Por Gustavo Abad
El auto se detiene junto a un muro de la avenida Occidental. A las doce de la noche la vía se muestra desierta, en una quietud apenas interrumpida por la moto de un repartidor de pizza que pasa embalado, con el poncho de agua inflado por el viento como las alas de un vampiro cinematográfico. La ciudad parece encogerse de frío sobre sí misma después de un fin de semana caluroso y raro para un mes de invierno.
Del asiento trasero se bajan dos muchachos con camiseta negra, capucha para el frío y latas de spray en la mano. Sus ojos entrenados les dicen que el muro se ofrece estupendamente. Se arremangan y …pssst… pssst… “¿quién mató a…?” pssst… ¡Hey, cuidado!... El conductor se inquieta y corre hasta el parterre central. Y lo que ve es como para activar los resortes del miedo en estos tiempos. Dos patrulleros se acercan en sentido contrario y aminoran la velocidad cuando llegan a la altura de los muchachos. Hasta el muro se escucha la carraspera de sus radios en funcionamiento. Los grafiteros se paralizan por un segundo. Los policías los miran sin bajarse del carro. Los grafiteros se dan la vuelta y, sin que les tiemble el pulso, …pssst… pssst… Ya está: “¿Quién mató a Paúl Guañuna?”, queda garabateada la interrogante que en el Ecuador ha movilizado a varios sectores de la opinión pública, especialmente a los que defienden la diversidad de las culturas urbanas.
Los uniformados podrían bajarse y pedir explicaciones, pero algún sentimiento tenaz los aplasta contra sus propios asientos y deciden marcharse hacia el norte sin decir palabra. Los del auto continúan rumbo al sur, pero poco después toman un atajo para despistar a cualquiera que haya decidido seguirlos. En el camino aprovechan cada pared solitaria. “Guañuna somos todos…”, alcanzan a escribir cerca de la Universidad Central, casi en las mismas narices de otro patrullero que pasa por ahí pocos segundos después con sus ocupantes adormilados. Los muchachos se tienden sobre el asiento trasero. No quieren un mal encuentro con la autoridad.
La ciudad amanece llena de grafitis que reclaman el esclarecimiento de la muerte de Paúl, un estudiante de 17 años, a quien la última vez que sus amigos vieron con vida fue cuando unos policías lo metían a un patrullero, el 6 de enero de 2007. Al día siguiente, sus familiares lo hallaran muerto bajo el puente del intercambiador de Zámbiza, al nororiente de Quito.
La última noche de su vida, Paúl junto con dos amigos intentaban escribir un grafiti en la calle Gardenias y Melanos, una zona industrial y escasamente iluminada al norte de la ciudad, cuando asomó la Policía. Uno de los chicos logró escapar, pero los dos restantes fueron detenidos. A uno lo soltaron horas más tarde, pero no a Paúl, cuyo cuerpo fue encontrado con huellas de tortura, según la denuncia presentada ante la Fiscalía General de la Nación por sus familiares y organismos de derechos humanos, ninguno de los cuales está dispuesto a creer la versión del parte policial de que el chico se habría suicidado lanzándose desde el puente. Si fuera así, ¿por qué habría de quemarse antes las manos?, se preguntan y, ¿por qué la Policía se ha negado a revelar los nombres de los que patrullaban la zona esa noche?
Mientras esperan la respuesta, la calle es su principal espacio de expresión, como lo ha sido para muchos que están fuera de los circuitos oficiales de la comunicación y la participación política. La calle y la noche hablan de esa otra ciudad, que convive en una relación cargada de traumas con la sociedad formal y sus instituciones. La muerte del grafitero cayó como un garrotazo en el centro nervioso de la gente que no se resigna a los abusos de autoridad y por eso sale a dejar su testimonio en los muros.
La comunidad de la Puka Yana
La autoridad, esa parece ser la palabra clave en esta historia, porque viene ligada a las ideas de orden y poder, exactamente aquello con lo que dicen no estar dispuestos a negociar los cientos de hiphopers, rockeros, metaleros, grafiteros, teatreros, punks, comunicadores, okupas, y toda una gama de formas culturales que se han organizado para reclamar contra la represión a su forma de ser y estar en el mundo. Así surgió hace cinco años el Comité Quitu Raymi (Fiesta de Quito, en kichwa), una red de organizaciones de diversas tendencias: Indimedia (comunicadores independientes), Diablohuma (activistas políticos), Rompecandados (promotores culturales), Revancha libertaria (rockeros), la comunidad hip hop, y otras, cuyo compromiso principal es el respeto a las diferencias.
Cada año, la primera semana de diciembre, durante las fiestas de la fundación española de Quito, los Quitu Raymi organizan un festival de tres días de música en el Parque de la Mujer. Ahí nadie celebra la fundación española sino la resistencia indígena. “Más que un concierto de rock, esta es una posición política”, señalan las volantes de promoción y repiten los organizadores en los micrófonos. Y los grupos que acuden apoyan la propuesta. Quizá por eso siempre hay por lo menos 300 policías vigilando, “para cuidarlos de que no se lastimen en el mosh –ese baile todos contra todos en el que los muchachos se golpean unos a otros con una violencia convenida de antemano-”, les dicen antes de rociarlos de gases cuando, a su juicio, los rockeros transgreden las normas del buen comportamiento.
Así ocurrió hace tres años cuando un piquete de “goes” (Grupo de Operaciones Especiales de la Policía Nacional) con escudos y toletes irrumpió en el concierto bajo el argumento de que las letras contenían malas palabras y los músicos estaban sin camisa. “A pocas cuadras de ahí, no había ni 50 chapas vigilando a los que se emborrachan y disfrutaban con la tortura de un animal inocente”, recuerda Carolina, una estudiante de comunicación, que esa tarde aspiró los gases lacrimógenos hasta casi perder el sentido.
Hace pocos meses, la gente del Quitu Raymi alquilaba una casa donde organizaban desde conciertos de rock hasta conferencias académicas. La llamaban Puka Yana (rojo y negro en kichwa), los colores del comunismo y el anarquismo. Desde ahí se echaban a rodar las iniciativas de protesta respecto de temas claves, como las negociaciones del TLC, la ocupación de la Base de Manta, entre otros. Sin embargo, el costo del alquiler era demasiado y, para cubrirlo, tenían que extremarse en la realización de eventos, por lo que descuidaron el debate y la formación política. Entonces la Puka Yana cerró. No definitivamente, aclara Felipe Ogaz, un músico y estudiante de antropología que promueve las actividades en el comité, y para quien la negociación con el sistema no es viable, “porque implica ceder terreno en principios irrenunciables como la crítica a la privatización de los espacios públicos, que es una manera de expulsar a la gente”. La Puka Yana reabrirá sólo en un espacio de libre acceso, legitimado por la gente y no por el poder, coinciden sus fundadores.
Mientras tanto, están de tránsito en un cubículo de cemento en la avenida 12 de Octubre bajo el puente de la calle Yaguachi, que también sirve como oficina a otras organizaciones sociales, vinculadas con el pueblo negro y con los jubilados. Cada que pasa un camión sobre el puente, se siente el temblor de las vigas de hormigón. Ahí se reúne generalmente una veintena de jóvenes formando un círculo de sillas de plástico para debatir y tomar posición sobre temas políticos y culturales. La discusión sobre la Asamblea Constituyente queda temporalmente de lado mientras trabajan en el caso Guañuna. Hay que convocar a una marcha. Hay que pintar carteles. También hay que preparar el programa “Radio Transgresor Jatarishun”, que sale los domingos de diez a doce de la noche por radio La Luna. Espacio marginal para reunirse, horario marginal para expresarse.
Todo concuerda con un modo de vida que fluye mientras la ciudad duerme. Como una fuerza subterránea y comprimida que puede estallar en cualquier momento, una suma de broncas hay detrás de todo esto.
Radio Transgresor Jatarishun es un programa donde se exponen ideas y se celebra la diversidad. Se escucha desde hardcore andino hasta heavy metal y hip hop. Mientras los canales de televisión pasan el resumen de la jornada de fútbol y los últimos chifas están a punto de cerrar, en la cabina de La Luna sobran los testimonios de gente abusada por la autoridad.
El programa de esta noche está dedicado por primera vez a la comunidad hip hop. Ellos se apropian del espacio y quieren decirlo todo de manera vertiginosa, como la letra de sus canciones. Felipe toma los controles e intenta armar un mínimo libreto para que sus invitados ordenen las ideas. Pero ya es tarde, en la cabina de la radio lo único organizado es el caos, que todo lo afirma y todo los niega al mismo tiempo. Domina un sentimiento antirepresión, antisistema y antipolicía principalmente. Los hiphopers no usan su nombre real sino su AKA (“As known as”, o “más conocido como”). Disfraz, líder del grupo “Mugre Sur” habla de la criminalización de la movida hip hop. Nitram otro hiphoper, quien se autodenomina escritor callejero, comienza su testimonio pero su impulso musical se impone a su discurso emocional y lo que le sale de la garganta es su lírica underground: todos los ghetos pedimos respeto / queremos hablar y queremos expresar / acerca de la vida donde falta la comida…
Un oyente llama desde el sur de la ciudad para contar que un policía ebrio se metió en contravía, chocó contra el auto de una familia y causó la muerte de sus ocupantes, entre ellos un pequeño de tres años. Las llamadas de indignación no paran. Llama un chico del Colegio Central Técnico, donde Paúl Guañuna estudiaba mecánica industrial. “Yo era amigo del Paúl… el man tenía un pensamiento del putas… cuando me enteré que lo habían matado…chapas hijueputas…” Un integrante del grupo BDC (Boleta de Captura) advierte al resto que las cosas se están poniendo demasiado tensas. Ese fin de semana también murió un policía a manos de una banda de delincuentes. Los hiphopers temen que se las quieran cobrar con ellos. Francisco Herrera, del grupo cultural Rompecandados, tiene en sus brazos y piernas las huellas de tres balazos que recibió de unos policías borrachos el 8 de mayo de 2005 en Chillogallo mientras ofrecía serenatas a las madres. “Estuve a punto de morir, pero como no morí mi deber es hacer que se castigue a los culpables”, dice ante los micrófonos. Su testimonio cierra el programa. Ni el trole ni la ecovía funcionan ya. Todos a la calle, cuidando a cada paso de no encontrarse con la autoridad. Todos se volverán a juntar pocos días después para una marcha de protesta por al muerte de Paúl Guañuna.
“Tus papeles primero…”
La convocatoria funciona y el jueves 8 de febrero cerca de 500 personas están en la Plaza Indoamérica, en el centro norte de Quito, para marchar hasta la sede del gobierno, el Palacio de Carondelet, a exigir al gobierno de Rafael Correa la investigación del caso Guañuna y la depuración de la Policía.
Ahí está Leonardo, el padre de Paúl -como alguna vez estuvo Pedro, el padre de los hermanos Restrepo, dos niños colombianos desaparecidos por la Policía en 1988 y de quienes no se ha podido recuperar sus cuerpos-. “Este 11 de febrero mi hijo habría cumplido 17 años…”, es lo único que acierta a decir y no hace falta preguntar más. No conoce casi a nadie de los que están ahí con él. Nunca supo nada de la comunidad hip hop, ni de los punks, ni de los okupas que habitan una casa en Carcelén, al norte de la capital ecuatoriana, y vinieron a acompañarlo. En el futuro será así. Conocerá a gente de la que nunca ha escuchado pero querrán ayudarlo. En el futuro Leonardo Guañuna estará ligado a un cartel con la foto de su hijo, sin el cual parecerá un hombre desnudo.
Unos zanqueros presiden la marcha seguidos de una tropa de punks con piercing artesanal y crestas verdes, abrazados en cadena, mientras los grafiteros, spray en mano, pintan en las paredes de la 10 de Agosto el rostro de Paúl. Los guardias de los almacenes los insultan por manchar las fachadas de los negocios. “Vagos, a trabajar…”, les grita un tipo desde un trolebús detenido. A pocos metros del último manifestante aparece la autoridad en dos patrulleros que informan a su central de cada movimiento. Las paredes blancas del Teatro Nacional Sucre darán cuenta de la marcha. “Aquí no está la cultura. Salgan a la calle…”, queda una sentencia sobre la fachada neoclásica. Al llegar a Carondelet son cerca de mil manifestantes. El piquete de “goes” apostado en la Chile y García Moreno escucha imperturbable una y otra vez la mención del apellido Guañuna. Tendrán que acostumbrarse, dice un manifestante sudoroso y sarcástico.
Media hora de gritos y consignas frente a la sede de la Presidencia obligan a un funcionario del Ministerio de Gobierno a salir. Dice que ha pedido reportes a la Policía, que el gobierno no va a dejar el caso en la impunidad, que les agradece por su activismo valiente y que se vayan a sus casas. Algunos se conforman, otros no. Un zanquero avanza hasta el mismo cerco policial y desde su altura de tres metros los increpa por la muerte del muchacho. El jefe del pelotón reacciona:
- Identifíquese, sus papeles.
- Tus papeles primero y quítate el escudo –responde el zanquero con inusitada insolencia.
- Bájate de esos palos –insiste el policía para dar muestras de autoridad ante la tropa.
- Sácate el uniforme –desafía el zanquero. Los que están cerca se echan a reír. El policía no atina respuesta. Retrocede intimidado, saca su celular y hace como que llama. Luego se pierde entre la tropa, haciéndose el disimulado.
Una semana después, la Policía anuncia que ha detenido a tres de sus agentes para indagación. Los sospechosos se contradijeron en sus declaraciones y eso los puso en la mira de los investigadores internos de la institución. Al mismo tiempo, el Ministerio de Gobierno crea una comisión, en la que se incluye al padre de Paúl, para dar seguimiento al caso, pero el proceso es lento. La Policía ecuatoriana hace todos los esfuerzos para que sus miembros no sean juzgados por la justicia ordinaria, sino por un tribunal policial, donde prima el espíritu de cuerpo.
Después de una disputa de varios meses, al caso pasa finalmente a la justicia ordinaria, al Juzgado Primero de lo Penal de Pichincha. Un año después, la justicia ecuatoriana no resuelve el caso. Imposible saber lo que ocurrirá en los próximos meses. Bueno, sí. Leonardo, el padre de Paúl, recorrerá nuevamente las calles con una foto de su hijo y los chicos del colegio Central Técnico, compañeros de Paúl, seguirán pidiéndole cuentas a la autoridad.
lunes, 10 de diciembre de 2007
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