una
postura política; las sanciones contra El
Universo y La Hora por resistirse
a publicar la verdad oficial (o mentira institucionalizada) en nombre del derecho
a la réplica; el truco de las enmiendas a la Constitución para garantizar la
reelección indefinida; la suspensión de la visa a la académica Manuela Picq después
de una golpiza policial para, según el informe, protegerla de los violentos; los
intentos de llevar a juicio al caricaturista Bonil y al periodista Roberto
Aguilar por mirar la realidad con ojo crítico; el actual proceso de disolución
de Fundamedios por difundir opiniones políticas en las redes sociales (no
difundirlas también es un acto político y nadie sanciona el silencio).
Sin embargo, el miedo
y el cinismo no tendrían efectos devastadores si no estuvieran asistidos por
una racionalidad jurídica, diseñada a la medida para ponerle ropaje legal al
abuso. La Ley de Comunicación, el Decreto 16, el Código Integral Penal son
apenas los engendros legales más visibles de esa máquina de prohibir y castigar
en que ha devenido la llamada revolución ciudadana.
El correísmo, más que
un movimiento político, parece una creencia religiosa. Y el pensamiento
religioso es contradictorio y trágico porque ofrece todo pero a cambio exige
todo. Ofrece la gloria eterna a cambio del sometimiento absoluto. Durante los
últimos ocho años, el correísmo le ha planteado al país una fórmula religiosa:
para llegar a un mundo de luz y progreso, primero hay que vivir una época de oscuridad
y violencia. En otras palabras: nuestro gran proyecto de modernización
capitalista –hace rato abandonó el eslogan de socialismo del siglo XXI– solo es
posible mediante la persecución y silenciamiento de aquellos a quienes nuestro
dedo acusador señale como enemigos.
Un enemigo del pueblo es, justamente, la
obra de teatro en que la sociedad ecuatoriana puede verse reflejada. Hace
muchos años que el teatro en este país –neutralizado por una pretendida asepsia
ideológica– no se presentaba como una posibilidad de reflexión política. La
obra original de Henrik Ibsen, dirigida por Christoph Baumann y adaptada por
Roberto Aguilar, es una necesaria puesta al día de una tradición de teatro político,
una línea siempre perturbadora para el mundo del orden y la obediencia que promueve
el poder.
La función del arte
es poner la mirada y los otros sentidos en esos lugares de la realidad y la
experiencia humana que van a contracorriente de los discursos dominantes. La
mirada de Un enemigo del pueblo nos sitúa
en nuestro tiempo para percibir no las luces, sino la oscuridad. Para el poder
totalitario –tanto que reclama para sí mismo el derecho a la resistencia y se
arrepiente de haberlo “concedido” a la sociedad– todo aquel que ejerce un
pensamiento distinto, que mira en lo profundo y no en lo superficial, que
denuncia la corrupción o reclama sus derechos, es un enemigo del pueblo.
“Que la historia
hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia
copie a la literatura es inconcebible…”, dice Borges en el cuento Tema del traidor y del héroe. En el
Ecuador del correísmo se podría pensar
que la realidad está copiando a la novela y al teatro.
Los movimientos
sociales organizados anuncian una marcha para este miércoles 16 de septiembre. Nuevamente
me niego a aceptar la versión oficial de que es para desestabilizar al gobierno
y hacerle el juego a la derecha –el correísmo bastante lo ha hecho ya–. La
marcha es contra el miedo y el cinismo. Este miércoles, para deleite de muchos tecnócratas,
académicos, periodistas, escritores que se han puesto al servicio del régimen, miles
de manifestantes serán declarados enemigos del pueblo.