Gustavo Abad
El debate sobre la formación profesional de los periodistas –latente por muchos años, aunque poco desarrollado– se activa en uno de los momentos de mayor tensión entre el poder político y el poder mediático en el Ecuador, que miden fuerzas en torno a la Ley de Comunicación. Esta circunstancia produce una cierta palabrería estridente de parte y parte, en medio de la cual hay que hacer un esfuerzo para encontrar orientación y rescatar lo más sensato.
Por un lado está un poder político que privilegia el corporativismo estatal (ministerios, secretarías, consejos, comisiones…) por sobre la organización social (movimientos, colectivos, grupos…) y, a la par, un sector mediático que privilegia el discurso empresarial (libertad de expresión, independencia de los medios, objetividad de la información..) por sobre el pensamiento crítico (responsabilidad social, capacitación…) Ambas posturas impiden entender la condición de los periodistas como sujetos sociales y del periodismo como una actividad de intervención social que demanda un alto nivel de idoneidad de quienes la ejercen.
En el Ecuador, la formación de los periodistas tiene varias vertientes. Primero, las facultades de comunicación, donde predomina una formación generalista y muy poco cercana a la práctica periodística real. Segundo, los propios medios, donde los graduados o egresados de comunicación aprenden, sobre la marcha, unas destrezas de sobrevivencia y se olvidan de la reflexión y la autocrítica sobre su trabajo. En tercer lugar, están los profesionales formados en otras áreas (Historia, Letras, Sociología…) que descubren los fundamentos periodísticos en la práctica.
La formación de sus empleados no es prioridad en las empresas mediáticas. En el mejor de los casos, son los periodistas con más años quienes ejercen de instructores de los nuevos, lo cual impide romper la autoreferencialidad en este campo. Con alguna excepción, los denominados “referentes” del periodismo ecuatoriano no exhiben aportes significativos y, en su gran mayoría, detentan una autoridad reducida a los propios medios. No han creado una escuela periodística; no han diseñado programas de formación; no han sistematizado una línea de investigación; tampoco son exponentes de alguna narrativa en particular. En otras palabras, no pueden exhibir algún cuerpo organizado de conocimientos –libros, ensayos, cátedras, etc.– que aporte a la formación de los nuevos periodistas.
La profesionalización ha sido entendida como sinónimo de titulación. Pero la posesión de un título universitario en comunicación no garantiza, por sí sola, la idoneidad de su dueño para ejercer el periodismo. La profesionalización significa un proceso de formación continua, de adquisición de conocimientos, de métodos y herramientas –conceptuales e instrumentales– que habiliten a los periodistas como narradores confiables de la complejidad social, independientemente del título académico.
Un proceso de profesionalización debería incluir al menos los siguientes aspectos: 1. Legislación (los periodistas no conocen el marco normativo de su actividad, sus alcances y sus límites); 2. Ética (en ningún medio ecuatoriano se debate acerca del concepto de responsabilidad social, lo cual se expresa en la confusión frecuente entre información, opinión y propaganda); 3. Historia política y económica (reporteros y editores tienen dificultades para situar los hechos en perspectiva histórica por su desconocimiento de los procesos de formación de las sociedades contemporáneas); y 4. Lenguaje (el descuido de la principal herramienta periodística, el lenguaje, ha impedido renovar las narrativas y construir nuevos relatos de lo social)
El efecto directo de esta situación para los periodistas y otros trabajadores de prensa es que se incrementa su vulnerabilidad frente a las arbitrariedades de las empresas. El periodista se vuelve un sujeto prescindible, que puede ser reemplazado en cualquier momento por otro que llene fácilmente las exigencias de los medios. Por ello, el despido, la censura, los abusos cometidos contra los periodistas por sus empleadores no tienen la mínima repercusión social y no hay instancia legal ni organización social que asuma su defensa.
Así, las empresas mediáticas demuestran tener tanta o mayor capacidad que el poder político para anular la diversidad de pensamiento y atentar no sólo contra el ejercicio profesional de los periodistas sino también contra el derecho a la información de la población.
miércoles, 23 de junio de 2010
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