Por Gustavo Abad
Por
qué será que cuando Bonil ironiza todo el mundo lo entiende, pero cuando Correa
ironiza todos se rasgan las vestiduras, se preguntaba con fingida ingenuidad
una escritora adepta al régimen, a propósito del lamentable “Heil Hitler” que
soltó el mandatario en su cuenta de twitter
para desafiar a quienes encuentran –con justicia o no– similitudes entre el
correísmo y el fascismo. Porque hay una gran diferencia entre la ironía y el
cinismo, diría yo para ayudar a esta señora a ubicarse un poco. La ironía es un
producto de la inteligencia, el cinismo es un rasgo de la prepotencia. Una
escritora, si conoce bien su oficio, debería saberlo.
El
saludo nazi, como mensaje de un presidente latinoamericano, por más que quiera maquillarlo
tardíamente, no logra el efecto irónico porque la carga oprobiosa de tal
expresión supera cualquier juego del lenguaje. No se puede hacer malabarismo
con tacos de dinamita. Tampoco se puede atribuir esa clase de exabruptos al temperamento
de quien los pronuncia. Más bien se puede ver allí, reflejada en el lenguaje, la
actitud de quien idealiza un proyecto totalitario, al que no le basta con
dominar su propio discurso, sino que quiere también apropiarse del discurso del
otro.
No
es novedad que la principal estrategia del correísmo en sus ocho años de
gobierno ha sido tomar el control del relato social. La disputa inicial con los
medios privados –que tuvo cierto sentido cuando la llamada revolución ciudadana
parecía un proyecto democrático– resultó ser, a la larga, el punto de partida
para una batalla en todos los frentes donde se pone en juego el modo de nombrar
las cosas. Montado sobre un desmesurado aparato de propaganda –al menos una
veintena de medios estatales, al servicio del discurso oficial–; una poderosa
herramienta jurídica –la Ley de Comunicación que, en lugar de ampliar los
derechos, restringe las libertades–; un sistema de vigilancia en la red –los
llamados troll center, unidades
clandestinas de ataque contra cualquier posición disidente–; un fantoche
institucional –la Supercom y el Cordicom, dedicados a juzgar no solo lo que se
publica sino también lo que no se publica–, el correísmo parecía estar ganando
la batalla.
Tan
seguro estaba el oficialismo de haber alcanzado el control total del relato,
que comenzó a maltratar la sustancia misma de todo relato: el lenguaje. El
único régimen que se autodenomina de izquierda pero toma decisiones que ya las
hubiera querido tomar la derecha pensó que tal engaño no era suficiente y se
propuso demostrar que el que domina todo también puede dominar el lenguaje y
reventarlo a su antojo. Así, le pareció que podía llamar cambio de la matriz
productiva a la profundización del modelo extractivista, petrolero y minero; acusar
de terroristas a quienes se oponen a la minería contaminante; calificar de reforma
de la justicia a la cooptación de jueces condescendientes; sostener que vivimos
en un estado laico pero diseñar las leyes según las convicciones religiosas de
su líder; proclamar que está en contra de la violencia sexual y aprobar un
Código Penal según el cual ninguna mujer violada puede abortar a menos que tenga
una deficiencia mental o esté dispuesta a ir a la cárcel; jurar que está en
contra de la reelección indefinida y promover enmiendas a la Constitución para
garantizar su continuidad en el poder; decir que la negativa del Estado a
reconocer la deuda con la Seguridad Social es para proteger el futuro de los
jubilados; proclamar que el IESS no es de los afiliados; acusar de
discriminación a los periodistas que critican a un asambleísta inepto…
En
fin, como el mitómano que se cree su propia ficción, el correísmo se creyó que
dominar todos los poderes del Estado lo autorizaba también a corromper el
lenguaje y ponerlo a su servicio. Pensó que podía llamar periodismo al
activismo oficialista que practican los medios públicos. El correísmo retorció a
tal punto el uso de las palabras que no se dio cuenta cuándo las vació de sentido.
Y ya nada significa lo que alguna vez dijo que significaba.
Como
esos terrenos que se quedan inútiles después de muchos años sometidos al
monocultivo y a los pesticidas, así el discurso oficial ha erosionado las
palabras después de ocho años de un monólogo descalificador. Su lenguaje es
pobre y repetitivo: “nosotros somos más”, “prohibido olvidar”, “los mismos de
siempre”, “mediocres”, “corruptos”, “tirapiedras”, “enemigos de la revolución”.
Qué aridez y qué cansancio. Como la pornografía –sexo explícito sin juego de
seducción–, el discurso oficial –insulto primario sin imaginación–, parece más
un brebaje emocional para los necios.
En
el documental “When we were kings” (Cuando fuimos reyes), de Leon Gast, acerca
del famoso combate entre Mohamed Alí y George Foreman en Kinshasa (1974), se
puede ver cómo el aparentemente obtuso mundo del boxeo ofrece lecciones
memorables de inteligencia estratégica. Alí, consciente de que el poderío
físico de Foreman lo superaba, hizo lo que nadie esperaba. En lugar de bailar,
como había prometido, se replegó sobre las cuerdas y dejó que su rival lo
castigara a placer. De vez en cuando –según el emocionante relato de Norman Mailer–,
levantaba la cabeza y decía: “me decepcionas George, no pegas tan fuerte como yo
pensaba”. Y el otro se ponía loco de rabia. Al cabo de cinco asaltos, Foreman
estaba exhausto. Sin pensarlo, se había noqueado a sí mismo. Entonces Alí supo
que era su momento. Salió de las cuerdas y liquidó a su adversario con una
rápida combinación. En el último segundo, se abstuvo de lanzar un golpe que tenía
preparado, quizá para no arruinar –dice el mismo Mailer– la estética del gigante
que caía.
Al
correísmo parece sucederle lo mismo en la arena política ecuatoriana. Se ha
noqueado a sí mismo. Ha pegado a tantos y con tanta furia, que se ha quedado
sin fuerzas. Por eso, cualquier persona con capacidad de indignación levanta el
dedo medio o baja los pulgares –hace poco lo hizo un adolescente– cuando pasa
la caravana presidencial. Entonces el poder se vuelve loco. Acostumbrado a
mandar y sancionar, no puede aceptar el mensaje detrás del gesto: “me
decepcionas, no eres lo que dices, no te puedo respetar”.
Cuando
el poder aniquila el debate jurídico mediante el control del legislativo;
cuando coarta al ejercicio de los derechos mediante un sistema de justicia
sometido a su conveniencia; cuando restringe la libertad de información
mediante amenazas y enjuiciamientos a medios y periodistas, siente que puede
controlar todo, incluso el sentido de las palabras. Se olvida que la palabra es
un producto de la cultura y la cultura es la memoria colectiva de los pueblos.
Se olvida que el lenguaje es el campo de la cultura donde ningún opresor ha
podido vencer. Cuando un caricaturista ironiza, nos dice que hay múltiples
maneras de ver el mundo. El poder está convencido de que solo hay una, la suya.
Cuando un escritor cuestiona, revela que hay un pensamiento detrás del mensaje.
El poder nos dice que detrás del suyo hay una máquina infalible. El artista
tiene la imaginación para interpretar. El poder, las leyes para castigar.
Después
de la matanza de Tlatelolco, en México (1968), el gobierno del PRI quiso
imponer la versión oficial de que el Estado había sofocado un brote subversivo
y que los estudiantes, en su confusión, se habían matado entre sí. Sin embargo,
escritores y periodistas como Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska, Carlos
Fuentes y otros se encargaron de mantener vivo el relato de que aquello había
sido un crimen de Estado. Fue una lucha de varias décadas para mantener viva
una memoria. Ahora, no cabe duda de que fue el entonces presidente, Díaz Ordaz,
el que ordenó apretar el gatillo. Frente a un partido que controlaba la
justicia, el parlamento y los medios, los escritores optaron por dar la batalla
en el campo del lenguaje y la cultura, el único espacio donde el pensador se
enfrenta con el dominador y lo vence.
En el Ecuador, el correísmo
tiene un selecto grupo de académicos, historiadores, escritores y periodistas
dispuesto a construir para el futuro la versión de que la llamada revolución
ciudadana fue un proyecto político transformador. Me pregunto, por ejemplo: ¿podrán
negar quién ordenó la explotación petrolera en el Yasuní sin detenerse ante el
peligro que eso supone para la vida de los pueblos aislados que allí habitan?
Todo indica, más bien, que esta aventura solo pasará a la historia como el proyecto
megalómano que alguna vez quiso imponernos un puñado de mentes alucinadas.