Gustavo Abad
Cuando diario Expreso publicó el reportaje “Las obras que ejecuta el hermano del presidente”, en junio de 2009, era difícil prever que, veintiún meses después, los periodistas Juan Carlos Calderón y Cristian Zurita, principales responsables de ese trabajo, tendrían que cargar sobre sus huesos y recursos el efecto de los golpes bajos que han intercambiado en los últimos cuatro años los poderes político y mediático en el Ecuador.
La investigación inicial reveló que un grupo de empresas a las que estaba vinculado Fabricio Correa, hermano mayor del Presidente Rafael Correa, había obtenido contratos con el Estado por alrededor de 100 millones de dólares. Después, en agosto de 2010, Calderón y Zurita presentan el libro “El Gran Hermano”, en el que profundizan la investigación inicial, encuentran nuevos datos y despliegan un amplio relato sobre la corrupción en las altas esferas del poder.
Ahora, los dos periodistas afrontan un juicio planteado por el presidente Correa bajo la figura de “daño moral” por el contenido del libro. Aunque la investigación no señala responsables de delitos específicos, es una disección profunda de un tema clásico en el manejo de la cosa pública en el Ecuador: el tráfico de influencias. La reacción inicial del gobierno fue decir que se trataba de otra maniobra mediática para desacreditarlo, pero hasta ahora no ha podido desmentir los datos del trabajo periodístico.
Sin embargo, lo más grave de todo esto es que el juicio entablado por el mandatario contra los periodistas transforma el escenario inicial, de una necesaria lucha política por la transformación de las estructuras del campo mediático en el Ecuador, a una querella entre una autoridad ofendida y dos trabajadores de prensa sobrecargados con una responsabilidad que, para ser justos, nos corresponde a todos. El juicio contra los autores de “El Gran Hermano” reduce la compleja relación histórica entre comunicación y política al litigio coyuntural entre periodistas y autoridades. El presidente Correa, como acusador, convierte la historia en casuística.
Estamos ante una posición que desvirtúa la legítima la lucha política por la reconfiguración del espacio mediático. Quizá eso explique en gran parte el fracaso en el debate de la Ley de Comunicación; la tardanza de la sanción a los responsables de la asignación fraudulenta de frecuencias; la ilusoria desvinculación entre los poderes económicos y los medios; la ausencia de un órgano de regulación legítimo. El mejor argumento que puede dar el Presidente a la oposición es enjuiciar a todos los periodistas que pueda.
En un país como el nuestro, donde los gobiernos piensan que en ellos comienza y termina la política y donde los medios piensan lo mismo respecto de la comunicación, resulta tan fácil como peligroso pensar que toda esta confrontación se resuelve judicializando la actividad periodística. El juicio contra Calderón y Zurita abona esta falsa premisa porque, más allá de lo que pase en este caso, las estructuras del campo mediático, las relaciones de poder que ahí se manejan, las injerencias económicas y políticas en los procesos informativos, siguen intactas.
Lo paradójico es que dos periodistas, que han hecho exactamente lo que el gobierno ha demandado de esta profesión –rigurosidad informativa, contrastación de fuentes, verificación de datos, etc.– tienen que defenderse en los juzgados –con todo el desgaste emocional y económico que eso significa– de los efectos de una pelea que comenzó hace cuatro años entre un gobierno con discurso radical de izquierda y unas empresas de medios defensoras del establecimiento y sus privilegios.
En su trabajo, Calderón y Zurita exponen la diferencia entre hacer política contra el gobierno desde los medios y hacer investigación periodística siguiendo las normas del buen oficio. Ellos hicieron lo que tenían que hacer: periodismo y no proselitismo. Otra cosa es lo que hace la mayoría de medios privados y estatales, donde se impone un discurso corporativo de defensa del dueño: proselitismo y no periodismo.
El deseo personal de Correa de escarmentar a dos periodistas desplaza el foco de atención y conduce a olvidar que los temas centrales del debate político-comunicacional en el Ecuador, como el régimen de propiedad de las empresas informativas; las instancias de regulación; las condiciones laborales de los trabajadores de prensa; la censura y autocensura interna en los medios; los derechos colectivos a la comunicación y a la información, entre otros, siguen entrampados en medio de tanto ruido y demandas estériles.
jueves, 31 de marzo de 2011
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