Por Gustavo Abad
En junio de 1959, decenas de jóvenes fueron asesinados por las fuerzas del orden en Guayaquil cuando protestaban contra el gobierno de Camilo Ponce. No hay un dato exacto, pero los registros de prensa señalan que el gobierno reconoció la muerte de 16 personas, aunque algunos testimonios sostienen que fueron muchas más. Esta matanza ha sido recuperada para la memoria ecuatoriana y latinoamericana en el documental “La muerte de Jaime Roldós”, de Manolo Sarmiento y Lisandra Rivera, recientes ganadores del Premio Gabriel García Márquez de periodismo.
Quizá la cadena de hechos perturbadores que ofrece el documental –la hipótesis de un complot internacional para acabar con la vida de Roldós- opaca el testimonio, no menos perturbador, del recordado productor Gabriel Tramontana, quien documentó con su cámara de cine la matanza. En el epílogo del filme, Tramontana le cuenta a Sarmiento que todas las imágenes de esa terrible noche guayaquileña se las entregó al presidente Ponce para que éste hiciera con ellas lo que más le conviniera. Obviamente, desaparecieron.
Según el razonamiento de Tramontana, lo suyo fue un acto de lealtad debido a que “el hombre estaba haciendo las cosas”. Se refiere a la obra pública de ese entonces: puentes, carreteras, represas. “El progreso del país”, termina diciendo Tramontana, quien murió antes de realizar su proyecto de convertir su enorme archivo fílmico en una película sobre la historia del Ecuador en la que –a juzgar por sus palabras- estaba dispuesto a destacar el avance material en lugar de la riqueza cultural y la complejidad social y política de este país.
Nos detenemos con mis alumnos de periodismo en este punto del documental para reflexionar cómo el discurso del progreso, del desarrollo material, de la racionalidad técnica se usa, con mayor frecuencia de lo que pensamos, como justificación de la violencia y del abuso de poder. Tramontana, estoy seguro, era un buen tipo –su esmero por conservar un patrimonio fílmico solo puede ser el de un hombre bueno-, pero sabía lo que se debía mostrar de esa historia y lo que convenía ocultar. En otras palabras, sabía editar la memoria.
En muchos sentidos, el Ecuador actual asiste a un proceso de edición de la memoria. El discurso oficial ha instalado con bastante éxito en el imaginario colectivo la idea de que su proyecto modernizador y capitalista justifica todas las arbitrariedades que el gobierno comete y puede cometer contra la vida democrática y contra los derechos de las personas. La idea de que la razón instrumental debe imponerse por sobre la razón histórica para alcanzar el progreso es la savia que recorre todo el discurso oficial. Y con esa idea procura borrar toda manifestación que lo cuestione. Toda señal de inconformidad social tiene que ser aplacada. Todo pensamiento disidente tiene que ser silenciado. Un alto dirigente propone incluso unificar el saludo.
De esa manera, el gobierno insiste en vendernos un falso dilema: el desarrollo no es posible sin la vulneración de derechos. Y esa proposición tramposa es la base de una cadena mayor de falsedades: las metas de crecimiento solo son posibles mediante la destrucción de la organización social; la transformación del país será más expedita si se elimina el pensamiento crítico; cualquier duda sobre la infalibilidad del proyecto que nos gobierna equivale a insurrección, y manifestarla en las calles es un acto desestabilizador.
Cada vez resulta más claro que siete años de propaganda gubernamental logran mayores efectos en la conciencia colectiva que cualquier sistema filosófico. La angustia de Walter Benjamin ante el avance del fascismo en la Europa anterior a la Segunda Guerra Mundial provenía de mirar cómo ese proyecto totalitario se presentaba ante la gente como algo históricamente ineludible. Salvando las distancias y los tiempos, no tanto las intenciones, en el Ecuador el aparato de propaganda gubernamental está orientado a profundizar la noción de que un estado autoritario no solo es necesario sino inevitable.
En esa tarea, el gobierno ha logrado posicionar en el debate cotidiano un ícono del desarrollo: las carreteras. En cualquier charla, si alguien cuestiona la injerencia del ejecutivo en la justicia, no falta quien refute: ¡pero mira en cambio lo bien que están las carreteras!; si otro se queja por la represión contra los movimientos sociales, habrá alguno que replique: ¿pero acaso no has visto las nuevas carreteras?; y si alguien más no se resigna a la impunidad frente a la corrupción, seguramente obtendrá como respuesta: ¡pero nadie ha hecho tantas carreteras!...
Las carreteras, convertidas en un lugar común, una piedra que obstruye el fluir del pensamiento, un necio argumento a favor del abuso.
La edición de la memoria, tal como la practica el poder político, consiste en narrarse a sí mismo como la luz que irrumpe en un mundo de tinieblas, una mano organizadora del caos. El discurso oficial edita la memoria a favor de una modernización capitalista que ahoga la diversidad cultural, política y social. En otras palabras, el gobierno edita la memoria para borrar la huella de las luchas sociales, para anular su capacidad de acción y palabra, para negarle al otro su condición humana.
jueves, 30 de octubre de 2014
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