Por Gustavo Abad
El auto está detenido en una calle abandonada y a su alrededor varias personas caminan nerviosas. La cámara se acerca lo más que puede a la ventanilla y deja ver el cuerpo inerte del conductor, acribillado por delincuentes pocas horas antes. Llega la esposa de la víctima y la cámara inmediatamente se concentra en los gestos, palabras y lágrimas que salen desde su infinito dolor.
El reportero dice que este crimen demuestra el aumento de la inseguridad y la violencia en todas las ciudades del país. Luego busca entre la gente declaraciones o testimonios para completar la información, hasta que otro familiar de la víctima reclama: “¿dónde están los defensores de los derechos humanos?”, y se responde a sí mismo, “esos señores solo defienden a los delincuentes”.
Fin de la nota.
En su comentario, el presentador del noticiero repite la última afirmación y refuerza uno de los grandes equívocos difundidos sin la menor reflexión por la mayoría de los medios de comunicación, respecto de la inseguridad y la violencia en nuestras ciudades, que consiste en adjudicar a las organizaciones de derechos humanos un cierto nivel de complicidad con los delincuentes.
Que los familiares de las víctimas, en su desesperación, se consideren abandonados por los derechos humanos, es algo comprensible. Otra cosa es que los medios recojan y alimenten esa idea, lo cual sólo ayuda a incrementar la paranoia colectiva que ya vivimos como resultado de la abrumadora cantidad de noticias generadas en las últimas semanas respecto del aumento delictivo.
Parece que nadie se detiene a pensar que los derechos humanos no se crearon para defender a las personas de los delitos comunes sino de los abusos del poder constituido en el Estado, y sólo en ese ámbito se puede evaluar su buen o mal desempeño. La institución obligada a luchar contra la delincuencia es la Policía, declarada en los últimos días en emergencia operativa, lo cual se traduce en más personal, más armas, más vehículos, etc. Curiosa coincidencia entre el reforzamiento policial, por un lado, y la descalificación de los derechos humanos, por otro. Una formula en la que los poderes político y mediático resultan complementarios.
Los medios proporcionan a la sociedad los elementos para que las personas se formen un juicio acerca de su realidad y su entorno. Cuando la gente repite lo que escucha o lee en los medios, y cuando estos repiten y difunden sin cuestionar lo que la gente dice en la calle, se forma un lugar común, una piedra endurecida en el fluir del pensamiento, una barrera que impide pensar y sentir de manera distinta, porque encierra en una sentencia reducida la respuesta a un problema infinitamente más complejo.
Las versiones periodísticas acerca de la inseguridad en estos días refuerzan dos grandes lugares comunes: “los derechos humanos solo defienden a los delincuentes” y “la única manera de combatir el delito es llenar las ciudades de policías fuertemente armados”. Entonces la población sale a la calle vestida de negro (como la reciente manifestación en Manta) o de blanco (como las conocidas marchas blancas en Quito y Guayaquil) con el fin de movilizar al Estado y exigir a la Policía mano dura contra la delincuencia.
La sociedad condena así la violencia marginal y alienta con ello la violencia oficial, motivada por un estado permanente de miedo, el sentimiento más atentatorio contra la capacidad de raciocinio. En efecto, las autoridades, los medios y casi toda la población ecuatoriana se hallan sumergidos por estos días en un largo y sostenido relato de horror.
El Telégrafo 26-10-2008
sábado, 25 de octubre de 2008
sábado, 18 de octubre de 2008
Ni militante ni sacerdotal
Por Gustavo Abad
Después de leer en los últimos días varios artículos acerca de los medios de comunicación y las prácticas periodísticas en el Ecuador, tengo la impresión de que este debate necesita un trazado de la cancha, el señalamiento de unos puntos de referencia que faciliten la producción y el intercambio de ideas con mayor utilidad social. Propongo que quienes participamos, de una u otra manera, en este ineludible ejercicio recordemos que no se trata de “mi opinión” versus “tu opinión”, sino que existe un contexto histórico, político, cultural, etcétera, dentro del cual se activan y cobran sentido las diversas reflexiones, y bien haríamos en recordarlo.
Para comenzar, el ejercicio del periodismo en este país ha estado ligado exclusivamente a los medios privados y son éstos los responsables de lo bueno o lo malo que se haya hecho al respecto. La historia reciente no muestra una presencia importante de medios estatales, ni gremiales, ni comunitarios que hayan tenido una gran influencia en el debate público. Tampoco hay marcas profundas de lo que algunos llaman “periodismo militante”, ese fantasma sesentero que provoca nostalgias, en unos casos, y resaca moral, en otros. Más bien, los que han podido tomar partido por una u otra visión del mundo son los medios privados. Recordemos que en ellos han madurado discursos sociales de toda naturaleza, incluyendo los violentos, xenófobos y racistas.
Las audiencias solo han hecho un balance y emitido un juicio de todo ello, de manera que la desconfianza respecto del trabajo de los medios tradicionales no es un fenómeno reciente, ni un invento del actual gobierno, como sostienen algunos para distorsionar ese sentimiento generalizado, sino el efecto de una acumulación de prácticas periodísticas que han afectado el prestigio y la valoración social de esta actividad.
Entonces la recuperación de esos medios como una voz pública confiable depende más de sus procesos internos de autocrítica, de la revisión de sus procedimientos, de la búsqueda y construcción de otras narrativas, que de la repetición de un discurso que yo llamaría “periodismo sacerdotal”, parecido a una catequesis de valores obvios como ser honesto, ético, democrático, riguroso, analítico, pluralista, responsable, preciso, equilibrado… etc., que adornan el discurso pero no se activan en la práctica.
Este mínimo reconocimiento de un proceso histórico nos permite entender mejor el surgimiento del periodismo público y de los medios estatales, como resultado de la coincidencia de un proyecto político y unas demandas sociales de contar con nuevas fuentes de información ante el deterioro de la credibilidad de los medios tradicionales.
La vigencia y legitimidad del periodismo público dependen de cuánto se guíe por la defensa del interés general antes que del gubernamental, por la construcción de una pedagogía ciudadana en deberes y en derechos, por la visibilidad y el respeto de otras formas de vida, por la búsqueda de respuestas colectivas a problemas colectivos y, evidentemente, por las prácticas del buen oficio.
Ni militante ni sacerdotal, el periodismo público no es sólo una propuesta comunicacional sino también política, lo cual facilita su vigilancia, su escrutinio y su impugnación social, algo a lo que todavía se niegan los medios privados tradicionales.
El Telégrafo 20-10-2008
Después de leer en los últimos días varios artículos acerca de los medios de comunicación y las prácticas periodísticas en el Ecuador, tengo la impresión de que este debate necesita un trazado de la cancha, el señalamiento de unos puntos de referencia que faciliten la producción y el intercambio de ideas con mayor utilidad social. Propongo que quienes participamos, de una u otra manera, en este ineludible ejercicio recordemos que no se trata de “mi opinión” versus “tu opinión”, sino que existe un contexto histórico, político, cultural, etcétera, dentro del cual se activan y cobran sentido las diversas reflexiones, y bien haríamos en recordarlo.
Para comenzar, el ejercicio del periodismo en este país ha estado ligado exclusivamente a los medios privados y son éstos los responsables de lo bueno o lo malo que se haya hecho al respecto. La historia reciente no muestra una presencia importante de medios estatales, ni gremiales, ni comunitarios que hayan tenido una gran influencia en el debate público. Tampoco hay marcas profundas de lo que algunos llaman “periodismo militante”, ese fantasma sesentero que provoca nostalgias, en unos casos, y resaca moral, en otros. Más bien, los que han podido tomar partido por una u otra visión del mundo son los medios privados. Recordemos que en ellos han madurado discursos sociales de toda naturaleza, incluyendo los violentos, xenófobos y racistas.
Las audiencias solo han hecho un balance y emitido un juicio de todo ello, de manera que la desconfianza respecto del trabajo de los medios tradicionales no es un fenómeno reciente, ni un invento del actual gobierno, como sostienen algunos para distorsionar ese sentimiento generalizado, sino el efecto de una acumulación de prácticas periodísticas que han afectado el prestigio y la valoración social de esta actividad.
Entonces la recuperación de esos medios como una voz pública confiable depende más de sus procesos internos de autocrítica, de la revisión de sus procedimientos, de la búsqueda y construcción de otras narrativas, que de la repetición de un discurso que yo llamaría “periodismo sacerdotal”, parecido a una catequesis de valores obvios como ser honesto, ético, democrático, riguroso, analítico, pluralista, responsable, preciso, equilibrado… etc., que adornan el discurso pero no se activan en la práctica.
Este mínimo reconocimiento de un proceso histórico nos permite entender mejor el surgimiento del periodismo público y de los medios estatales, como resultado de la coincidencia de un proyecto político y unas demandas sociales de contar con nuevas fuentes de información ante el deterioro de la credibilidad de los medios tradicionales.
La vigencia y legitimidad del periodismo público dependen de cuánto se guíe por la defensa del interés general antes que del gubernamental, por la construcción de una pedagogía ciudadana en deberes y en derechos, por la visibilidad y el respeto de otras formas de vida, por la búsqueda de respuestas colectivas a problemas colectivos y, evidentemente, por las prácticas del buen oficio.
Ni militante ni sacerdotal, el periodismo público no es sólo una propuesta comunicacional sino también política, lo cual facilita su vigilancia, su escrutinio y su impugnación social, algo a lo que todavía se niegan los medios privados tradicionales.
El Telégrafo 20-10-2008
sábado, 11 de octubre de 2008
El informe de la SIP
Por Gustavo Abad
Cada seis meses la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) realiza una asamblea en la cual ofrece un informe acerca de la libertad de expresión en los diversos países de la región. En principio, parece una sana práctica de vigilancia, destinada a evitar abusos de poder y garantizar el derecho a la información, y quizá algún día lo fue. En la práctica, este ritual de los dueños de comunicación privados, más que ayudar, afecta la credibilidad y el sostenimiento de un discurso público como es el periodismo.
Hace pocos días, la SIP clausuró su asamblea 64, en Madrid, y en el documento correspondiente menciona la situación del Ecuador, desde una visión que merece ser comentada porque confirma lo dicho al inicio. Según el informe, el gobierno del presidente Rafael Correa ha “redoblado” una “actitud agresiva” contra la prensa, a la que ha convertido en su “opositor principal”, como “parte de su campaña de dividir y polarizar a los ciudadanos”.
Mi primera impresión es que las empresas privadas de comunicación todavía se niegan a la autocrítica. La “actitud agresiva” ha sido una práctica tanto del poder político como del poder mediático. Los calificativos salidos de boca del mandatario han sido respondidos con artillería verbal de igual o mayor calibre, en lugar de hacerlo con investigación rigurosa sobre temas respecto de los cuales el gobierno tiene mucho que responder. Solo una prensa movida por impulsos emocionales puede sentirse afectada por los calificativos endilgados desde el poder. De lo contrario, dejaría que le resbalen.
Después, la SIP olvida que los opositores no se constituyen como tales por designio de los gobernantes, sino por obra de sus actos políticos y su discurso público. Esa acusación de “dividir y polarizar a los ciudadanos” está más cercana al discurso de los partidos y otros sectores de oposición que al rigor investigativo de una organización periodística. Quizá a los autores del informe les habría servido mirar al periodista Carlos Vera hacer campaña desde una tarima por el voto nulo respecto del proyecto de nueva Constitución a pocos días del referéndum. El resultado del 64% a favor del Sí, desmantela la idea de un país dividido, como sostiene la mayoría de medios privados. Lo malo no es que tomen posición política, sino que lo nieguen.
Más adelante, al referirse a la publicidad oficial en los canales de televisión, la SIP señala que “la mayoría de los cuales hoy se hallan en poder del Estado, luego de que se los incautó por la vinculación de sus propietarios con la crisis bancaria”. En el Ecuador funcionan 63 empresas televisivas, según datos del Consejo Nacional de Radio y Televisión (Conartel), por lo que los tres canales incautados –TC Televisión, Gamavisión y Cable Noticias– no representan la mayoría, y se encuentran en poder del Estado como resultado del juzgamiento a sus dueños por delitos financieros. Casi no hay lugar para creer que se trata de un error, sino de una distorsión deliberada.
Así, un tema tan importante como la inversión de recursos estatales en publicidad oficial, que debería ser abordado mediante una investigación rigurosa –que nos permita saber no solo cuánto invirtió el gobierno, sino cuánto ganaron los medios privados en los contratos de esa publicidad que tanto repudian–, queda reducido a una declaración efectista que confunde dos temas que nada tienen que ver entre sí.
El problema de fondo no es la relación de los medios privados con un gobierno coyuntural, sino la erosión de la credibilidad de ciertas organizaciones, que golpea de manera injusta a las que sí proponen un periodismo de servicio público. Como periodista, me afecta el uso tramposo que hace la SIP del concepto de libertad de expresión. Si sus directivos creen que sus informes ayudan, les pido que no ayuden tanto.
El Telégrafo 12-10-2008
Cada seis meses la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) realiza una asamblea en la cual ofrece un informe acerca de la libertad de expresión en los diversos países de la región. En principio, parece una sana práctica de vigilancia, destinada a evitar abusos de poder y garantizar el derecho a la información, y quizá algún día lo fue. En la práctica, este ritual de los dueños de comunicación privados, más que ayudar, afecta la credibilidad y el sostenimiento de un discurso público como es el periodismo.
Hace pocos días, la SIP clausuró su asamblea 64, en Madrid, y en el documento correspondiente menciona la situación del Ecuador, desde una visión que merece ser comentada porque confirma lo dicho al inicio. Según el informe, el gobierno del presidente Rafael Correa ha “redoblado” una “actitud agresiva” contra la prensa, a la que ha convertido en su “opositor principal”, como “parte de su campaña de dividir y polarizar a los ciudadanos”.
Mi primera impresión es que las empresas privadas de comunicación todavía se niegan a la autocrítica. La “actitud agresiva” ha sido una práctica tanto del poder político como del poder mediático. Los calificativos salidos de boca del mandatario han sido respondidos con artillería verbal de igual o mayor calibre, en lugar de hacerlo con investigación rigurosa sobre temas respecto de los cuales el gobierno tiene mucho que responder. Solo una prensa movida por impulsos emocionales puede sentirse afectada por los calificativos endilgados desde el poder. De lo contrario, dejaría que le resbalen.
Después, la SIP olvida que los opositores no se constituyen como tales por designio de los gobernantes, sino por obra de sus actos políticos y su discurso público. Esa acusación de “dividir y polarizar a los ciudadanos” está más cercana al discurso de los partidos y otros sectores de oposición que al rigor investigativo de una organización periodística. Quizá a los autores del informe les habría servido mirar al periodista Carlos Vera hacer campaña desde una tarima por el voto nulo respecto del proyecto de nueva Constitución a pocos días del referéndum. El resultado del 64% a favor del Sí, desmantela la idea de un país dividido, como sostiene la mayoría de medios privados. Lo malo no es que tomen posición política, sino que lo nieguen.
Más adelante, al referirse a la publicidad oficial en los canales de televisión, la SIP señala que “la mayoría de los cuales hoy se hallan en poder del Estado, luego de que se los incautó por la vinculación de sus propietarios con la crisis bancaria”. En el Ecuador funcionan 63 empresas televisivas, según datos del Consejo Nacional de Radio y Televisión (Conartel), por lo que los tres canales incautados –TC Televisión, Gamavisión y Cable Noticias– no representan la mayoría, y se encuentran en poder del Estado como resultado del juzgamiento a sus dueños por delitos financieros. Casi no hay lugar para creer que se trata de un error, sino de una distorsión deliberada.
Así, un tema tan importante como la inversión de recursos estatales en publicidad oficial, que debería ser abordado mediante una investigación rigurosa –que nos permita saber no solo cuánto invirtió el gobierno, sino cuánto ganaron los medios privados en los contratos de esa publicidad que tanto repudian–, queda reducido a una declaración efectista que confunde dos temas que nada tienen que ver entre sí.
El problema de fondo no es la relación de los medios privados con un gobierno coyuntural, sino la erosión de la credibilidad de ciertas organizaciones, que golpea de manera injusta a las que sí proponen un periodismo de servicio público. Como periodista, me afecta el uso tramposo que hace la SIP del concepto de libertad de expresión. Si sus directivos creen que sus informes ayudan, les pido que no ayuden tanto.
El Telégrafo 12-10-2008
sábado, 4 de octubre de 2008
El sentido del juego
Por Gustavo Abad
El punto de quiebre se ha dado y el triunfo del Sí por la nueva Constitución obliga a enfilar las reflexiones y las propuestas de acuerdo con el espíritu de la Carta Magna, que ya no es un ideal en disputa sino un cuerpo normativo que nos rige y que buscará su plenitud con el conjunto de leyes y reglamentos en proceso.
El debate que se avecina abarcará toda la gama de lo público y, por supuesto, ahí se incluye también el discurso público, ese territorio inestable donde los diversos actores sociales se disputan el control de los significados, y donde confluyen los poderes político y mediático ya sea como detractores o complementarios.
El poder político construye un discurso público para imponer un modo de organizar y dirigir una sociedad, es decir, un modo de hacer. El poder mediático lo hace para imponer un modo de ver e interpretar, es decir, un modo de pensar. Entre los dos se legitiman o se impugnan según los intereses en juego.
Por eso es necesario volver la mirada hacia las condiciones de producción del discurso público en los medios de comunicación, puesto que su materia prima es la información, y ésta es un bien común en manos de unos trabajadores de prensa, que producen bajo unas condiciones y unos imperativos de los que casi nadie se ocupa, ni siquiera los periodistas, pero inciden en la elaboración final de la información.
El pensamiento crítico respecto del periodismo muchas veces se limita a destacar la condición de las empresas mediáticas como entes ligados al capital privado y a la maximización de las ganancias. Nada más cierto que eso, pero hay que recordar que tal condición genera unas conductas laborales, y esas conductas unos acuerdos y tenciones internas, y todo eso se manifiesta en una cultura periodística, es decir, en un modo de hacer y decir, cuyo resultado es lo que reciben los consumidores de medios.
Los periodistas desarrollan lo que Pierre Bourdieu llama un habitus, que es la manera cómo las personas interiorizan sus condiciones de vida y, en función de ello, desarrollan un modo de actuar, un sentido del juego, y el sentido del juego periodístico muchas veces consiste en salir a la calle y regresar con algo que, aunque no califique como importante, sí lo haga como publicable, de lo contrario, alguien puede perder su empleo.
Por ello, una manera de aterrizar el espíritu de la nueva Constitución en lo referente al periodismo como discurso público sería mediante una normativa que se ocupe de las condiciones de producción y la situación laboral de los trabajadores de prensa, que va desde los salarios bajos, jornadas promedio de 12 horas diarias, escasas oportunidades de formación, hasta normas disciplinarias que los obligan a vigilarse entre compañeros.
Conozco periodistas que estudian a escondidas de sus empleadores porque la política administrativa, donde mandan los gerentes y no los periodistas, dice que el tiempo que éstos emplean en estudiar disminuye su tiempo productivo. Conozco también la crisis existencial de reporteros designados a fuentes permanentes como el Congreso, la Presidencia, las cortes y tribunales, donde agonizan procesando boletines y, después de diez años de hacer lo mismo, quedan imposibilitados de abrirse a otras áreas de producción intelectual.
Por ello no basta con pensar y analizar solamente los discursos mediáticos sino también las circunstancias de quienes los producen. Esta es una oportunidad para los trabajadores de prensa de plantear otras maneras de encarar su labor, otras condiciones de producción y con ello algo más grande, otro sentido del juego.
El Telégrafo 05-10-2008
El punto de quiebre se ha dado y el triunfo del Sí por la nueva Constitución obliga a enfilar las reflexiones y las propuestas de acuerdo con el espíritu de la Carta Magna, que ya no es un ideal en disputa sino un cuerpo normativo que nos rige y que buscará su plenitud con el conjunto de leyes y reglamentos en proceso.
El debate que se avecina abarcará toda la gama de lo público y, por supuesto, ahí se incluye también el discurso público, ese territorio inestable donde los diversos actores sociales se disputan el control de los significados, y donde confluyen los poderes político y mediático ya sea como detractores o complementarios.
El poder político construye un discurso público para imponer un modo de organizar y dirigir una sociedad, es decir, un modo de hacer. El poder mediático lo hace para imponer un modo de ver e interpretar, es decir, un modo de pensar. Entre los dos se legitiman o se impugnan según los intereses en juego.
Por eso es necesario volver la mirada hacia las condiciones de producción del discurso público en los medios de comunicación, puesto que su materia prima es la información, y ésta es un bien común en manos de unos trabajadores de prensa, que producen bajo unas condiciones y unos imperativos de los que casi nadie se ocupa, ni siquiera los periodistas, pero inciden en la elaboración final de la información.
El pensamiento crítico respecto del periodismo muchas veces se limita a destacar la condición de las empresas mediáticas como entes ligados al capital privado y a la maximización de las ganancias. Nada más cierto que eso, pero hay que recordar que tal condición genera unas conductas laborales, y esas conductas unos acuerdos y tenciones internas, y todo eso se manifiesta en una cultura periodística, es decir, en un modo de hacer y decir, cuyo resultado es lo que reciben los consumidores de medios.
Los periodistas desarrollan lo que Pierre Bourdieu llama un habitus, que es la manera cómo las personas interiorizan sus condiciones de vida y, en función de ello, desarrollan un modo de actuar, un sentido del juego, y el sentido del juego periodístico muchas veces consiste en salir a la calle y regresar con algo que, aunque no califique como importante, sí lo haga como publicable, de lo contrario, alguien puede perder su empleo.
Por ello, una manera de aterrizar el espíritu de la nueva Constitución en lo referente al periodismo como discurso público sería mediante una normativa que se ocupe de las condiciones de producción y la situación laboral de los trabajadores de prensa, que va desde los salarios bajos, jornadas promedio de 12 horas diarias, escasas oportunidades de formación, hasta normas disciplinarias que los obligan a vigilarse entre compañeros.
Conozco periodistas que estudian a escondidas de sus empleadores porque la política administrativa, donde mandan los gerentes y no los periodistas, dice que el tiempo que éstos emplean en estudiar disminuye su tiempo productivo. Conozco también la crisis existencial de reporteros designados a fuentes permanentes como el Congreso, la Presidencia, las cortes y tribunales, donde agonizan procesando boletines y, después de diez años de hacer lo mismo, quedan imposibilitados de abrirse a otras áreas de producción intelectual.
Por ello no basta con pensar y analizar solamente los discursos mediáticos sino también las circunstancias de quienes los producen. Esta es una oportunidad para los trabajadores de prensa de plantear otras maneras de encarar su labor, otras condiciones de producción y con ello algo más grande, otro sentido del juego.
El Telégrafo 05-10-2008
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