Por Gustavo Abad
El gobierno ecuatoriano parece tener una vocación autista. La decisión de no conceder entrevistas a los medios privados confirma la escasa comprensión del oficialismo respecto de la construcción de una esfera pública diversa porque, en lugar de ampliarla, la reduce. Ese silenciamiento que, según se anuncia, será compensado con una mayor presencia de funcionarios en los medios estatales, más que un acto reivindicativo del llamado proceso revolucionario, resulta un gesto de autocomplacencia típico de los que solo quieren escucharse a sí mismos.
Sin embargo, el gobierno no es el único actor despistado en este modelo dramático, que ha llegado ya a su fase caricaturesca, de buenos contra malos. Los medios privados han puesto también su dosis de melodrama al declararse víctimas de una política gubernamental, contra la que no atinan, porque se niegan a interpretarla más allá del predecible discurso de la libertad de expresión. Desde esa posición, comienzan a perder la gran oportunidad de cambiar sus agendas informativas, sus prácticas investigativas y sus estrategias narrativas.
Resulta extraño que el mismo gobierno que, hace cinco años, invitó a los medios a jugar en la cancha de la confrontación discursiva y los goleó, ahora los invita a salir de ella, pero los medios no quieren irse. Esta coyuntura puede ser leída como un síntoma de arrogancia oficial pero también como una muestra de incapacidad periodística. Acostumbrados a no mirar más allá de los escenarios tradicionales de la política, los medios privados se niegan a aceptar el desafío de construir otros relatos de lo social, a dejar de mirar únicamente al funcionario y volver la mirada hacia la comunidad.
Si lo pensamos bien, no hay razón para que los medios no puedan prescindir de ministros, subsecretarios, gobernadores y otros voceros oficiales. Si hiciera falta, la versión del gobierno ya está sobreexpuesta en los medios estatales, en las cadenas nacionales, en las sabatinas y hasta en los partidos de la Selección. En realidad, es poco lo que pueden ofrecer unos funcionarios amedrentados, que son fácilmente desmentidos por el máximo representante del poder político. Ya lo dijo el caricaturista Bonil, ellos no conceden entrevistas pero sí caricaturas.
Si los medios privados se plantearan otros modos de entender y practicar el periodismo tomarían esta prohibición no como un problema sino como una oportunidad. Ahora es cuando tienen la posibilidad de ensayar nuevas agendas informativas basadas en la identificación de las demandas sociales y en la búsqueda de respuestas políticas. Pero las respuestas políticas no están en el discurso de los funcionarios, sino en los niveles de satisfacción y participación de la comunidad, en los efectos sociales y culturales de los actos de gobierno. El periodismo que se olvida de la calle, del campo, de la comunidad y de la vida que en ella anida no es periodismo.
La relación entre comunicación y política en el transcurso de este gobierno ha sufrido giros inesperados. Cuando se inauguraron los medios públicos, se suponía que éstos serían los exponentes de un periodismo social, de nuevas maneras de construir el relato informativo, de una relación más cercana con las audiencias, de unas narrativas frescas y sorprendentes, que actuarían como contrapeso a los esquemas gastados de los medios tradicionales. Pero eso no ha ocurrido y todo indica que renunciaron a ese objetivo.
La ironía de todo esto consiste en que los medios privados, a los que se ha recriminado, con sobradas razones, por su histórica adicción al poder, su falta de apertura hacia nuevos actores sociales, su déficit investigativo, entre otras cosas, ahora quedan en posición de recoger los valores del periodismo social. Si los medios privados no aprovechan este desafío de prescindir de la retórica oficial, que no lo oculten luego bajo el discurso de la libertad de expresión.